Jeremías  20, 7-18

Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido*. He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban. Cada vez que abro la boca es para clamar «¡Atropello!», para gritar: «¡Me roban!» La palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo decía: «No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón algo parecido a fuego ardiente, prendido en mis huesos, que intentaba en vano sofocar. Escuchaba las calumnias de la turba: «¡Terror por doquier*!, ¡denunciadle!, ¡denunciémosle!» Todos con quienes me saludaba estaban acechando un traspiés mío: «¡A ver si se distrae y lo sometemos, y podremos vengarnos de él!» Pero Yahvé está conmigo, como un campeón poderoso, por eso tropezarán al perseguirme, se avergonzarán de su impotencia: ¡deshonra eterna, inolvidable! Yahvé Sebaot, juez de lo justo*, que escrutas las entrañas y el corazón, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. Cantad a Yahvé, alabad a Yahvé, que ha salvado la vida de un pobrecillo* de manos de malhechores. ¡Maldito el día en que nací*!, ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo: «Te ha nacido un hijo varón», y le llenó de alegría! Que ese hombre sea como las ciudades que destruyó Yahvé sin compasión; que escuche alaridos de mañana y gritos de ataque al mediodía. ¡Por qué no me mataría en el vientre! Mi madre habría sido mi sepultura, con seno preñado eternamente. ¿Para qué habré salido del seno?, ¿para experimentar pena y aflicción y consumir mi vida en la vergüenza?
Ver contexto