Tobías 10, 1-12

Tobit, mientras tanto, calculaba los días que tardaría su hijo en el viaje de ida y vuelta. Cuando pasaron esos días sin que Tobías volviera, pensó: «Quizá se haya entretenido allí. O quizá haya muerto Gabael y nadie le entregue el dinero». Y empezó a preocuparse. Ana, su mujer, decía: «Mi hijo ha muerto. Mi hijo ya no vive». Lloraba y se lamentaba, diciendo: «¡Ay de mí, hijo, luz de mis ojos! ¿Por qué te dejaría marchar?». Tobit la consolaba: «¡Calla!, mujer, no te preocupes. Seguro que está bien. Habrán tenido que retrasarse. Pero su compañero es hombre de confianza y pariente nuestro. No te inquietes por él, mujer, que volverá pronto». Pero ella protestaba: «¡Déjame! No me vengas con engaños. Mi hijo ha muerto». Día tras día se asomaba al camino por donde su hijo había marchado. No hacía caso a nadie. Cuando se ponía el sol, volvía a casa y pasaba las noches sin poder dormir, lamentándose y llorando. Al cumplirse los catorce días de fiesta con que Ragüel había decidido celebrar la boda de su hija, Tobías se dirigió a él y le dijo: «Permíteme regresar. Seguro que mis padres se imaginan que no volverán a verme. Por favor, padre, déjame regresar al lado de mi padre. Ya sabes en qué situación lo dejé». Ragüel le respondió: «Quédate, hijo; quédate conmigo. Yo mandaré noticias de ti a tu padre Tobit». Pero Tobías replicó: «No. Te ruego que me permitas volver a casa de mi padre». Entonces Ragüel, sin más dilación, le entregó a Sara, su esposa, y le dio la mitad de cuanto poseía: criados y criadas, vacas y ovejas, asnos y camellos, ropa, dinero y utensilios. Se despidió de Tobías con un abrazo, diciéndole: «Adiós, hijo, que tengáis buen viaje. Que el Señor del cielo os guíe, a ti y a Sara, tu mujer, y que yo viva para ver a vuestros hijos». A su hija Sara le dijo: «Ve a casa de tu suegro. Ahora ellos son tan padres tuyos como los que te hemos dado la vida. Ve en paz, hija. Espero oír buenas noticias de ti mientras viva». Y abrazándolos, los dejó marchar.
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