INTRODUCCIÓN AL EVANGELIO

SEGÚN SAN MARCOS

    La tradición más antigua de la Iglesia es unánime en atribuir el segundo Evangelio a San Marcos, discípulo e intérprete de San Pedro. Dice el historiador Eusebio que Papías, discípulo de San Juan, hacia el año 125 dejó escrito: «Marcos, habiendo sido el intérprete de Pedro, escribió exactamente, aunque no con orden, cuanto recordaba de las cosas dichas o hechas por el Señor. Él, en efecto, no había oído al Señor ni había andado con él, sino que más tarde, como he dicho, anduvo con Pedro. Este daba las instrucciones según exigían las circunstancias, pero sin intentar hacer un relato ordenado de las sentencias del Señor, así que Marcos no incurrió en defecto alguno escribiendo ciertas cosas tal como las recordaba. Pues solo una cosa le importaba: no omitir nada de lo que había oído, y no consignar nada que no fuera verdad» (Historia Eclesiástica, III, 39, 15).

    De la vida de San Marcos sabemos que había nacido en Jerusalén y que su madre se llamaba María. Su casa sirvió a los Apóstoles de lugar de reunión. Precisamente en ella se refugió San Pedro al ser liberado milagrosamente de la cárcel (Hch 12:12). Es probable que allí bautizara también el mismo apóstol a Marcos, a quien llama su hijo (1Pe 5:13), e incluso existe la opinión bastante fundada de identificar esa casa con el Cenáculo.

    Marcos acompañó a San Pablo en su primer viaje apostólico (hacia el año 45), pero no llegó a terminarlo porque -no se sabe con exactitud la razón- regresó desde Perge de Panfilia a Jerusalén (Hch 13:13). Poco después, con ocasión del segundo viaje, se unió a Bernabé, primo suyo, y años después siguió a San Pedro, de quien oyó de viva voz todo cuanto se refiere a «los dichos y hechos del Señor». De esta ocasión se sirvió el Espíritu Santo para inspirarle el Evangelio que lleva su nombre, escrito probablemente en una fecha próxima al año 60.

    Marcos se dirige a los cristianos que, procedentes de la gentilidad, viven en Roma, aunque como bien sabemos el Evangelio tiene -por ser anuncio o buena nueva de salvación para todas las gentes- entraña universal. Su propósito no es tanto demostrar que Jesús es el Mesías prometido, como ya lo había hecho Mateo al escribir para judíos, sino más bien narrar los hechos de la vida de Cristo tal como él los había oído directamente de San Pedro. El énfasis, por tanto, lo pondrá en aquellos hechos o milagros que mejor podían ilustrar a los cristianos de Roma, y que servían para poner de manifiesto la divinidad de Jesús, en quien ellos ya creían.

    Y lo hace llanamente, con gran sencillez, sin especiales preocupaciones por el estilo literario ni por el orden cronológico en que tuvieron lugar los hechos. Narra los acontecimientos con la vivacidad y frescura con que sucedieron, elevando de continuo al lector al plano sobrenatural desde el que podrá entender mejor todo cuanto hizo y enseñó Jesús.

    Es tal la insistencia de Marcos en los milagros del Señor, que omite, por ejemplo, el Sermón de la Montaña y muchas de las parábolas en las que Jesús enseña aspectos doctrinales sobre la organización y vida de la Iglesia. Por esta razón se ha denominado a este evangelio como «el Evangelio de los Milagros». A pesar de la brevedad de su texto (16 capítulos), recoge prácticamente la mayoría de los milagros de la vida de Jesús referidos por los otros evangelistas, a los que añade dos que le son propios: el de la curación del sordomudo (Mar 7:31-37) y el del ciego a quien Jesús cura poniendo saliva en sus ojos (Mar 8:22-26).

    El evangelio de San Marcos pone de manifiesto -ésta es parte de su revelación- que la realización de los milagros (curación de enfermos, dominio sobre las fuerzas naturales, imperio sobre los espíritus inmundos, etc.) se debe a que Jesucristo es el Hijo de Dios, dominador y supremo Señor de todo lo creado. No puede extrañar así que quien lea el Evangelio con espíritu de fe y penetre en las realidades sobrenaturales que contiene, exclame lleno de admiración: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mar 15:39).

    Desde esta cumbre de la filiación divina se pone de relieve lo que es central en la vida de Jesucristo: su Redención. Quizá por esto llame aún más la atención y sorprenda a los lectores ver cómo a pesar de los milagros tan palpables obrados por Jesús, a plena luz del día y en presencia de multitudes, fuera no obstante rechazado por los mismos a quienes venía a salvar, hasta azotarle, coronarle de espinas y, finalmente, condenarle a muerte de cruz, como si se tratara de un criminal.

    En una primera mirada podría considerarse este final como el gran fracaso de Jesucristo; pero -explica San Marcos- era necesario que Cristo padeciera estas ignominias para rescatar así a los hombres de la esclavitud del pecado (Mar 10:45). Equivocado estaba, por tanto, el pueblo judío al esperar a un Mesías guerrero y victorioso a lo humano, como si se tratara de un libertador. No supieron ver ni entender al Siervo manso y humilde, ya profetizado por Isaías, que venía para servir y no para ser servido; que quiso salvarnos a los hombres por medio del dolor. El aparente fracaso de Jesús se torna así en su triunfo: es el triunfo de su Resurrección, el milagro por excelencia, que pone de manifiesto tanto su divinidad como la aceptación, por parte del Padre, de su sacrificio redentor.