Hechos 21, 1-26

Después de separarnos de ellos, nos hicimos a la mar y, navegando derechos, llegamos a Cos; al día siguiente, a Rodas y de allí a Pátara. Encontramos una nave que hacía la travesía a Fenicia, nos embarcamos y nos dimos a la vela. Después de avistar Chipre y de dejarla a la izquierda, seguimos navegando rumbo a Siria y arribamos a Tiro, pues allí la nave debía descargar la mercancía. Dimos con los discípulos y permanecimos allí siete días. Ellos, movidos por el Espíritu, decían a Pablo que no subiese a Jerusalén, pero, cuando pasaron aquellos días, salimos y seguimos el camino, acompañándonos todos ellos con sus mujeres y niños hasta las afueras de la ciudad; en la playa nos pusimos de rodillas y oramos; nos despedimos unos de otros y subimos a la nave; ellos se volvieron a sus casas. Desde Tiro llegamos a Tolemaida, terminando así el viaje por mar, y, después de saludar a los hermanos, nos quedamos un día con ellos. Al día siguiente, partimos de allí y llegamos a Cesarea; entramos en la casa de Felipe, el evangelista, uno de los Siete, y nos quedamos con él. Este tenía cuatro hijas vírgenes que profetizaban. Permanecimos allí bastantes días; bajó de Judea un profeta de nombre Agabo; vino a vernos y, tomando el cinturón de Pablo, se ató los pies y las manos y dijo: «Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén y entregarán en manos de los gentiles al hombre a quien pertenece este cinturón». Al oír esto, tanto nosotros como los de aquel lugar le rogamos que no subiese a Jerusalén. Entonces Pablo respondió, diciendo: «¿Qué hacéis llorando y afligiendo mi corazón? Pues yo estoy dispuesto no solo a que me arresten, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús». Como no se dejaba convencer, dejamos de insistir, diciendo: «Hágase la voluntad del Señor». Después de estos días, hechos los preparativos del viaje, emprendimos la subida a Jerusalén. Nos acompañaron algunos discípulos de Cesarea, que nos llevaron a casa de cierto Nasón de Chipre, antiguo discípulo, donde nos habíamos de alojar. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con agrado. Al día siguiente, Pablo entró con nosotros en casa de Santiago; se reunieron también todos los presbíteros. Después de saludarlos, les fue contando una a una todas las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su ministerio. Al oírlo, glorificaban a Dios, y le dijeron: «Hermano, ya estás viendo cuántos miles y miles de entre los judíos han abrazado la fe y todos son fervientes seguidores de la ley. Pero han oído decir sobre ti que andas enseñando a todos los judíos que viven entre los gentiles que abandonen a Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni vivan de acuerdo con las costumbres tradicionales. ¿Qué hacer, pues? De todos modos se van a enterar de que has venido. Haz, pues, lo que te vamos a decir: Tenemos aquí cuatro hombres que tienen que cumplir un voto. Tómalos contigo y purifícate con ellos; y paga por ellos para que se rapen la cabeza. Así conocerán todos que no hay nada de lo que han oído decir de ti sino que tú también procedes correctamente observando la ley. En cuanto a los gentiles que han abrazado la fe, les hemos comunicado por carta lo que hemos decidido: que se abstengan de la contaminación de los ídolos, de la sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas». Entonces Pablo tomó consigo a aquellos hombres y, al día siguiente, habiéndose purificado con ellos, entró en el templo para avisar cuándo se cumplían los días de la purificación y cuándo había que presentar la ofrenda por cada uno de ellos.
Ver contexto