PROFETAS
Libros proféticos. El apelativo de profeta se ha aplicado en la Biblia a los grandes amigos de Dios que han desarrollado un papel decisivo en la historia del pueblo de Israel, ya sea como líderes carismáticos (Abrahán, Moisés, etc.) o como autores inspirados que escribieron esa historia a la luz de la inspiración divina (de Josué a los libros de los Reyes). La Biblia hebrea los denominó con el término genérico de «profetas anteriores», para distinguirlos de los profetas propiamente dichos, los cuales, a su vez, fueron catalogados como «profetas mayores», Isaías, Jeremías y Ezequiel, y los 12 «profetas menores».
«Elección, vocación y misión» podrían resumir la experiencia excepcional de Dios que lanzaron a estos hombres a enfrentarse con el pueblo en momentos decisivos de su historia, para denunciar el pecado, llamar a la conversión, avivar la fe, abrir un horizonte trascendente de esperanza e interpretar los signos de los tiempos a la luz de la revelación divina.
ISAÍAS
La profecía de Isaías. Isaías es el primero de los grandes profetas, cuya personalidad e impacto de su mensaje hizo que bajo su nombre y autoridad se reuniera una colección de escritos proféticos posteriores a su muerte y a su época, formando una obra de conjunto que nos ha sido transmitida como la «profecía de Isaías».
Durante siglos todo el escrito se atribuyó a un solo autor, a Isaías -que en hebreo significa «El Señor salva»-. Hoy día la obra aparece claramente dividida en tres partes: los capítulos 1-39 serían del profeta Isaías propiamente dicho; los capítulos 40-55, de un profeta anónimo que ejerció su ministerio, dos siglos más tarde, entre los desterrados de Babilonia, durante el ascenso de Ciro (553-539 a.C.), y al que conocemos como Isaías II o Deuteroisaías; finalmente, los capítulos 56-66 formarían una colección de oráculos heterogéneos perteneciente a la época del retorno del destierro y de la reconstrucción del templo, a la que se le ha dado el título de Isaías III o Tritoisaías.
A pesar de las diferencias entre sí y del largo período histórico que abarcan las tres partes de la obra (tres siglos), el conjunto del escrito aparece como un todo unitario, portador de un mismo espíritu profético y de una misma visión trascendente de la historia.
Isaías el profeta. De la persona de Isaías sólo sabemos lo que él mismo dice en su libro y lo que nos deja leer entre líneas: un hombre exquisitamente culto, de buena posición social, quien siguiendo quizás una tradición familiar ocupó un puesto importante en la corte real de Jerusalén. Hijo de un tal Amós, sintió la vocación profética en el año 742 a.C. «el año de la muerte del rey Ozías» (6,1).
Ya metido en su ministerio profético, se casó con una mujer designada como «profetisa» (8,3), de la que tuvo dos hijos, cuyos nombres simbólicos (7,3 y 8,3) se convierten en oráculo vivo sobre la suerte del pueblo. Toda su actividad profética se desarrolló en Jerusalén, durante los reinados de Ozías (Azarías), Yotán (739-734 a.C.), Acaz (734-727 a.C.) y Ezequías (727-698 a.C.).
Su época. En el terreno de la política internacional, el libro de Isaías nos trasmite los ecos de un período de angustia que discurre bajo la sombra amenazadora del expansionismo del imperio asirio. El año 745 a.C. sube al trono Tiglat Piléser III, consumado y creativo militar. Con un ejército incontrastable va sometiendo naciones con la táctica del vasallaje forzado, los impuestos crecientes, la represión despiadada. Sus sucesores, Salmanazar V (727-722 a.C.) y Senaquerib (704-681 a.C.), siguen la misma política de conquistas. Cae pueblo tras pueblo, entre ellos Israel, el reino del norte, cuya capital, Samaría, es conquistada (722 a.C.), a lo que seguiría, poco después, una gran deportación de israelitas y la instalación de colonos extranjeros en el territorio ocupado.
Mientras tanto, el reino de Judá que ha mantenido un equilibrio inestable ante la amenaza Asiria, se suma, en coalición con otras naciones y contra los consejos de Isaías, a un intento de rebelión, y provoca la intervención armada del emperador que pone cerco a Jerusalén. La capital se libra de modo inesperado: el invasor levanta el cerco, pero impone un fuerte tributo ( 2Re_18:14 ).
Mensaje religioso. Como escritor, Isaías es el gran poeta clásico, dueño de singular maestría estilística; amante de la brevedad, la concisión y las frases lapidarias. En su predicación al pueblo sabe ser incisivo, con imágenes originales y escuetas, que sacuden con su inmediatez.
La visión de la santidad y del poder universal de Dios que ha tenido en su llamada profética dominará toda su predicación. Verá la injusticia contra el pobre y el oprimido como una ofensa contra «el Santo de Israel», su nombre favorito para designar a Dios. Desde esa santidad, tratará de avivar la vacilante fe del pueblo.
A la soberanía de Dios se opone el orgullo de las naciones poderosas, orgullo que será castigado pues el destino de todas las naciones está en sus manos. Es justamente este orgullo -antítesis de la fe, de labrarse su propio destino a través de alianzas con potencias vecinas- el pecado de Judá que más denunciará y fustigará el profeta. Pero a pesar de las infidelidades del pueblo y sus dirigentes, Isaías abrirá un horizonte mesiánico de esperanza: Dios se reservará un «resto» fiel de elegidos, hará que perdure la dinastía de David y convertirá a Jerusalén en el centro donde se cumplirán sus promesas.
Isaías 45,1-25Investidura de Ciro. Ciro, rey persa que no conoce al Señor, es nombrado como «ungido» del Señor. Cuando el Antiguo Testamento habla de unción hace referencia a alguien que era consagrado especialmente para una tarea o una función determinada; así por ejemplo, se unge con el aceite al rey (2Sa_5:3), a los sacerdotes (Éxo_29:7), y a veces a los mismos profetas (1Re_19:16). En el caso de Ciro se trata de la unción para el ejercicio de la realeza, y la función o la tarea que se deriva de dicha unción es liberar a todos los cautivos que están en Babilonia y en otros lugares del imperio. Es un hecho que la política de Ciro contraste con los dos inmediatos antecesores: los asirios, sanguinarios, aplicaron una política de arrasamiento; los babilonios, aunque también destruían, utilizaron más la práctica de la deportación de grupos selectos económica, política y culturalmente fuertes, en orden a dejar las distintas colonias desprovistas de dirigentes; los persas, encabezados por Ciro, prefieren dejar a cada habitante en su lugar de origen, en orden a mantener más efectivamente su política de dominación mediante el sistema del tributo. De ahí que entre las primeras acciones de Ciro se cuenta el haber liberado no sólo a los israelitas que permanecían en exilio, sino a otros grupos procedentes de otras naciones.
Es cierto que en el caso de los israelitas parece que hubo cierta consideración y apoyo, incluso económico, para que los cautivos regresaran a su tierra. Pues bien, estos acontecimientos son leídos desde una perspectiva de fe en el Señor y su preocupación por el pueblo que Él se había elegido. Por eso Ciro no actúa en nombre propio; desde la óptica del profeta, es el Señor quien dirige los acontecimientos, valiéndose de todos los medios, incluso de una persona que no le conoce, como Ciro.
Para que no queden dudas sobre el poder único y exclusivo de Dios, encontramos repetidas veces a lo largo de este capítulo expresiones como «Yo soy el Señor, y no hay otro» o «fuera de mí no hay Dios». Esta concepción ya madura del monoteísmo teórico está respaldada por la fe en un único Dios que ha creado, Él solo, cielos y tierra, que ha puesto habitantes en la tierra para confiarles cada obra creada, primero a la humanidad, pero de un modo muy particular a Israel. Esta exclusividad del Señor se pone en contraste con los ídolos y dioses de los demás pueblos (16-25); la diferencia está en que sólo el Dios de Israel es creador, es salvador y sólo su Palabra es verdadera porque no confunde ni extravía.