II Macabeos 14, 37-46

Razías, uno de los ancianos de Jerusalén, fue denunciado a Nicanor. Era hombre amante de sus conciudadanos, muy bien considerado, llamado por su buen corazón «padre de los judíos», pues, en los tiempos que precedieron a la rebelión, había sido acusado de judaísmo y por el judaísmo había expuesto cuerpo y alma con perseverante constancia. Queriendo Nicanor hacer patente su hostilidad hacia los judíos, envió más de quinientos soldados para arrestarlo, pues le parecía que arrestándolo a él les daría un duro golpe. Cuando las tropas estaban a punto de apoderarse de la torre, forzando la puerta del patio y con orden de prender fuego e incendiar las puertas, Razías, acosado por todas partes, se echó sobre su espada. Prefirió morir con honor antes que caer en manos criminales y soportar afrentas indignas de su honradez. Sin embargo, como por la precipitación del combate no había acertado a herirse de muerte y las tropas irrumpían puertas adentro, subió valerosamente a lo alto del muro y se precipitó con bravura sobre las tropas; pero al retroceder estas rápidamente dejando un vacío, vino él a caer en medio del espacio libre. Todavía con vida y enardecido su ánimo, se levantó derramando sangre a chorros; a pesar de las graves heridas, atravesó corriendo por entre las tropas, y se encaramó a una roca escarpada. Ya completamente exangüe, se arrancó las entrañas y tomándolas con ambas manos, las arrojó contra las tropas. Y después de invocar al Dueño de la vida y del espíritu para que se los devolviera algún día, expiró.
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