Ezequiel  2 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 10 versitos |
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Vocación
Éx 3,1– 4,17; Jr 1; Is 6

Me decía:
– Hijo de hombre, ponte de pie, que voy a hablarte.
2 Penetró en mí el espíritu mientras me estaba hablando y me levantó poniéndome de pie, y oí al que me hablaba.
3 Me decía:
– Hijo de hombre, yo te envío a Israel, pueblo rebelde: se rebelaron contra mí ellos y sus padres, se sublevaron contra mí hasta el día de hoy.
4 A hijos duros de rostro y de corazón empedernido te envío. Les dirás: Esto dice el Señor;
5 te escuchen o no te escuchen, porque son un pueblo rebelde, y sabrán que hay un profeta en medio de ellos.
6 Y tú, Hijo de hombre, no les tengas miedo, no tengas miedo a lo que digan, aun cuando te rodeen espinas y te sientes encima de alacranes. No tengas miedo a lo que digan ni te acobardes ante ellos, porque son un pueblo rebelde.
7 Les dirás mis palabras, te escuchen o no te escuchen, porque son un pueblo rebelde.
8 Y tú, Hijo de hombre, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como ese pueblo rebelde! Abre la boca y come lo que te doy.
9 Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un rollo.
10 Lo desenrolló ante mí: estaba escrito por ambos lados; tenía escritos cantos fúnebres, lamentos y amenazas.

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Introducción a Ezequiel 

EZEQUIEL

Su vida. No sabemos cuándo nació. Probablemente en su infancia y juventud conoció algo de la reforma de Josías, de su muerte trágica, de la caída de Nínive y del ascenso del nuevo imperio babilónico. Siendo de familia sacerdotal, recibiría su formación en el templo, donde debió oficiar hasta el momento del destierro. Es en el destierro donde recibe la vocación profética.
Su actividad se divide en dos etapas con un corte violento. La primera dura unos siete años, hasta la caída de Jerusalén; su tarea en ella es destruir sistemáticamente toda esperanza falsa; denunciando y anunciando hace comprender que es vano confiar en Egipto y en Sedecías, que la primera deportación es sólo el primer acto, preparatorio de la catástrofe definitiva. La caída de Jerusalén sella la validez de su profecía.
Viene un entreacto de silencio forzado, casi más trágico que la palabra precedente. Unos siete meses de intermedio fúnebre sin ritos ni palabras, sin consuelo ni compasión.
El profeta comienza la segunda etapa pronunciando sus oráculos contra las naciones: a la vez que socava toda esperanza humana en otros poderes, afirma el juicio de Dios en la historia. Después comienza a rehacer una nueva esperanza, fundada solamente en la gracia y la fidelidad de Dios. Sus oráculos precedentes reciben una nueva luz, los completa, les añade nuevos finales y otros oráculos de pura esperanza.

Autor del libro.
Lo que hoy conocemos como libro de Ezequiel no es enteramente obra del profeta, sino también, de su escuela. Por una parte, se le incorporan bastantes adiciones: especulaciones teológicas, fragmentos legislativos al final, aclaraciones exigidas por acontecimientos posteriores; por otra, con todo ese material se realiza una tarea de composición unitaria de un libro.
Su estructura es clara en las grandes líneas y responde a las etapas de su actividad: hasta la caída de Jerusalén (1-24); oráculos contra las naciones (25-32); después de la caída de Jerusalén (33-48). Esta construcción ofrece el esquema ideal de amenaza-promesa, tragedia-restauración. Sucede que este esquema se aplica también a capítulos individuales, por medio de adiciones o trasponiendo material de la segunda etapa a los primeros capítulos; también se traspone material posterior a los capítulos iniciales para presentar desde el principio una imagen sintética de la actividad del profeta.
El libro se puede leer como una unidad amplia, dentro de la cual se cobijan piezas no bien armonizadas: algo así como una catedral de tres naves góticas en la que se han abierto capillas barrocas con monumentos funerarios y estatuas de devociones limitadas.

Mensaje religioso. La lectura del libro nos hace descubrir el dinamismo admirable de una palabra que interpreta la historia para re-crearla, el dinamismo de una acción divina que, a través de la cruz merecida de su pueblo, va a sacar un puro don de resurrección. Este mensaje es el que hace a Ezequiel el profeta de la ruina y de la reconstrucción cuya absoluta novedad él solo acierta a barruntar en el llamado «Apocalipsis de Ezequiel» (38s), donde contempla el nuevo reino del Señor y al pueblo renovado reconociendo con gozo al Señor en Jerusalén, la ciudad del templo.
El punto central de la predicación de Ezequiel es la responsabilidad personal (18) que llevará a cada uno a responder de sus propias acciones ante Dios. Y estas obras que salvarán o condenarán a la persona están basadas en la justicia hacia el pobre y el oprimido. En una sociedad donde la explotación del débil era rampante, Ezequiel se alza como el defensor del hambriento y del desnudo, del oprimido por la injusticia y por los intereses de los usureros. Truena contra los atropellos y los maltratos y llama constantemente a la conversión. Sin derecho y sin justicia no puede haber conversión.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Ezequiel  2,1-10Vocación. El profeta lo es porque ha sido llamado directamente por Dios, y en el hecho del llamado se funda toda la autoridad de sus palabras y de sus acciones; con ese argumento se podrá dirimir cualquier conflicto o duda respecto a otros que se autodenominan profetas. Dios llama, convoca. No debemos pensar que este tipo de llamados ocurrieron exclusivamente en la antigüedad. Dios sigue llamando, aunque cada uno tiene una experiencia muy personal de vocación. Ezequiel era sacerdote desde su nacimiento; en la época del Antiguo Testamento, los sacerdotes nacían de familia sacerdotal, no tenían que decidirse a ser sacerdotes como hoy; desde niños estaban en contacto con los asuntos propios del servicio sacerdotal.
Pero además de su oficio sacerdotal, Ezequiel recibe la llamada para ser profeta. En los relatos de vocación que nos narra el Antiguo Testamento (Éx 3; Is 6; Jr 1) no hay que entender estas intervenciones extraordinarias y exclusivas de Dios como algo que se diera en la antigüedad de forma esporádica. Hay que entenderlos más bien como una manera de expresar esa experiencia honda e íntima del fiel del Señor, en la que parecen unirse la fe y el amor al Señor y a su causa, así como la realidad que vive y afecta al creyente. Ambos elementos afectan y determinan la vida del elegido, son brasas encendidas que lo «atormentan» continuamente: su fe y amor a su Dios lo urgen, lo angustian; por otro lado, la realidad que vive lo desafía continuamente, lo cuestiona: ¿Dónde está Dios? ¿Qué papel juega en una realidad que prácticamente lo esconde? La ubicación del ser humano en esta encrucijada es lo que podríamos llamar «vocación», y no resulta sencillo expresarla; por eso, el elegido se tiene que valer de imágenes y símbolos mediante los cuales intenta decir lo indecible, narrar lo inenarrable. Del mismo modo, cada creyente, hombre o mujer, estamos llamados a vivir esa experiencia.