CARTAS CATÓLICAS

    

INTRODUCCIÓN A LAS

CARTAS CATÓLICAS

    Las siete cartas apostólicas que, desde Orígenes, Eusebio y San Jerónimo, se conocen con el sobrenombre de «católicas», son las siguientes: una de Santiago, dos de San Pedro, tres de San Juan y una de San Judas. El título obedece principalmente al hecho de que no van dirigidas a una Iglesia particular, sino a los cristianos en general, a modo de cartas circulares o encíclicas.

    

INTRODUCCIÓN A LA

CARTA DE SANTIAGO

    Admitida como canónica desde el siglo II, esta carta es atribuida a Santiago, hijo de Cleofás y de María, hermana de la Virgen. Para distinguirlo del otro Santiago, hijo del Zebedeo (Mat 10:2-4), se le ha llamado «el Menor» y también «el hermano (= primo) del Señor» (Mat 13:55). Por los Hechos sabemos que gozaba de una gran autoridad en la Iglesia de Jerusalén (Hch 15:13-21). San Pablo lo presenta como una de las columnas de la Iglesia (Gál 2:9) y lo incluye de modo destacado entre aquellos a quienes se apareció el Señor después de su Resurrección (1Co 15:7).

    El apóstol Santiago fue, en efecto, obispo de Jerusalén hasta su muerte (año 62). Poco antes, hacia el año 60, escribió su carta. En ella muestra una gran familiaridad con el AT y con las enseñanzas del Señor derivadas del Sermón de la Montaña, que transmite en un estilo literario culto, de gran elegancia. Se propone llegar, como él mismo dice, «a las doce tribus de la dispersión» (Stg 1:1), esto es, a los cristianos de origen judío dispersos por el mundo grecorromano, con objeto de animarles a soportar con fortaleza las persecuciones y a practicar las virtudes cristianas, especialmente la paciencia en las tribulaciones (Stg 1:1-12) y el dominio de la lengua (Stg 1:26; Stg 3:1-18), medio indispensable para vivir la justicia y la caridad.

    Concede especial importancia a la atención de los más pobres o humildes, los predilectos del Señor (Stg 1:9; Stg 2:9), y advierte que se evite siempre todo lo que pueda suponer acepción de personas por razón de la situación social o económica en que se encuentren. Por contraste, recrimina con fuerza a los ricos (Stg 5:1 ss), es decir, a los ambiciosos o avaros, porque no solo emplean mal sus riquezas, sino que incluso defraudan al obrero sustrayéndole injustamente su propio salario.

    Todos estos avisos y consejos acompañan a lo que es punto central de la carta: que la fe, si no se manifiesta en obras, está muerta (Stg 2:17), puesto que «por las obras se justifica el hombre y no solo por la fe» (Stg 2:24). Desde Lutero, que desacreditó esta carta por oponerse a su falsa doctrina de la fe sin las obras, muchos han querido ver en ella una contradicción con la enseñanza de San Pablo, según la cual «el hombre no se justifica por las obras de la Ley, sino por la fe» (Gál 2:16; Rom 3:20). ¿Hay verdadera contradicción entre ellos? Puede afirmarse que esta solo es aparente, ya que por el simple contexto se observa que Santiago -que conocía Gálatas- quiere puntualizar y hablar de las obras buenas recomendadas por Jesús en el Sermón de la Montaña, porque «no todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre» (Mat 7:21). San Pablo, por el contrario, se refiere a la antigua Alianza, para él superada, y se opone a la doctrina errónea de los judaizantes que exigían de los cristianos la observancia de las obras de la ley mosaica, como condición indispensable para alcanzar la salvación. No hay, por tanto, oposición entre ellos. La prueba la da el mismo Apóstol cuando habla de la «fe que actúa por la caridad» (Gál 5:6), y al decir que Dios «dará a cada uno según sus obras» (Rom 2:6).

    Por último, es de gran interés doctrinal también el pasaje referente al sacramento de la Unción de los enfermos (Stg 5:14-15), interpretado auténticamente por el Concilio de Trento. El apóstol Santiago promulga aquí lo que ya había sido instituido por Jesucristo como sacramento.