II Macabeos 15, 1-36

Cuando recibió Nicanor la noticia de que las tropas de Judas andaban por Samaría, determinó atacarlos sin exponerse, en día de descanso. Los judíos que le seguían por la fuerza le dijeron:
– No los aniquiles de esa forma tan cruel y tan bárbara. Honra ese día, honrado y santificado por el que todo lo ve. Pero el bandido preguntó si había en el cielo un soberano que hubiera mandado celebrar el día del sábado. Ellos le respondieron:
– El Señor vivo, el soberano del cielo, es quien mandó celebrar el día séptimo. Y él replicó:
– Y yo soy soberano de la tierra, que ordeno empuñar las armas y servir los intereses del rey.
Sin embargo, no logró realizar su cruel designio. Mientras Nicanor, en su orgullo y arrogancia, pensaba levantar un monumento público con las cosas que iba a quitar a las tropas de Judas, el Macabeo no perdía su confianza, esperando firmemente recibir ayuda de parte del Señor, y animaba a los suyos a no temer el ataque de los paganos, sino a recordar las ayudas recibidas del cielo anteriormente y a esperar la victoria que les iba a conceder el Todopoderoso. Los exhortó con textos de la Ley y los Profetas, y recordándoles los combates que habían sostenido reavivó su coraje. Y a la vez que los llenaba de entusiasmo les dio instrucciones, mostrándoles la perfidia de los paganos, que violaban los juramentos. Así los alegró a todos, armando a cada uno no tanto con la seguridad que dan los escudos y las lanzas cuanto con el ánimo que dan las palabras de aliento. Además les contó un sueño totalmente fidedigno, una especie de visión, que los alegró a todos. En el sueño vio lo siguiente: Onías, el antiguo sumo sacerdote, un hombre bueno y excelente, de aspecto venerable, de carácter suave, digno en su hablar, ejercitado desde niño en la práctica de la virtud, extendía las manos y rezaba por toda la comunidad judía. Después, en igual actitud, se le apareció a Judas un personaje extraordinario por su ancianidad y su dignidad, revestido de una dignidad soberana y majestuosa. Onías tomó la palabra para decir:
–Éste es Jeremías, el profeta de Dios, que ama a sus hermanos e intercede continuamente por el pueblo y la Santa Ciudad. Entonces Jeremías extendió la mano derecha y entregó a Judas una espada de oro, mientras decía: – Toma la santa espada, don de Dios, con la que destruirás a los enemigos. Arengados por aquellas magníficas palabras de Judas, capaces de llevar al heroísmo y de infundir a los jóvenes el vigor de hombres maduros, decidieron no esperar, sino tomar la ofensiva valerosamente y decidir el asunto con valentía, todos unidos, ya que peligraban la ciudad, la religión y el templo. La preocupación por sus mujeres y niños, además de sus hermanos y parientes, no les importaba mucho; temían sobre todo por el templo consagrado. Ni era menor la angustia de los que quedaron en la ciudad, preocupados por el combate que iba a librarse en campo abierto. Mientras todos aguardaban el desenlace inminente, ya estaban concentrándose los enemigos: el ejército formaba para la batalla, los elefantes estaban colocados en puntos estratégicos y la caballería se situaba en los flancos. Al ver el Macabeo el despliegue de aquella masa, la variedad de armamento y la fiereza de los elefantes, levantó las manos al cielo invocando al Señor, que hace prodigios, sabiendo que a los que lo merecen les da la victoria, no por las armas, sino por el medio que quiere. Su invocación a Dios fue la siguiente:
– Señor: tú, en tiempo de Ezequías, rey de Judá, enviaste a tu ángel y exterminó a ciento ochenta y cinco mil del campamento de Senaquerib. Señor de los cielos: envíanos ahora un ángel que nos preceda sembrando un terrible pánico. Que la grandeza de tu brazo quebrante a los que han llegado blasfemando contra tu pueblo santo.
Así terminó. Mientras los de Nicanor avanzaban al son de trompetas y cantos de guerra, los de Judas trabaron combate con el enemigo entre invocaciones y rezos; y luchando con las manos, pero orando a Dios con el corazón, dejaron tendidos por lo menos a treinta y cinco mil. Y rebosaron de alegría por la intervención manifiesta de Dios. Acabada la contienda, cuando volvían llenos de gozo, descubrieron a Nicanor muerto, con la armadura puesta. En medio del griterío y el alboroto alababan al Señor en la lengua materna. Después, el que se había entregado entero, en cuerpo y alma, combatiendo en el primer puesto por sus conciudadanos, el que nunca había perdido el afecto de su juventud para con sus compatriotas, ordenó cortar la cabeza y un brazo entero a Nicanor, y ordenó que los llevaran a Jerusalén. Al llegar allí convocó a sus compatriotas y a los sacerdotes, y puesto de pie ante el altar mandó buscar a los de la fortaleza: les mostró la cabeza del infame Nicanor y la mano que aquel blasfemo, lleno de arrogancia, había extendido contra la santa morada del Todopoderoso; después cortó la lengua del impío Nicanor, y mandó que se la echaran a los pájaros en pedazos, y que su brazo fuera colgado frente al santuario como pago que merecía su locura. Todos levantaron los ojos al cielo, alabando al Señor glorioso:
–¡Bendito tú, que has guardado sin mancha tu lugar santo! Judas colgó de la fortaleza la cabeza de Nicanor, como prueba visible y manifiesta a todos de la ayuda del Señor. Y todos, de común acuerdo, decretaron no dejar pasar aquel día inadvertido, sino celebrar fiesta el día trece del duodécimo mes– en arameo, Adar– , la víspera del día de Mardoqueo.
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