II Samuel  12, 1-31

El Señor envió a Natán a ver a David y, llegado a su presencia, le dijo ° : «Había dos hombres en una ciudad, uno rico y el otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y vacas. El pobre, en cambio, no tenía más que una cordera pequeña que había comprado. La alimentaba y la criaba con él y con sus hijos. Ella comía de su pan, bebía de su copa y reposaba en su regazo; era para él como una hija. Llegó un peregrino a casa del rico, y no quiso coger una de sus ovejas o de sus vacas y preparar el banquete para el hombre que había llegado a su casa, sino que cogió la cordera del pobre y la aderezó para el hombre que había llegado a su casa». La cólera de David se encendió contra aquel hombre y replicó a Natán: «Vive el Señor que el hombre que ha hecho tal cosa es reo de muerte. Resarcirá cuatro veces la cordera, por haber obrado así y por no haber tenido compasión». Entonces Natán dijo a David: «Tú eres ese hombre. Así dice el Señor, Dios de Israel: “Yo te ungí rey de Israel y te libré de la mano de Saúl. Te entregué la casa de tu señor, puse a sus mujeres en tus brazos, y te di la casa de Israel y de Judá. Y, por si fuera poco, te añadiré mucho más. ¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que le desagrada? Hiciste morir a espada a Urías el hitita, y te apropiaste de su mujer como esposa tuya, después de haberlo matado por la espada de los amonitas. Pues bien, la espada no se apartará de tu casa jamás, por haberme despreciado y haber tomado como esposa a la mujer de Urías, el hitita”. Así dice el Señor: “Yo voy a traer la desgracia sobre ti, desde tu propia casa. Cogeré a tus mujeres ante tus ojos y las entregaré a otro, que se acostará con ellas a la luz misma del sol. Tú has obrado a escondidas. Yo, en cambio, haré esto a la vista de todo Israel y a la luz del sol”». David respondió a Natán: «He pecado contra el Señor». Y Natán le dijo: «También el Señor ha perdonado tu pecado. No morirás. Ahora bien, por haber despreciado al Señor con esa acción, el hijo que te va a nacer morirá sin remedio». Natán se fue a su casa. El Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David y cayó enfermo. David oró con insistencia a Dios por el niño. Ayunaba y pasaba las noches acostado en tierra. Los ancianos de su casa se acercaron a él e intentaban obligarlo a que se levantara del suelo, pero no accedió, ni quiso tomar con ellos alimento alguno. Al séptimo día murió el niño. Los servidores de David temían comunicarle su muerte, pensando: «Si mientras vivía aún el niño le hablábamos y no nos escuchaba, ¿cómo decirle ahora que ha muerto? Haría un disparate». Al ver David que sus servidores cuchicheaban, comprendió que el niño había muerto. Les preguntó: «¿Ha muerto el niño?». Respondieron: «Sí». Entonces David se alzó del suelo, se lavó, se ungió, se mudó de ropa y, entrando en el templo del Señor, se postró. Volvió a casa, pidió que le pusieran comida y comió. Sus servidores le dijeron: «¿Cómo obras así? Cuando el niño vivía todavía, ayunabas y llorabas. Y, una vez muerto, te levantas y pruebas alimento». Contestó: «Mientras vivía el niño, ayunaba y lloraba, pensando: “Quién sabe. Quizás el Señor se compadezca de mí y el niño se cure”. Ahora que ha muerto, ¿para qué ayunar? ¿Puedo hacerle volver? Yo soy el que irá adonde él. Él no volverá a mí». David consoló a su mujer Betsabé. Fue y se acostó con ella. Dio a luz un hijo y lo llamó Salomón. El Señor lo amó y mandó al profeta Natán que le pusiera el nombre de Yedidías, en consideración al Señor. Joab continuó la lucha contra Rabá de los amonitas y tomó la ciudad regia. Despachó entonces mensajeros que dijeran a David: «He atacado Rabá y he tomado la ciudad de las aguas. Ahora, reúne al resto del pueblo, acampa frente a la ciudad y tómala tú, para que no sea yo quien la conquiste y le pongan mi nombre». David reunió a todo el pueblo, fue a Rabá, luchó contra ella y la conquistó. Tomó la corona de la cabeza de su rey —su peso era de unos treinta y cinco kilos de oro y tenía una piedra preciosa— y la pusieron sobre la cabeza de David. Sacó un botín muy abundante de la ciudad. Deportó a su población y la puso a trabajar con sierras, rastrillos y hachas de hierro, dedicándola a hacer ladrillos. Lo mismo hizo con todas las ciudades de los amonitas. Después David y todo el pueblo regresaron a Jerusalén.
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