INTRODUCCIÓN A LA

CARTA A LOS COLOSENSES

    Desde la relativa libertad de que gozaba en su prisión de Roma, San Pablo escribió esta carta a los colosenses entre los años 61-63. Era Colosas una ciudad de Frigia, situada a unos 200 km. de Éfeso, muy próxima a Laodicea. Aunque esta Iglesia, formada por cristianos que provenían en su mayoría de la gentilidad, no la fundó directamente San Pablo -se sirvió de un discípulo llamado Epafras (Col 1:7)-, sí estaba muy al tanto de lo que en ella sucedía.

    La ocasión que da lugar a la carta fue precisamente una visita de Epafras a Roma, donde informó al Apóstol ampliamente de las doctrinas erróneas que se habían introducido últimamente entre los colosenses y que amenazaban seriamente a la fe y a la misma moral. Los falsos doctores enseñaban una serie de prácticas mosaicas ya superadas; entre ellas, la observancia de la ley sabática, la distinción entre alimentos puros e impuros, además de la doctrina, por ellos exagerada, sobre los ángeles como mediadores entre Dios y los hombres. Esto, sin otra explicación, suponía un grave riesgo para la doctrina verdadera sobre la mediación única de Jesucristo.

    San Pablo aprovecha esta oportunidad para instruir a los colosenses y reafirmar en ellos la buena doctrina, es decir, la de la supremacía absoluta de Jesucristo como principio y fin de todo lo creado. El es verdaderamente Creador, Conservador y Redentor, pues es antes que todas las cosas, ya que en él habita la plenitud de la divinidad. Por eso afirma que «en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, ya sean los tronos o las dominaciones, los principados o las potestades. Todo ha sido creado por él y para él» (Col 1:16).

    De otra parte, por medio de su sangre derramada en la Cruz, Jesucristo ha sido constituido mediador universal, para reconciliar a todos los hombres con Dios. Esto le hace cabeza suprema de su Iglesia. De ahí proviene para el cristiano la savia o nueva vida, que ha de informar todos sus actos; vida que exige, por ser participación de la de Cristo resucitado, morir al hombre viejo, es decir, rechazar la vida mundana, propia de quienes no conocen a Cristo.

    No es, por tanto, en los alimentos o en lo meramente exterior al hombre en lo que se han de fijar, sino en lo más profundo de su ser, en su mismo corazón; este marcará la rectitud de su vida. De ahí el programa que propone el Apóstol: «Desechad (…) la ira, la indignación, la malicia, la blasfemia y la obscena conversación (…). Revestíos, por tanto, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros, perdonándoos mutuamente» (Col 3:8-13).