II Macabeos 3, 1-40

° Mientras la ciudad santa gozaba de completa paz y las leyes eran guardadas a la perfección, gracias a la piedad del sumo sacerdote Onías y a su aversión al mal, sucedía que hasta los reyes veneraban el lugar santo y honraban el templo con magníficos regalos; a tal punto que Seleuco, rey de Asia, proveía con sus propias rentas a todos los gastos necesarios para el servicio de los sacrificios. Pero un tal Simón, del clan de Bilgá, nombrado administrador del templo, tuvo diferencias con el sumo sacerdote sobre el reglamento del mercado de la ciudad. No pudiendo imponerse a Onías, acudió a Apolonio, hijo de Traseo, gobernador por entonces de Celesiria y Fenicia, y le comunicó que el tesoro de Jerusalén estaba repleto de riquezas incontables; tanto que era incalculable la cantidad de dinero y resultaba desproporcionada a los gastos de los sacrificios; y que era posible transferir tales riquezas a manos del rey. En conversación con el rey, Apolonio le habló del tesoro del que había tenido noticia; entonces el rey designó a Heliodoro, el encargado de sus negocios, y le envió con la orden de traerse dichas riquezas. Heliodoro emprendió el viaje inmediatamente con el pretexto de inspeccionar las ciudades de Celesiria y Fenicia, aunque en realidad iba para ejecutar el proyecto del rey. Llegado a Jerusalén y acogido amistosamente por el sumo sacerdote de la ciudad, expuso el hecho de la denuncia e hizo saber el motivo de su presencia; preguntó si las cosas eran realmente así. El sumo sacerdote le manifestó que se trataba de depósitos para viudas y huérfanos, que una parte pertenecía a Hircano, hijo de Tobías, personaje de muy alta posición y, contra la calumnia del impío Simón, que el total era de doce mil kilos de plata y seis mil de oro; que de ningún modo se podía perjudicar a los que tenían puesta su confianza en la santidad del lugar y en la majestad inviolable de aquel templo venerado en todo el mundo. Pero Heliodoro, fiel a las órdenes del rey, mantenía de forma terminante que los bienes debían pasar al tesoro real. Fijó él la fecha y quería entrar para hacer el inventario de los bienes. No era pequeña la angustia en toda la ciudad: los sacerdotes, postrados ante el altar con sus vestiduras sacerdotales, suplicaban al Cielo, que había dado la ley sobre los bienes en depósito, que los guardara intactos para quienes se habían depositado. Ver la figura del sumo sacerdote partía el corazón, pues su aspecto y su color demudado manifestaban la angustia de su alma. Embargado por un miedo y temblor corporal, mostraba a los que le contemplaban el dolor que había en su corazón. La gente salía de las casas en tropel a una rogativa pública, ante el ultraje que iba a sufrir el lugar santo. Las mujeres, ceñidas de sayal bajo el pecho, llenaban las calles; de las jóvenes, que estaban recluidas en sus casas, unas corrían a las puertas, otras subían a los muros, otras se asomaban por las ventanas. Todas, con las manos tendidas al cielo, se unían a la súplica. Daba compasión aquella multitud revuelta y postrada y la angustia del sumo sacerdote sumido en honda ansiedad. Mientras ellos invocaban al Señor todopoderoso para que guardara intactos, completamente seguros, los bienes en depósito para quienes los habían confiado, Heliodoro intentaba llevar a cabo lo programado. Allí estaba con su escolta junto al tesoro, cuando el Soberano de los Espíritus y de toda Potestad se manifestó tan grandiosamente que todos los que se habían atrevido a aproximarse, pasmados ante el poder de Dios, se volvieron débiles y cobardes. Pues se les apareció un caballo montado por un jinete imponente y enjaezado con riquísimo arnés; lanzándose con ímpetu coceó a Heliodoro con sus patas delanteras. El jinete aparecía con una armadura de oro. Se le aparecieron además otros dos jóvenes de notable vigor, espléndida belleza y magníficas vestiduras, que, colocándose a ambos lados, le azotaban sin cesar, moliéndolo a golpes. Cuando Heliodoro cayó a tierra, rodeado de densa oscuridad, lo recogieron y lo pusieron en una litera. El que poco antes había entrado en el mencionado tesoro con un séquito numeroso y con toda su escolta, ahora era conducido por otros, pues era incapaz de valerse por sí mismo. Todos reconocieron claramente la soberanía de Dios. Mientras él yacía mudo y privado de toda esperanza de salvación, por la fuerza de Dios, otros bendecían al Señor que había glorificado maravillosamente su propio lugar; y el templo, lleno poco antes de miedo y turbación, rebosaba de gozo y alegría después de la manifestación del Señor todopoderoso. Algunos de los compañeros de Heliodoro instaron inmediatamente a Onías para que invocara al Altísimo para que concediera la gracia de vivir al que se encontraba a punto de dar el último suspiro. Temiendo el sumo sacerdote que acaso el rey sospechara que los judíos habían cometido algún atentado contra Heliodoro, ofreció un sacrificio por la salud de aquel hombre. Mientras el sumo sacerdote ofrecía el sacrificio de expiación, se aparecieron otra vez a Heliodoro los mismos jóvenes, vestidos con la misma indumentaria, y puestos en pie le dijeron: «Debes estar muy agradecido al sumo sacerdote Onías, pues por él el Señor te concede la gracia de vivir; y tú, que has sido azotado por el cielo, haz saber a todos la grandeza del poder de Dios». Dicho esto, desaparecieron. Heliodoro, después de ofrecer un sacrificio al Señor y de haber orado largamente a quien le había concedido la vida, se despidió de Onías y volvió al rey con sus tropas. Daba testimonio ante todos de las obras del Dios grande que él había contemplado con sus ojos. Y cuando el rey preguntó a Heliodoro a quién convendría enviar otra vez a Jerusalén, él respondió: «Si tienes algún enemigo o conspirador contra el Estado, mándalo allá y te lo devolverán molido a golpes, si es que salva su vida, pues te aseguro que aquel lugar está defendido por una fuerza divina. Porque el mismo que tiene su morada en los cielos, vela y protege aquel lugar; y a los que se acercan con malas intenciones, los hiere de muerte». Así sucedieron las cosas relativas a Heliodoro y a la conservación del tesoro.
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