Romanos  8, 14-23

Porque todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos suyos. Y vosotros no recibisteis un espíritu de servidumbre, que os lleve de nuevo al temor, sino que recibisteis un espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: «¡Abbá!, ¡Padre!» El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, y coherederos de Cristo, puesto que padecemos con él y así también con él seremos glorificados. Efectivamente, yo tengo para mí que los sufrimientos del tiempo presente no merecen compararse con la gloria venidera que en nosotros será revelada. Porque la anhelante espera de la creación aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, no por propia voluntad, sino a causa del que la sometió, fue sometida a la vaciedad, pero con una esperanza: que esta creación misma se verá liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues lo sabemos bien: la creación entera, hasta ahora, está toda ella gimiendo y sufriendo dolores de parto. Y no es esto sólo; sino que también nosotros mismos, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos igualmente en nuestro propio interior, aguardando con ansiedad una adopción, la redención de nuestro cuerpo.
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