I Macabeos 6, 1-14

Atravesaba el rey Antíoco las regiones altas de Persia cuando tuvo noticia de que en Elimaida, en Persia, había una ciudad célebre por su riqueza de plata y oro. Había en ella un templo extraordinariamente rico, en el cual se guardaban armaduras de oro, corazas y armas que había dejado allí Alejandro el de Filipo, rey de Macedonia, el primero que reinó sobre los griegos. Llegado a ella, intentó apoderarse de la ciudad, pero no pudo, porque, conocidos sus propósitos en la ciudad, le resistieron con las armas, viéndose forzado a retirarse huyendo, para volverse con gran pena a Babilonia. En Persia le alcanzó un correo, que le dio a saber cómo los ejércitos enviados a tierra de Judea habían sido derrotados; que Lisias había ido contra ella" con un ejército fuerte si los hay y había huido ante los judíos, que se habían hecho muy fuertes en armas y soldados con el botín grande que habían cogido a los ejércitos por ellos vencidos;" que habían destruido la abominación levantada por él sobre el altar de Jerusalén y habían cercado de altos muros el santuario, como antes estaba, y la ciudad de Betsur. Cuando recibió estas noticias quedó aterrado e intensamente conmovido; tanto, que cayó en el lecho enfermo de tristeza al ver que los sucesos no habían correspondido a sus deseos." Pasó allí muchos días, porque la tristeza se renovaba sin cesar, y hasta creyó morir. Haciendo llamar a sus amigos, les dijo: “Huye de mis ojos el sueño y mi corazón desfallece por la preocupación, pensando en qué tribulación y tempestad me hallo yo, tan bueno, tan amado por mi suave gobierno. Pero ahora me acuerdo de los males que hice en Jerusalén, de los utensilios de oro y plata que de allí tomé, de los habitantes de Judea que sin causa exterminé. Ahora reconozco que por esto me han sobrevenido tantas calamidades y que de mi gran tristeza moriré en tierra extraña. Y llamando a Filipo, uno de sus amigos, le instituyó por regente de todo el reino,
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