Jeremías  9 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 26 versitos |
1 ¡Quién diera agua a mi cabeza
y a mis ojos una fuente de lágrimas
para llorar día y noche
a los muertos de la capital!
2

Depravación de Jerusalén
5; 21,13s; Ez 22; Sal 55

– Quién me diera
un hogar en el desierto
para dejar a mi pueblo
y alejarme de ellos;
pues son todos unos adúlteros,
una banda de traidores;
3 tensan las lenguas como arcos,
dominan el país con la mentira
y no con la verdad;
van de mal en peor,
y a mí no me conocen
– oráculo del Señor– .
4 Guárdese cada uno de su prójimo,
no se fíen del hermano,
el hermano pone zancadillas
y el prójimo anda calumniando;
5 se estafan unos a otros
y no dicen la verdad,
entrenan sus lenguas en la mentira,
están depravados
y son incapaces de convertirse:
6 fraude sobre fraude,
engaño sobre engaño,
y rechazan mi conocimiento
– oráculo del Señor– .
7 Por eso así dice
el Señor Todopoderoso:
Yo mismo los fundiré y examinaré,
porque no puedo desentenderme
de la capital de mi pueblo:
8 su lengua es flecha afilada,
su boca dice mentiras,
saludan con la paz al prójimo
y por dentro le preparan una trampa.
9 Y de esto, ¿no les voy a pedir cuentas?
– oráculo del Señor– .
De un pueblo semejante,
¿no me voy a vengar?
10 Haré resonar por los montes
llantos y gemidos,
en las praderas del desierto
cánti cos fúnebres:
porque están requemadas,
nadie transita,
no se oye mugir el ganado,
aves del cielo y bestias
se han escapado.
11 Convertiré a Jerusalén en escombros,
en guarida de chacales,
arrasaré los pueblos de Judá
dejándolos deshabitados.
12

No sabios, sino plañideras

¿Quién es el sabio que lo entienda?
A quien le haya hablado el Señor,
que lo explique:
¿por qué perece el país
y se quema
como desierto intransitado?
13 Responde el Señor:
Porque abandonaron la ley
que yo les promulgué,
desobedecieron y no la siguieron,
14 sino que siguieron
a su corazón endurecido
y a los baales recibidos de sus padres.
15 Por eso así dice
el Señor Todopoderoso,
Dios de Israel:
Les daré a comer ajenjo
y a beber agua envenenada;
16 los dispersaré por naciones
desconocidas de ellos y sus padres,
les echaré detrás la espada
hasta que los consuma.
17 Así dice el Señor Todopoderoso:
Sean sensatos
y hagan venir plañideras,
traigan mujeres expertas;
18 que vengan pronto
y nos entonen un lamento,
para que se deshagan en lágrimas
nuestros ojos
y destilen agua nuestros párpados.
19 Ya se escucha el lamento en Sión:
¡Ay, estamos deshechos,
qué terrible fracaso!
Tuvimos que abandonar el país,
nos echaron de nuestras moradas.
20 Escuchen, mujeres,
la Palabra del Señor,
reciban sus oídos
la palabra de su boca.
Enseñen a sus hijas lamentaciones,
cada una a su vecina
este canto fúnebre:
21 Subió la muerte por las ventanas
y entró en los palacios,
arrebató al niño en la calle,
a los jóvenes en la plaza.
22 El Señor dice su oráculo:
Yacen cadáveres humanos
como estiércol en el campo,
como gavillas detrás del que cosecha,
que nadie recoge.
23 Así dice el Señor:
No se gloríe el sabio de su saber,
no se gloríe el soldado de su valor,
no se gloríe el rico de su riqueza;
24 quien quiera gloriarse,
que se gloríe de esto:
de conocer y comprender
que soy el Señor,
que en la tierra establece la lealtad,
el derecho y la justicia
y se complace en ellos
– oráculo del Señor– .
25 Miren que llegan días
– oráculo del Señor–
en que pediré cuentas
a todo circunciso:
26 a Egipto, Judá, Edom,
Amón, Moab
y a los beduinos de cabeza rapada.
Porque todos, lo mismo que Israel,
son incircuncisos de corazón.

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Introducción a Jeremías 

JEREMÍAS

La época. Sobre la época del ministerio de Jeremías estamos bastante bien informados gracias a los libros de Reyes y Crónicas, algunos documentos extrabíblicos y el mismo libro de Jeremías. Es una época de cambios importantes en la esfera internacional, dramática y trágica para los judíos. Durante la segunda mitad del siglo VII a.C. Asiria declina rápidamente, se desmorona y cede ante el ataque combinado de medos y persas. Josías, rey de Judá (640-609 a.C.), aprovecha la coyuntura para afianzar su reforma, extender sus dominios hacia el norte y atraer a miembros del destrozado reino del norte.
También se aprovecha Egipto para extender sus dominios sobre Siria y contrarrestar el poder creciente de Babilonia. Los dos imperios se enfrentan; el faraón es derrotado y cede la hegemonía a Babilonia. Josías, mezclado en rivalidad, muere en 609 a.C. En Judá comienza el juego de sumisión y rebelión que acabará trágicamente. La rebelión de uno de los reyes, Joaquín (609-598 a.C.) contra el pago del tributo, provoca la primera deportación de gente notable a Babilonia y el nombramiento de un rey sumiso, Sedecías. La rebelión de éste, provoca el asedio, la matanza y la gran deportación (586 a.C.). Judá deja de existir como nación soberana.

El profeta Jeremías. Pocas personalidades del Antiguo Testamento nos resultan tan conocidas y próximas como el profeta Jeremías, nacido en Anatot, pueblo de la tribu de Benjamín, a mediados del siglo VII a.C. A Jeremías lo conocemos a través de los relatos, de las confesiones en las que se desahoga con Dios, por sus irrupciones líricas en la retórica de la predicación. Comparado con el «clásico» Isaías, lo llamaríamos «romántico». Como sus escritos (36,23s), Jeremías es el «profeta quemado».
Su itinerario profético, que comienza con su vocación en 627 a.C., es trágico y conmovedor. Tras una etapa de ilusión y gozo en su ministerio, sucede la resistencia pasiva del pueblo, y activa y creciente de sus rivales, entre los que se encuentran autoridades, profetas y familiares. Su predicación es antipática y sus consignas impopulares. En su actuación, va de fracaso en fracaso; su vocación llega a hacerse intolerable, necesitando la consolación de Dios.
Se siente desgarrado entre la nostalgia de los oráculos de promesa y la presencia de los oráculos de amenaza que Dios le impone; entre la solidaridad a su pueblo, que le empuja a la intercesión, y la Palabra del Señor que le ordena apartarse y no interceder; entre la obediencia a la misión divina y la empatía con su pueblo. Con ojos lúcidos de profeta, contempla el fracaso sistemático de toda su vida y actividad, hasta hacerle exclamar en un arrebato de desesperación: «¡Maldito el día en que nací!... ¿Por qué salí del vientre para pasar trabajos y penas y acabar mis días derrotado?» (20,14-18).
Nuestro profeta es como un anti-Moisés. Se le prohíbe interceder. Tiene que abandonar la tierra y marchar forzado a Egipto, donde seis años después muere asesinado a manos de sus propios compatriotas. De su muerte trágica se salva un libro, y en ese libro pervive la personalidad de Jeremías con un vigor excepcional. Su vida y pasión parece en muchos aspectos una anticipación de la de Cristo.

El libro de Jeremías. Jeremías es un poeta que desarrolla con gran originalidad la tradición de sus predecesores; sobresale su capacidad de crear imágenes y de trascender visiones simples y caseras. El estilo de la poesía se distingue por la riqueza imaginativa y la intensidad emotiva. La prosa narrativa, siguiendo la gran tradición israelita de brevedad, inmediatez e intensidad, es de lo mejor que leemos en el Antiguo Testamento, haciendo de la obra una de las más asequibles para al lector de hoy.
Se suelen repartir los materiales del libro en tres grandes grupos: 1. Oráculos en verso, subdivididos en: oráculos para el pueblo y el rey, confesiones del profeta (10,18-12,6; 15,10-21; 17,14-18; 18, 18-23; 20,7-18), oráculos contra naciones paganas (25 y 46-51). 2. Textos narrativos con palabras del profeta incorporadas. 3. Discursos en prosa elaborados en estilo deuteronomista (7,1-8,3; 11,1-14; 16,1-13; 17,19-27; 18,1-12; 21,1-10; 22,1-5; 25,1-14; 34,8-22; 35,1-19).

Mensaje religioso de Jeremías. Jeremías es un profeta que vive en su propia carne el drama de una fidelidad absoluta a Dios y una absoluta solidaridad con el pueblo rebelde y desertor a quien, fiel a su vocación profética, tiene que anunciar la catástrofe a la que le llevan sus pecados.
Su fidelidad y continuo contacto con Dios, sellados por el sufrimiento, llevará a la conciencia del pueblo la necesidad de un nuevo tipo de relación con el Señor, más íntima y personal, más enraizada en el corazón de las personas que en una alianza jurídica y externa. Esta relación de obediencia es el culto que Dios desea y que deberá manifestarse en juzgar según derecho y en la defensa de la causa del huérfano y del pobre.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Jeremías  9,1-10Depravación de Jerusalén. En continuidad con la lamentación del profeta, estos versículos describen con más detalle los motivos por los cuales Jeremías se lamenta y llora: por la suerte de su pueblo, una suerte que el mismo pueblo se ha buscado. La mentira, el engaño, la falta de respeto a la vida y la ausencia de ética en las relaciones sociales son el pan de cada día en la ciudad, lo cual es motivo para que el profeta se sienta tentado a huir, alejándose al desierto para no ser más testigo de esa realidad.
No será ésta la única vez que Jeremías se sienta decepcionado de su misión (cfr. 20,8); pese a todo, el Señor no le permitirá retirarse, por más que sus palabras produzcan odio y represalias en su contra en lugar de conversión (cfr. 15,20s). Ésta no podrá ser jamás una actitud profética; no remedia en nada huir de la realidad por dura que parezca o por contradictoria respecto a nuestros ideales; el profeta tiene que estar siempre ahí «para arrancar y arrasar, destruir y demoler, edificar y plantar» (Jer_1:10).


Jeremías  9,11-25No sabios, sino plañideras. Este pasaje refleja las inquietudes e interrogantes que suscitó la amarga experiencia de Judá y de su capital, Jerusalén, bajo el dominio caldeo, interrogantes que aún pueden surgir entre nosotros. ¿Por qué ese afán de los grandes y poderosos por dominar y oprimir a los pequeños? ¿Por qué esa facilidad de los grandes para aliarse entre sí para acabar juntos con otras naciones y por qué esa resistencia a construir juntos una sociedad basada en la justicia y en el respeto a la identidad y la autonomía de los otros?
El profeta induce al pueblo a responder desde su fe, no desde las categorías de la sabiduría humana, sino desde la sabiduría que surge del conocimiento de la ley del Señor, de la adhesión y puesta en práctica de esa ley. Para ello es necesario despojarse de toda prepotencia y asumir una actitud de luto, de vacío; sólo así empieza a verse claro por qué suceden estas cosas.
Tal vez, nosotros no estamos muy habituados a hacer una lectura religiosa de nuestra realidad, ni mucho menos vemos como juicio divino o castigo de Dios la opresión y el dominio que los pueblos pequeños sufren a manos de las grandes potencias; sin embargo, conviene no perder de vista que sí es posible hacer una lectura religiosa desde nuestra fe. Estas injusticias se producen cuando el hombre se olvida de Dios, cuando se convierte en medida de sí mismo y cuando, bajo el lema de una autonomía no siempre bien entendida, se olvida del otro, de los demás, se rinde culto a sí mismo, al poder y al tener y olvida por tanto su compromiso con la justicia.