Nehemías 9, 5-37

y los levitas Josué, Cadmiel, Baní, Jasabnías, Serebías, Hodías, Sebanías y Petajías dijeron: «¡Levantaos, bendecid a Yahvé nuestro Dios*!») ¡Bendito seas, Yahvé Dios nuestro*, desde siempre y para siempre! ¡Y sea bendito tu Nombre glorioso, que supera toda bendición y alabanza! ¡Tú, Yahvé, tú el único! Tú hiciste los cielos, el cielo de los cielos y todo su ejército estelar, la tierra y todo cuanto abarca, los mares y todo cuanto encierran. Tú animas todas estas cosas, y el ejército del cielo se prosterna ante ti. Tú, Yahvé, eres el Dios que elegiste a Abrán, le sacaste de Ur de Caldea y le diste el nombre de Abrahán. Viste que su corazón te era fiel, e hiciste alianza con él, para darle el país de los cananeos, de los hititas y amorreos, de perizitas, jebuseos y guirgaseos, a él y a su posteridad. Y has mantenido tu palabra, porque eres justo. Tú viste la aflicción de nuestros antepasados en Egipto, y escuchaste su clamor junto al mar de Suf. Obraste señales y prodigios, contra el faraón y sus siervos, y contra toda la gente de su país, pues sabías que eran altivos con ellos. ¡Tu fama ha llegado hasta el día de hoy! Tú hendiste el mar ante ellos: lo atravesaron a pie enjuto. Hundiste en los abismos a todos sus perseguidores; se hundieron como una piedra en aguas tumultuosas. De día los guiaste con columna de nube, con columna de fuego por la noche, para alumbrar ante ellos el camino que debían recorrer. Bajaste sobre el monte Sinaí, desde el cielo les hablaste; les diste normas justas, leyes verdaderas, preceptos y mandamientos excelentes; les diste a conocer tu santo sábado; les ordenaste mandamientos, les prescribiste preceptos* y la Ley por mano de Moisés, tu siervo. Del cielo les mandaste pan para que saciaran su hambre; hiciste brotar agua de la roca para que apagaran su sed. Y les mandaste ir a apoderarse de la tierra que tú juraste darles mano en alto. Nuestros padres se volvieron altivos, endurecieron su cerviz y desoyeron tus mandatos. No quisieron oír, no recordaron los prodigios que con ellos hiciste; endurecieron la cerviz y se obstinaron en volver a Egipto* y seguir siendo siervos. Pero tú eres el Dios que perdonas, clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en bondad. ¡No los desamparaste! Ni siquiera cuando se fabricaron un becerro de metal fundido y exclamaron: «¡Éste es tu dios que te sacó de Egipto!», haciéndote un gran desprecio. Tú, en tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto: la columna de nube no se apartó de su lado, para guiarles de día por la ruta, ni la columna de fuego por la noche, para alumbrar ante ellos el camino que debían recorrer. Les diste tu espíritu bueno para instruirles; el maná no retiraste de su boca, y para su sed agua les diste. Los sustentaste en el desierto cuarenta años, y nada les faltó: ni sus vestidos se gastaron ni se hincharon sus pies. Reinos y pueblos les donaste y las tierras vecinas repartiste: se apoderaron del país de Sijón, rey de Jesbón*, y del país de Og, rey de Basán. Multiplicaste sus hijos como estrellas del cielo, los condujiste a la tierra de la que dijiste a sus antepasados que la tomarían en posesión. Llegaron los hijos y tomaron el país, y tú ante ellos aplastaste a los habitantes del país, los cananeos, los pusiste en sus manos, con sus reyes y las gentes del país, para que los trataran a merced de su capricho. Conquistaron ciudades fortificadas y una tierra generosa; y heredaron casas repletas de copiosos bienes, cisternas ya excavadas, viñas y olivares, árboles frutales sin medida: comieron, se saciaron, engordaron, disfrutaron con tus inmensos bienes. Pero después, indóciles, se rebelaron contra ti, se echaron tu Ley a sus espaldas, mataron a los profetas que les invitaban a convertirse a ti y te hicieron un enorme agravio. Entonces tú los entregaste en manos de sus enemigos, que se dedicaron a oprimirlos. Oprimidos, clamaban a ti, y tú los escuchabas desde el cielo; y lleno de ternura les mandabas salvadores, que los libraron de las manos opresoras. Pero, apenas en paz, volvían a ofenderte con el mal, y tú los abandonabas en las manos de sus enemigos opresores. Cuando de nuevo te pedían auxilio, tú los escuchabas desde el cielo: ¡cuántas veces los salvó tu ternura! Les conminaste a volver a tu Ley, pero ellos, llenos de orgullo, no escucharon tus mandatos; pecaron contra tus normas, que dan la vida a quien las cumple; dieron la espalda y, tercos, se negaron a escuchar. Tuviste paciencia con ellos durante muchos años; les advertiste por tu espíritu, por boca de tus profetas; pero ellos no escucharon. Así que los entregaste en manos de las gentes de los países. Pero, lleno de inmensa ternura, no los aniquilaste ni abandonaste, porque eres tú Dios clemente y lleno de ternura. Ahora, pues, oh Dios nuestro, tú, Dios grande, poderoso y temible, que mantienes la alianza y el amor, no menosprecies las penalidades que han caído sobre nosotros, sobre nuestros reyes y príncipes, nuestros sacerdotes y profetas, sobre nuestros padres y sobre todo tu pueblo, desde la época de los reyes de Asiria hasta el día de hoy. Has sido justo en todo lo que nos ha sobrevenido, pues tú fuiste fiel, y nosotros malvados: nuestros reyes y jefes, nuestros sacerdotes y padres no guardaron tu Ley, no hicieron caso de los mandamientos y dictámenes que les diste. Mientras vivían en su reino, disfrutando de los bienes que les dabas, y en la espaciosa y generosa tierra que tú les habías preparado, no te sirvieron ni se convirtieron de sus malas acciones. Ya ves que hoy somos esclavos en el país que diste a nuestros padres, para gozar de sus frutos y bienes; ya ves que aquí vivimos sumidos en servidumbre. Sus muchos frutos son para los reyes, que tú nos impusiste a causa de nuestros pecados, y que a capricho dominan nuestras personas, cuerpos y ganados. ¡En gran angustia nos hallamos!
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