Jeremías  19 Libro del Pueblo de Dios (Levoratti y Trusso, 1990) | 15 versitos |
1 Así habló el Señor a Jeremías: Ve a comprar un cántaro de arcilla. Luego llevarás contigo a algunos de los ancianos del pueblo y de los ancianos de los sacerdotes,
2 saldrás al valle de Ben Hinnóm, que está a la entrada de la puerta de la Alfarería, y proclamarás allí las palabras que yo te indicaré.
3 Tú dirás: Escuchen la palabra del Señor, reyes de Judá y habitantes de Jerusalén. Así habla el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: Yo haré venir sobre este lugar una desgracia tal, que a todo el que oiga hablar de ella le zumbarán los oídos.
4 Porque ellos me han abandonado y han enajenado este lugar, quemando en él incienso a otros dioses, que no conocían ellos, ni sus padres, ni los reyes de Judá, y porque han llenado este lugar de sangre inocente.
5 Han edificado lugares altos a Baal, para quemar en el fuego a sus hijos como holocaustos a Baal, cosa que yo no había ordenado ni dicho, y que jamás se me pasó por la mente.
6 Por eso, llegarán los días -oráculo del Señor- en que este lugar ya no será llamado "el Tófet" ni "valle de Ben Hinnóm", sino "valle de la Masacre".
7 Yo frustraré en este lugar el designio de Judá y de Jerusalén; los haré caer delante de sus enemigos por la espada y por la mano de aquellos que atentan contra su vida, y entregaré sus cadáveres como pasto a las aves del cielo y a los animales de la tierra.
8 Convertiré esta ciudad en una devastación y en un motivo de estupor: todo el que pase junto a ella quedará pasmado y silbará de estupor al ver todas sus plagas.
9 Yo les haré comer la carne de sus hijos y de sus hijas, y se comerán unos a otros, bajo la presión del asedio a que los someterán sus enemigos y los que atentan contra su vida.
10 Tú quebrarás el cántaro a la vista de los hombres que te hayan acompañado,
11 y les dirás: Así habla el Señor de los ejércitos: De esta misma manera quebraré a este pueblo y a esta ciudad, como se quiebra una vasija de alfarero que ya no se puede reparar, y los muertos serán enterrados en Tófet, porque no habrá otro sitio donde enterrarlos.
12 Así trataré a este lugar -oráculo del Señor- y a los que habitan en él: haré a esta ciudad semejante a Tófet.
13 Las casas de Jerusalén y las casas de los reyes de Judá serán impuras como el lugar de Tófet: sí, todas esas casas sobre cuyos techos se quemó incienso a todo el Ejército de los cielos y se derramaron libaciones a otros dioses.
14 Cuando Jeremías regresó de Tófet. adonde el Señor lo había enviado a profetizar, se paró en el atrio de la Casa del Señor, y dijo a todo el pueblo:
15 Así habla el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: "Miren que yo atraigo sobre esta ciudad y sobre sus poblados toda la desgracia con que los había amenazado, porque ellos se han obstinado en no escuchar mis palabras".

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Introducción a Jeremías 


Jeremías

Entre las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una personalidad tan atrayente y conmovedora como JEREMÍAS. Los demás profetas nos han dejado un mensaje, sin decirnos nada, o muy poco, acerca de sí mismos. Él, en cambio, nos abre su alma en varios poemas de una sinceridad estremecedora, que nos hacen penetrar en el drama de su existencia.
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén (1. 1). Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético (1. 6). En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a "desarraigar" el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido (13. 23). El pecado de Judá está grabado con un buril de diamante en las tablas de su corazón (17. 1). Un profeta puede traer a los hombres una palabra nueva, pero no puede darles un corazón nuevo (7. 25-28).
Jeremías vio confirmada esta dolorosa experiencia en los años que precedieron a la caída de Jerusalén. Desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina. Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico. Muy a pesar suyo, Jeremías se ve comprometido en estos debates. Su posición no ofrece lugar a dudas: es preciso reconocer la supremacía de Nabucodonosor, no por razones políticas, sino porque el Señor lo ha elegido como instrumento para castigar los pecados de Judá (27. 1-22). Una vez que haya cumplido esta misión, también él tendrá que dar cuenta al Señor, que rige el destino de los pueblos y realiza sus designios a través de ellos (27. 6-7). Sin embargo, las palabras de Jeremías no encontraron ningún eco entre los partidarios de la rebelión, y en el 587 sobrevino la catástrofe final, tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
Tal como ha llegado hasta nosotros, el libro de Jeremías es uno de los más desordenados del Antiguo Testamento. Este desorden atestigua que el Libro atravesó por un largo proceso de formación antes de llegar a su composición definitiva. En el origen de la colección actual están los oráculos dictados por el mismo Jeremías (36. 32). A este núcleo original se añadieron más tarde otros materiales, muchos de ellos reelaborados por sus discípulos, y una especie de "biografía" del profeta, atribuida generalmente a su amigo y colaborador Baruc. Finalmente, al comienzo del exilio, un redactor anónimo reunió todos esos elementos en un solo volumen.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que él no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente, permitieron al pueblo desterrado en Babilonia superar la tremenda crisis del exilio. Al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. En el momento en que se veían privados de las instituciones religiosas y políticas que constituían los soportes materiales de la fe, Jeremías continuaba enseñándoles, más con su vida que con sus palabras, que lo esencial de la religión no es el culto exterior sino la unión personal con Dios y la fidelidad a sus mandamientos. Y mientras padecían el aparente silencio del Señor en una tierra extranjera, la promesa de una "Nueva Alianza" (31. 31-34) los alentaba a seguir esperando en él.
Así el aparente "fracaso" de Jeremías -como el de Jesucristo en la Cruz- fue el camino elegido por Dios para hacer surgir la vida de la muerte. No en vano la tradición cristiana ha visto en Jeremías la imagen más acabada del "Servidor sufriente" (Is. 52. 13 - 53. 12).

Fuente: Libro del Pueblo de Dios (San Pablo, 1990)

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Notas