II Reyes  11, 11-20

Los guardias se apostaron, arma en mano, desde el extremo sur hasta el extremo norte del templo, ante el altar y el templo, rodeando al rey de un lado y de otro. Hizo salir entonces al hijo del rey y le impuso la diadema y las insignias. Luego lo proclamaron rey y lo ungieron. Batieron palmas y gritaron: «¡Viva el rey!»
Cuando Atalía oyó el griterío de los guardias y del pueblo, se fue hacia la muchedumbre que estaba en el templo de Yahvé. Miró y vio al rey de pie junto a la columna, según la costumbre, los jefes con sus trompetas junto al rey, y a todo el pueblo de la tierra en júbilo y tocando las trompetas. Atalía rasgó sus vestiduras y gritó: «¡Traición, traición!» Entonces el sacerdote Joadá dio orden a los jefes de las tropas: «Hacedla salir de entre las filas. Quien la siga será pasado a espada» (pues el sacerdote se decía: «No debe ser ejecutada en el templo de Yahvé.») Le abrieron paso y, cuando entró en el palacio real por la Puerta de los Caballos, allí fue ejecutada.
Joadá celebró la alianza entre Yahvé, el rey y el pueblo, por la que el pueblo se convertía en pueblo de Yahvé (así como entre el rey y el pueblo). El pueblo todo de la tierra acudió al templo de Baal. Lo derribaron, hicieron pedazos sus altares e imágenes, y a Matán, sacerdote de Baal, lo mataron frente a los altares.
El sacerdote puso centinelas en el templo de Yahvé. Tomó luego a los centuriones, a los carios, a la guardia y a todo el pueblo del país. Escoltaron al rey desde el templo de Yahvé al palacio real, haciendo entrada por la puerta de la guardia, y lo entronizaron en el trono de los reyes. Todo el pueblo del país exultaba de júbilo y la ciudad quedó tranquila. En cuanto a Atalía, había muerto a espada en el palacio real.
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