II Corintios 11, 21-33

Lo digo a deshonra, como si nos hubiéramos mostrado débiles. Pero en aquello en que alguno se atreve -hablo a la manera insensata-, me atrevo también yo. ¿Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son del linaje de Abraham? También yo. ¿Son servidores de Cristo? Lo diré como delirando: ¡Mucho más lo soy yo! Más, en trabajos; más, en cárceles; muchísimo más, en palizas, y, frecuentemente, en peligros de muerte. De los judíos recibí cinco veces los cuarenta azotes menos uno. Tres veces apaleado; una fui apedreado; tres naufragué: pasé un día y una noche en medio del mar. En frecuentes viajes: peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de parte de mis compatriotas, peligros de parte de los gentiles, peligros en ciudades, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos. En trabajo y agotamiento; sin poder muchas veces dormir; en hambre y sed; con frecuencia, sin poder comer; en frío y desnudez. Además de otras cosas, lo que pesa sobre mí cada día: la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece, sin que yo no desfallezca? ¿Quién sufre un escándalo, sin que yo no me abrase? Si hay que presumir, presumiré de mi debilidad. El Dios y Padre del Señor Jesús -el que es bendito por los siglos- sabe bien que no miento. En Damasco, el gobernador del rey Aretas tenía puestos guardias en la ciudad de Damasco para prenderme, y, por una ventana a través del muro, fui descolgado, metido en una cesta y escapé de sus manos.
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