Isaías 9 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 21 versitos |
1 El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa,
los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz.
2 Has acrecentado la alegría,
has aumentado el gozo:
gozan en tu presencia,
como se goza en la cosecha,
como se alegran
los que se reparten el botín.
3 Porque la vara del opresor,
el yugo de sus cargas,
su bastón de mando
los trituraste como el día de Madián.
4 Porque la bota
que pisa con estrépito
y la capa empapada en sangre
serán combustible, pasto del fuego.
5 Porque un niño nos ha nacido,
nos han traído un hijo:
lleva el cetro del principado
y se llama Consejero maravilloso,
Guerrero divino,
Jefe perpetuo, Príncipe de la paz.
6 Su glorioso principado y la paz
no tendrán fin,
en el trono de David y en su reino;
se mantendrá y consolidará
con la justicia y el derecho,
desde ahora y por siempre.
El celo del Señor Todopoderoso
lo realizará.
7

La ira del Señor
Jr 5; Am 4,6-12

El Señor ha lanzado
una amenaza contra Jacob,
ha alcanzado a Israel;
8 la entenderá el pueblo entero,
Efraín y los jefes de Samaría,
que van diciendo
con soberbia y presunción:
9 ¿Se cayeron los ladrillos?,
reconstruiremos con piedras talladas;
¿se derrumbó
el maderamen de sicómoro?,
lo reemplazaremos con cedro.
10 El Señor incitará
contra ellos al enemigo
y provocará a sus adversarios:
11 por delante Damasco,
por la espalda los filisteos
devorarán a Israel a boca llena.
Y, con todo, no se aplaca su ira,
sigue extendida su mano.
12 Pero el pueblo no se ha vuelto
al que lo hería, no ha buscado
al Señor Todopoderoso.
13 El Señor cortará a Israel
cabeza y cola,
palma y junco en un solo día.
14 El anciano honorable es la cabeza,
el profeta embaucador es la cola.
15 Los que guían a ese pueblo
lo extravían,
los que se dejan guiar
son aniquilados.
16 Por eso el Señor
no perdona a los jóvenes,
no se compadece
de huérfanos y viudas;
porque todos son impíos y malvados
y toda boca profiere infamias.
Y, con todo, no se aplaca su ira,
sigue extendida su mano.
17 Sí, la maldad
está ardiendo como fuego
que consume zarzas y cardos,
prende en la espesura del bosque,
y el humo se alza en torbellinos.
18 Con la ira del Señor arde el país,
y el pueblo es pasto del fuego: uno devora la carne de su prójimo y ninguno perdona a su hermano;
19 destroza a la derecha,
y sigue con hambre,
devora a izquierda, y no se sacia.
20 Manasés contra Efraín,
Efraín contra Manasés,
juntos los dos contra Judá.
21 Y, con todo, no se aplaca su ira,
sigue extendida su mano.

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Introducción a Isaías

PROFETAS

Libros proféticos. El apelativo de profeta se ha aplicado en la Biblia a los grandes amigos de Dios que han desarrollado un papel decisivo en la historia del pueblo de Israel, ya sea como líderes carismáticos (Abrahán, Moisés, etc.) o como autores inspirados que escribieron esa historia a la luz de la inspiración divina (de Josué a los libros de los Reyes). La Biblia hebrea los denominó con el término genérico de «profetas anteriores», para distinguirlos de los profetas propiamente dichos, los cuales, a su vez, fueron catalogados como «profetas mayores», Isaías, Jeremías y Ezequiel, y los 12 «profetas menores».
«Elección, vocación y misión» podrían resumir la experiencia excepcional de Dios que lanzaron a estos hombres a enfrentarse con el pueblo en momentos decisivos de su historia, para denunciar el pecado, llamar a la conversión, avivar la fe, abrir un horizonte trascendente de esperanza e interpretar los signos de los tiempos a la luz de la revelación divina.

ISAÍAS

La profecía de Isaías. Isaías es el primero de los grandes profetas, cuya personalidad e impacto de su mensaje hizo que bajo su nombre y autoridad se reuniera una colección de escritos proféticos posteriores a su muerte y a su época, formando una obra de conjunto que nos ha sido transmitida como la «profecía de Isaías».
Durante siglos todo el escrito se atribuyó a un solo autor, a Isaías -que en hebreo significa «El Señor salva»-. Hoy día la obra aparece claramente dividida en tres partes: los capítulos 1-39 serían del profeta Isaías propiamente dicho; los capítulos 40-55, de un profeta anónimo que ejerció su ministerio, dos siglos más tarde, entre los desterrados de Babilonia, durante el ascenso de Ciro (553-539 a.C.), y al que conocemos como Isaías II o Deuteroisaías; finalmente, los capítulos 56-66 formarían una colección de oráculos heterogéneos perteneciente a la época del retorno del destierro y de la reconstrucción del templo, a la que se le ha dado el título de Isaías III o Tritoisaías.
A pesar de las diferencias entre sí y del largo período histórico que abarcan las tres partes de la obra (tres siglos), el conjunto del escrito aparece como un todo unitario, portador de un mismo espíritu profético y de una misma visión trascendente de la historia.

Isaías el profeta.
De la persona de Isaías sólo sabemos lo que él mismo dice en su libro y lo que nos deja leer entre líneas: un hombre exquisitamente culto, de buena posición social, quien siguiendo quizás una tradición familiar ocupó un puesto importante en la corte real de Jerusalén. Hijo de un tal Amós, sintió la vocación profética en el año 742 a.C. «el año de la muerte del rey Ozías» (6,1).
Ya metido en su ministerio profético, se casó con una mujer designada como «profetisa» (8,3), de la que tuvo dos hijos, cuyos nombres simbólicos (7,3 y 8,3) se convierten en oráculo vivo sobre la suerte del pueblo. Toda su actividad profética se desarrolló en Jerusalén, durante los reinados de Ozías (Azarías), Yotán (739-734 a.C.), Acaz (734-727 a.C.) y Ezequías (727-698 a.C.).

Su época
. En el terreno de la política internacional, el libro de Isaías nos trasmite los ecos de un período de angustia que discurre bajo la sombra amenazadora del expansionismo del imperio asirio. El año 745 a.C. sube al trono Tiglat Piléser III, consumado y creativo militar. Con un ejército incontrastable va sometiendo naciones con la táctica del vasallaje forzado, los impuestos crecientes, la represión despiadada. Sus sucesores, Salmanazar V (727-722 a.C.) y Senaquerib (704-681 a.C.), siguen la misma política de conquistas. Cae pueblo tras pueblo, entre ellos Israel, el reino del norte, cuya capital, Samaría, es conquistada (722 a.C.), a lo que seguiría, poco después, una gran deportación de israelitas y la instalación de colonos extranjeros en el territorio ocupado.
Mientras tanto, el reino de Judá que ha mantenido un equilibrio inestable ante la amenaza Asiria, se suma, en coalición con otras naciones y contra los consejos de Isaías, a un intento de rebelión, y provoca la intervención armada del emperador que pone cerco a Jerusalén. La capital se libra de modo inesperado: el invasor levanta el cerco, pero impone un fuerte tributo ( 2Re_18:14 ).

Mensaje religioso. Como escritor, Isaías es el gran poeta clásico, dueño de singular maestría estilística; amante de la brevedad, la concisión y las frases lapidarias. En su predicación al pueblo sabe ser incisivo, con imágenes originales y escuetas, que sacuden con su inmediatez.
La visión de la santidad y del poder universal de Dios que ha tenido en su llamada profética dominará toda su predicación. Verá la injusticia contra el pobre y el oprimido como una ofensa contra «el Santo de Israel», su nombre favorito para designar a Dios. Desde esa santidad, tratará de avivar la vacilante fe del pueblo.
A la soberanía de Dios se opone el orgullo de las naciones poderosas, orgullo que será castigado pues el destino de todas las naciones está en sus manos. Es justamente este orgullo -antítesis de la fe, de labrarse su propio destino a través de alianzas con potencias vecinas- el pecado de Judá que más denunciará y fustigará el profeta. Pero a pesar de las infidelidades del pueblo y sus dirigentes, Isaías abrirá un horizonte mesiánico de esperanza: Dios se reservará un «resto» fiel de elegidos, hará que perdure la dinastía de David y convertirá a Jerusalén en el centro donde se cumplirán sus promesas.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Isaías 9,1-6Profecía mesiánica. Este corto poema lleno de esperanzas viene a continuación del anuncio de días aciagos para el pueblo. Es costumbre entre los profetas no compartir el entusiasmo general cuando se cree en un éxito total, sino recordar más bien las promesas divinas cuando todos se desesperan. Por más que haya habido una hostilidad permanente entre los judíos y los israelitas del norte, la destrucción del reino de Samaría no dejó de ser un duro golpe para el reino de Judá y Jerusalén. Isaías afirma que habrá un regreso de los deportados -no se trata de los judíos deportados a Babilonia en el siglo siguiente, sino de los israelitas desterrados al otro extremo de Asiria, al actual Afganistán-. Esa revancha de la historia será la obra del futuro rey o Mesías que Dios prometió a David, quien reunirá al final a ambas naciones israelitas, la del norte y la del sur.
Era usual que a los reyes se les proclamara con una serie de títulos similares a los que encontramos en el versículo 5. Isaías los vislumbra para el descendiente davídico que deberá encarnar las virtudes de sus antecesores. Más tarde, cuando no hubo más reyes en Israel, este pasaje se interpretó a la luz de Isa_7:14 y Miq_5:2s, en conexión directa con el nacimiento del Mesías. Sólo el someterse al poder de Dios garantiza un orden justo en la humanidad.
Nótese que la restauración y consolidación del pueblo de Dios no debe pensarse al margen de la equidad y la justicia, elementos que están a la base misma del surgimiento de Israel como pueblo; cuando esto falla, el Señor castiga (cfr. Éxo_20:5; Deu_4:24).


Isaías 9,7-21La ira del Señor. Este poema está conformado por tres dichos o mensajes; al final de cada uno se repite una especie de estribillo (11b. 16b. 21). Los tres se dirigen al reino del Norte, que, a pesar del golpe recibido por manos de los asirios, piensa en reconstruirse sin tener en cuenta al Señor, lo cual es considerado como un acto de soberbia. En ese panorama, tampoco el Señor se acordará de ellos, ni siquiera de los que están más cerca del corazón de Dios que son los huérfanos y las viudas. «Sigue extendida su mano», es una forma de denunciar la obstinación y la contumacia; pese a todo, el pueblo no se arrepiente ni cambia.