INTRODUCCIÓN A LAS

CARTAS DE SAN PABLO

    Después de los Hechos de los Apóstoles aparecen en el NT las Cartas de San Pablo, libros inspirados y, por tanto, canónicos, reconocidos como tales por el Magisterio de la Iglesia. Todos ellos salieron de la pluma del Apóstol como complementos de su vasta predicación, unas veces para exhortar e instruir, otras, para amonestar o aclarar puntos de especial dificultad doctrinal, tan necesarios para la vida de aquellas primeras comunidades cristianas.

    San Pablo es el escritor sagrado mejor conocido de todo el NT. Ya los Hechos de los Apóstoles dedicaban casi por entero dos terceras partes de su texto a relatarnos su vida, lo cual nos permite, junto con la información que suministran las Cartas, llegar a conocer con detalle el ambiente que vivió en su juventud, su conversión y, finalmente, su extraordinario apostolado entre los gentiles.

    Por lo que se refiere a su persona, sabemos que San Pablo nació en Tarso de Cilicia, de padres judíos, celosos y fieles cumplidores de la ley (Hch 23:6). Su primera educación fue hebrea, aunque aprendió también el griego y se inició en la cultura helénica. El hecho mismo de usar indistintamente dos nombres, Saulo y Pablo, refleja este doble ambiente cultural, así como la doble faceta de su personalidad. Ya en Jerusalén, bajo la dirección de Gamaliel (Hch 22:3), hombre de gran rectitud religiosa y moral, completó su formación religiosa y practicó por entero la doctrina farisea (Hch 26:5).

    La visión en el camino de Damasco (Hch 9:1 ss.) transformó radicalmente su vida. Su conversión no fue consecuencia de un simple proceso natural, psíquico o emotivo. Esta se debió a una gracia especialísima de Dios, que como él mismo confiesa (Flp 3:12) le alcanzó por entero. A partir de ese momento, todo su celo por Dios y el prójimo se traducirá en una vida de completa abnegación.

    Tres fueron en total sus viajes apostólicos. El primero (años 45-49) tuvo lugar después de haber sido elegido para esa misión por el Espíritu Santo. Junto con Bernabé (Hch 13:2) se dirige a predicar a los gentiles, y para eso recorre la isla de Chipre, Perge de Panfilia, Antioquía de Pisidia y tres ciudades de Licaonia: Iconio, Listra y Derbe. A pesar de las muchas dificultades que tiene que afrontar, casi todas procedentes de la resistencia de los judíos, a quienes predicaba en primer lugar, deja asentada entre los gentiles conversos la primera comunidad cristiana de aquellas tierras.

    A la vuelta de este primer viaje tiene lugar el concilio de Jerusalén (Hch 15:1 ss), que dirime la cuestión planteada por los judaizantes sobre la obligación de la ley mosaica para los cristianos procedentes de la gentilidad. El acuerdo al que llegan, ratificado por Pedro, Santiago y Juan, confirma en su apostolado a Pablo y Bernabé, y establece que no es necesaria la práctica de la ley antigua para entrar en la Iglesia.

    El segundo viaje (años 50-52) lo emprende San Pablo después del concilio de Jerusalén. Le acompaña Silas. Desde Antioquía cruza Cilicia y visita en Licaonia la Iglesia fundada por él en aquella ciudad durante su primer viaje. En Listra se le une Timoteo. Atraviesa Frigia y Galacia, donde a pesar de encontrarse enfermo predica el Evangelio. El Espíritu Santo le conduce a Tróade y de allí a Europa, pasando por Macedonia, donde funda las Iglesias de Filipos, Tesalónica y Berea. Por la fuerte oposición que encuentra entre los judíos, parte hacia Corinto, donde predica durante año y medio. En esta ciudad coincide con Áquila y Priscila, matrimonio judío que ha sido expulsado de Roma por la persecución de Claudio. En este período de Corinto, antes de regresar a Antioquía, escribe las dos cartas a los Tesalonicenses, consideradas como los primeros libros canónicos del NT.

    El tercer viaje (años 53-58) lo inicia el Apóstol desde Antioquía. Cruza por Frigia y Galacia hasta llegar a Éfeso, donde permanece desde el 54 al 57. Allí escribe la carta a los Gálatas y la primera a los Corintos. De Éfeso pasa a Macedonia, donde escribe la segunda carta a los Corintios. En el invierno del 57 al 58 llega a Corinto, meta final de su tercer viaje por Oriente. En esta ciudad escribe la carta a los Romanos.

    Finalmente, acusado por los judíos, Pablo es encarcelado en Jerusalén y conducido bajo arresto a Cesarea, donde permanece dos años. Al no conseguir su libertad, después de someterse a los interrogatorios de los procuradores Félix y Festo, apela al Cesar por su condición de ciudadano romano. A finales del año 60 parte para Roma, y allí permanece en prisión por espacio de otros dos años. A pesar de ello, predica con entera libertad el Evangelio, con la fuerza y el vigor que le caracterizan. Durante esta primera cautividad romana (años 61-63) escribe las cartas a Colosenses, Efesios, Filemón y quizá también Filipenses, conocidas como Cartas de la Cautividad.

    Por lo que deja entrever San Lucas al final de los Hechos, al cabo de estos dos años San Pablo queda libre, y fue entonces cuando debió de realizar el tan deseado viaje a España, quizá en el mismo año 63. A su vuelta es probable que hiciera también su último viaje por Oriente, según el testimonio de la primera carta a Timoteo y la carta a Tito, escritas en Macedonia. Por la segunda carta a Timoteo tenemos noticia de su segunda cautividad, y por la tradición más antigua sabemos que fue precisamente en Roma donde, el año 67, recibió finalmente su martirio.

    

INTRODUCCIÓN A LA

CARTA A LOS ROMANOS

    Esta carta, escrita por San Pablo en Corinto hacia el año 58, es sin duda la más didáctica de todas y la de mayor profundidad doctrinal, así como la más depurada por su belleza y estilo. Representa una síntesis -no completa, desde luego- de la octrina cristiana, en relación con el plan de salvación que Dios se propuso realizar tras la caída de nuestros primeros padres.

    Los destinatarios de la carta son cristianos de Roma, a quienes San Pablo se propone visitar aprovechando su viaje a España (Rom 15:24).

    El fin que le mueve a escribir es anunciarles el Evangelio de Dios (Rom 1:1), misión para la cual había sido elegido por el Señor. En este caso se dirige a unos cristianos que en su mayor parte procedían de la gentilidad y que, por influjo de ciertas doctrinas erróneas, corrían ahora el riesgo de caer en la herejía. Esto era debido principalmente a que unos judíos residentes en Roma defendían a ultranza que la salvación procedía de la ley de Moisés, mientras que la doctrina predicada por el Apóstol se fundamentaba en la fe en Jesucristo, sin necesidad de practicar las obras de la ley mosaica. Conocida esta situación por San Pablo, consideró que había llegado el momento de precisar teológicamente la doctrina y deshacer los posibles errores.

    La carta se divide en dos partes: una dogmática, centrada en la justificación (Rom 1:18 al Rom 11:36), y otra moral (Rom 12:1-21; Rom 13:1-14; Rom 14:1-23; Rom 15:1-33), dedicada principalmente a precisar los deberes de la vida cristiana.

    Por lo que se refiere a la Justificación (= salvación), San Pablo parte de una realidad: todos los hombres, no solo los gentiles sino también los judíos, son pecadores (Rom 3:23) y están privados, por tanto, de la gloria de Dios. Los paganos, por su culpable idolatría, fueron abandonados de Dios y por eso cayeron en pecados aún más graves, hasta llegar a pervertir el uso natural por el que es contra naturaleza (Rom 1:26). Ahogaron la voz de su propia conciencia, desoyendo con insensatez la ley impresa por Dios en sus corazones (Rom 1:18-32) al no querer remontarse desde las criaturas al artífice y Creador de todas ellas. Por su parte, los judíos también se alejaron de Dios (Rom 2:17 ss.), a pesar de las gracias y privilegios que habían recibido. Entre otros, contaban con la ley de Moisés que preparaba el camino para la llegada del Salvador. Conocían por esa Ley la voluntad divina, y así la enseñaban a los demás; pero ellos, en su mayoría, no la practicaban, lo cual, lejos de librarles del juicio divino, les hacía aún más responsables.

    Para salir de esta situación de pecado y alcanzar la salvación, tantos gentiles como judíos no tenían otro camino que el de la fe en Jesucristo. El, con su muerte y resurrección, se ha hecho justicia por nosotros (Rom 4:25), de manera que mediante la fe en él (Rom 4:5) seamos justificados. San Pablo recurre al ejemplo de Abraham, quien mediante su fe, y sin necesidad de las obras (antes de la circuncisión), fue justificado.

    En San Pablo, justicia y justificación son términos que hacen relación a la cancelación de un estado previo de injusticia (Rom 1:18; Rom 1:29; Rom 2:8; Rom 3:5), o lo que es lo mismo, de pecado. La justificación operada por Jesucristo equivale así al perdón de los pecados, los de toda la humanidad. Es lo que se llama redención objetiva (Rom 5:15), por cuanto supone, gracias a los méritos de Cristo Jesús, la destrucción misma del pecado (Rom 6:6). Pero no basta con esto; es necesario que nos apliquemos sus frutos personalmente -redención subjetiva- si queremos vernos libres del pecado llamado original. Esto se consigue mediante la fe y el Bautismo, por el cual morimos al «hombre viejo» y renacemos en Jesucristo a una vida nueva (Rom 6:4-11).

    Esta nueva vida nos hace verdaderamente hijos de Dios, al participar por medio de la gracia de su misma vida divina (Rom 8:11).

    Por esta razón, la vida del cristiano está dominada toda ella por la idea de santidad y justificación, términos equivalentes en lo personal a los de justicia y justificación. Esta santidad exige del cristiano un esfuerzo por identificarse con Jesucristo y por reconducir hacia Dios todo aquello que antes estaba sometido a la ley del pecado, hecho profano y, por tanto, alejado de Dios (Rom 6:19; Rom 6:22; Rom 15:16). De ahí ese gemido estremecedor de las criaturas que aguardan con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8:19-22).

    Los deberes del cristiano, ya en la segunda parte de la carta (Rom 12:1-21; Rom 13:1-14; Rom 14:1-23; Rom 15:1-33), son pura consecuencia de estos principios, principalmente los derivados de la filiación divina. En el mundo en que vive y del que forma parte, el cristiano ha de dar ejemplo de humildad y sencillez, tal como conviene a quien sabe que todo lo bueno que tiene lo ha recibido de Dios (Rom 12:3). Debe vivir la caridad con todos, sin hipocresías, comprendiendo y perdonando, sabiendo devolver siempre bien por mal (Rom 12:9). Obedecerá con gusto a la autoridad legítimamente constituida, pues este es el querer de Dios (Rom 13:1). No juzgará a su prójimo, si no tiene una especial obligación (Rom 14:10); antes bien, sufrirá con gusto en sí mismo las deficiencias de los más débiles (Rom 15:1), imitando también en esto el ejemplo de Jesucristo.