Romanos  2, 1-29

Por lo cual, no tienes excusa, oh hombre, quienquiera que seas, que te eriges en juez. Pues en aquello por lo cual juzgas al otro, te condenas a ti mismo, ya que tú, que te eriges en juez, practicas aquellas mismas cosas. Bien sabemos que el juicio de Dios recae realmente sobre quienes tales cosas practican. ¿Piensas, oh hombre, que te eriges en juez de quienes practican tales cosas, a pesar de que tú mismo las haces, que vas a escapar al juicio de Dios? ¿O es que menosprecias la riqueza de su bondad y de su paciencia y de su longanimidad, al no reconocer que esta bondad de Dios intenta llevarte a la conversión? Pero, por tu dureza y tu impenitente corazón, te estás acumulando ira para el día de la ira, cuando se revele el justo juicio de Dios, «el cual retribuirá a cada uno según sus obras» (Sal 62,13): a quienes, siendo constantes en el bien obrar, buscan gloria, honra e inmortalidad, les dará vida eterna; pero a quienes, obstinándose en la rebeldía y resistiendo a la verdad, se entregan a la perversión, los hará objeto de ira y furor. Tribulación y angustia para todo hombre que se entrega al mal: tanto para el judío, primeramente, como también para el griego. Por el contrario, gloria, honra y paz a todo el que practica el bien: tanto para el judío, primeramente, como también para el griego. Pues no hay acepción de personas ante Dios. Efectivamente, cuantos sin ley pecaron, sin ley perecerán, y cuantos dentro de la ley pecaron, por medio de la ley serán juzgados. Porque, ante Dios, no son justos los que meramente oyen la ley; sino que los cumplidores de la ley serán justificados. Y así, los gentiles, que no tienen ley, cuando cumplen por naturaleza lo que ordena la ley, a pesar de no tener ley, ellos mismos son su ley. Ellos dan prueba de que la realidad de la ley está grabada en su corazón, testificándolo su propia conciencia y los razonamientos con que se acusan y defienden recíprocamente. Así se verá en el día en que, según mi Evangelio, Dios juzgue las interioridades de los hombres por medio de Jesucristo. Pues si tú, que llevas el nombre de judío, y descansas seguro en la ley, y te sientes ufano de tu Dios; que conoces su voluntad, y sabes apreciar, instruido por la ley, lo que es mejor, y que estás convencido de que tú eres guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de ignorantes, maestro de niños, que posees en la ley la expresión misma del saber y de la verdad Pues bien: tú que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas no robar, ¿robas? Tú que dices que no hay que cometer adulterio, ¿lo cometes? Tú que abominas de los ídolos, ¿saqueas sus templos? Tú que te sientes ufano de la ley, ¿deshonras a Dios con la transgresión de la ley? Pues, según está escrito, «el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles a causa de vosotros» (Is 52,5). La circuncisión, desde luego, tiene su valor si observas la ley; pero si eres transgresor de la ley, el estar circuncidado viene a ser como si no lo estuvieras. Por el contrario, si el no circuncidado observa las prescripciones de la ley, su incircuncisión ¿no le ha de valer como circuncisión? Más aún: el que físicamente no está circuncidado pero cumple la ley, te juzgará a ti, que, a pesar de la letra de la ley y de la circuncisión, eres transgresor de esa ley. Porque no es judío el que lo es en lo externo, ni es circuncisión la que se ve en lo externo, en la carne; al contrario, es verdadero judío quien lo es interiormente, y la verdadera circuncisión es la del corazón, hecha según el espíritu, no según la letra. Un judío así recibe alabanza, no de los hombres, sino de Dios.
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