INTRODUCCIÓN A LA

CARTA A LOS FILIPENSES

    En Filipos, ciudad situada al norte del mar Egeo, denominada así por Filipo, padre de Alejandro Magno (360 a.C.), fundó San Pablo la primera Iglesia cristiana de Europa, allá por el año 51, con ocasión de su segundo viaje apostólico. Después de varios años de permanencia entre los filipenses, fueron estos objeto de especial predilección por parte del Apóstol, en justa correspondencia al cariño y veneración que ellos le mostraron en todo momento. No le importó a San Pablo sufrir por los filipenses azotes y hasta prisión, como lo hace constar San Lucas expresamente (Hch 16:22-24). A estas pruebas correspondieron los filipenses enviando a Epafrodito a Roma, con objeto de que cuidara de San Pablo, preso entonces por el Señor. Este gesto produjo en el Apóstol, tan sensible a los detalles de afecto y mistad, una alegría inmensa. Pero Epafrodito, de gran ayuda en un principio, se sintió pronto aquejado de una grave enfermedad. Una vez curado, aunque quizás no repuesto del todo, quiso San Pablo que volviera a Filipos.

    Al marcharse, Epafrodito fue portador de esta carta a los Filipenses, escrita quizás en Roma durante la cautividad del 61 al 63. En la carta no se da propiamente un planteamiento dogmático, ni aborda San Pablo en ella temas apologéticos: expresa sencillamente su agradecimiento a Dios Padre, así como a los filipenses por la solicitud que le mostraron; estos, gracias a su buen corazón, nunca le hicieron sufrir, antes bien, siempre le proporcionaron alegrías y consuelos.

    La carta, que rebosa de gozo, viene a ser como un desahogo del Apóstol en conversación íntima y confiada con sus hijos. Lleno de ternura, consuela y anima, a la vez que les exhorta a que corran como buenos atletas de Cristo hasta alcanzar la meta: la santidad.

    En medio de este carácter eminentemente familiar de la carta, San Pablo -inspirado por el Espíritu Santo- escribe uno de los capítulos más profundos de su cristología, cuando propone a Cristo como modelo de humildad y abnegación (Flp 2:6-8). Todo el himno es un testimonio bien expresivo de la fe vivida desde el principio en la preexistencia divina de Jesús, el Verbo de Dios encarnado.