INTRODUCCIÓN AL EVANGELIO

SEGÚN SAN JUAN

    El apóstol San Juan, hijo del Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago el Mayor, era probablemente natural de Betsaida, ciudad de Galilea, junto al lago de Genesaret. Allí ejercía con su familia, de buena posición, el oficio de pescador. Fue inicialmente, desde muy joven, discípulo del Bautista, y después del Maestro. Siguió a Jesús cuando oyó hablar de él (Jua 1:36). Esa misma tarde -así lo relata él mismo-, después de seguir por la ribera del lago a Jesús y preguntarle dónde vivía, se quedó largas horas con él (Jua 1:38-39). Tras aquel diálogo encendido, del que ya nunca se olvidará, dejó a su padre y se entregó por entero a la misión para la que el Señor le llamaba (Mar 1:20). Tendría entonces unos veinte años.

    Su vida fue, desde ese momento, de una exquisita fidelidad al Señor. Su amor joven, entero, apasionado por las cosas de Dios, le valió tanto a él como a su hermano el fuerte apelativo de «hijos del trueno» (Mar 3:17). No repara en obstáculos. Al pie de la cruz solo encontramos a Juan, junto a la Virgen María y a las santas mujeres que la acompañaban (Jua 19:25-27). La confianza de Jesús en el amor indiviso de Juan es tal, que no duda en entregarle a su Madre Santísima poco antes de morir.

    Por la tradición de la Iglesia sabemos -así lo atestigua San Policarpo- que de Palestina marchó Juan a Éfeso. Perseguido, fue condenado por el emperador Domiciano y desterrado en la isla de Patmos, donde escribió el Apocalipsis. Una vez muerto el emperador, vuelve el año 96 a Éfeso. Allí escribe las tres Cartas y el Evangelio. Esto sucedía a comienzos del imperio de Trajano (98-117).

    San Juan es el autor inspirado del cuarto Evangelio. Esto lo reconoce explícitamente la Tradición, y de ella dan fe entre otros Papías, San Ireneo, el Fragmento de Muratori, Clemente de Alejandría, Tertuliano y Orígenes. El mismo texto también lo confirma: así, la familiaridad del autor con las costumbres judías y su interés por hacer ver que las profecías del AT se han cumplido: la purificación en el Templo, la entrada de Jesús en Jerusalén, la incredulidad de los judíos, la distribución de los vestidos del Señor y el sorteo de su túnica, la lanzada en el costado, la descripción en primera persona, tan viva y real de muchos relatos. Y el mismo conocimiento de la topografía de Jerusalén: sabe que el pórtico de Salomón forma parte del Templo, que en el pretorio existe el Litóstrotos o Gabbata, que la piscina de Betzeta tiene cinco pórticos y está junto a la puerta de las ovejas. Y, por último, la abundancia de detalles que dan a la narración ese frescor y sabor original, que solo puede proceder de quien ha sido testigo ocular de la misma.

    A esto se ha de añadir que mientras los Sinópticos mencionan a San Juan expresamente (tres veces San Mateo, siete San Lucas y nueve San Marcos), el cuarto Evangelio silencia por completo su nombre, así como toda referencia a su familia, salvo una vez en la que habla de los hijos de Zebedeo (Jua 21:2). Como, por otra parte, el autor parece esconder su verdadera personalidad bajo la forma literaria de «aquel a quien Jesús amaba» (Jua 13:23), y esto solo podía decirlo uno de los tres apóstoles más íntimos del Señor (Pedro, Santiago y Juan; Mat 17:1-2; Mar 14:33), puede concluirse que este discípulo es Juan, porque Santiago había muerto ya (el año 44 bajo el reinado de Agripa), y Pedro era el que preguntaba (Jua 13:24) y había muerto también martirizado en Roma, en la persecución desencadenada por Nerón el año 64.

    La intención de San Juan al escribir su Evangelio -bajo el carisma de la inspiración- es bien precisa. Los milagros o signos han sido escritos para que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengamos vida en su nombre (Jua 20:31). Desea robustecer la fe de aquellos primeros cristianos desparramados por las nacientes Iglesias de Asia, expuestos al peligro entonces latente de ciertas desviaciones e incluso errores doctrinales sobre la Persona y obra de Jesucristo. Sin vacilar, pone por escrito lo que es punto central de la fe cristiana: que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios encarnado. En su exposición emplea casi el mismo esquema que seguían los demás Apóstoles en su predicación oral (Hch 10:36-43), aunque completa, no obstante, lo dicho en los Evangelios sinópticos, que ya conocía. Como en ellos, no se encuentra aquí una biografía completa de la vida de Jesús, ya que San Juan selecciona (Jua 21:25) solo aquello que le ayuda a explicar la verdad principal que ha de dar a conocer a sus lectores.

    Con este fin articula su Evangelio en un prólogo y dos partes principales:

    El prólogo (Jua 1:1-18) contiene una revelación de la máxima trascendencia desde el punto de vista doctrinal. El Verbo se presenta como eterno, distinto del Padre, y a la vez idéntico con Él por ser de su misma naturaleza divina. El Verbo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, además de ser eterno y consustancial con el Padre, es creador del mundo, junto con el Padre, por quien todo ha sido hecho. El Verbo, finalmente, se encarna, se hace hombre, para salvar a los hombres: es Jesús de Nazaret, que habita entre nosotros lleno de gracia y de verdad.

    La primera parte de este evangelio (Jua 1:1-51; Jua 2:1-25; Jua 3:1-36; Jua 4:1-54; Jua 5:1-47; Jua 6:1-71; Jua 7:1-53; Jua 8:1-59; Jua 9:1-41; Jua 10:1-42; Jua 11:1-57; Jua 12:1-50; Jua 13:1-38) presenta principalmente la revelación de Jesús como Mesías, aquel que durante tantos siglos había sido esperado por el pueblo de Israel. Para probar esta afirmación, San Juan se sirve de una serie de signos a los que concede gran importancia y desarrolla en detalle.

    La segunda parte (Jua 13:1-38; Jua 14:1-31; Jua 15:1-27; Jua 16:1-33; Jua 17:1-26; Jua 18:1-40; Jua 19:1-42; Jua 20:1-31; Jua 21:1-25) se desarrolla en tres actos: Última Cena, Pasión y Muerte, y Resurrección del Señor, en los que se realiza el plan salvador encomendado a Jesús por su Padre. El hilo conductor que los une no es otro que el amor infinito de Dios por sus criaturas, del cual brota finalmente la alegría inmensa de la Resurrección.