EZEQUIEL
Su vida. No sabemos cuándo nació. Probablemente en su infancia y juventud conoció algo de la reforma de Josías, de su muerte trágica, de la caída de Nínive y del ascenso del nuevo imperio babilónico. Siendo de familia sacerdotal, recibiría su formación en el templo, donde debió oficiar hasta el momento del destierro. Es en el destierro donde recibe la vocación profética.
Su actividad se divide en dos etapas con un corte violento. La primera dura unos siete años, hasta la caída de Jerusalén; su tarea en ella es destruir sistemáticamente toda esperanza falsa; denunciando y anunciando hace comprender que es vano confiar en Egipto y en Sedecías, que la primera deportación es sólo el primer acto, preparatorio de la catástrofe definitiva. La caída de Jerusalén sella la validez de su profecía.
Viene un entreacto de silencio forzado, casi más trágico que la palabra precedente. Unos siete meses de intermedio fúnebre sin ritos ni palabras, sin consuelo ni compasión.
El profeta comienza la segunda etapa pronunciando sus oráculos contra las naciones: a la vez que socava toda esperanza humana en otros poderes, afirma el juicio de Dios en la historia. Después comienza a rehacer una nueva esperanza, fundada solamente en la gracia y la fidelidad de Dios. Sus oráculos precedentes reciben una nueva luz, los completa, les añade nuevos finales y otros oráculos de pura esperanza.
Autor del libro. Lo que hoy conocemos como libro de Ezequiel no es enteramente obra del profeta, sino también, de su escuela. Por una parte, se le incorporan bastantes adiciones: especulaciones teológicas, fragmentos legislativos al final, aclaraciones exigidas por acontecimientos posteriores; por otra, con todo ese material se realiza una tarea de composición unitaria de un libro.
Su estructura es clara en las grandes líneas y responde a las etapas de su actividad: hasta la caída de Jerusalén (1-24); oráculos contra las naciones (25-32); después de la caída de Jerusalén (33-48). Esta construcción ofrece el esquema ideal de amenaza-promesa, tragedia-restauración. Sucede que este esquema se aplica también a capítulos individuales, por medio de adiciones o trasponiendo material de la segunda etapa a los primeros capítulos; también se traspone material posterior a los capítulos iniciales para presentar desde el principio una imagen sintética de la actividad del profeta.
El libro se puede leer como una unidad amplia, dentro de la cual se cobijan piezas no bien armonizadas: algo así como una catedral de tres naves góticas en la que se han abierto capillas barrocas con monumentos funerarios y estatuas de devociones limitadas.
Mensaje religioso. La lectura del libro nos hace descubrir el dinamismo admirable de una palabra que interpreta la historia para re-crearla, el dinamismo de una acción divina que, a través de la cruz merecida de su pueblo, va a sacar un puro don de resurrección. Este mensaje es el que hace a Ezequiel el profeta de la ruina y de la reconstrucción cuya absoluta novedad él solo acierta a barruntar en el llamado «Apocalipsis de Ezequiel» (38s), donde contempla el nuevo reino del Señor y al pueblo renovado reconociendo con gozo al Señor en Jerusalén, la ciudad del templo.
El punto central de la predicación de Ezequiel es la responsabilidad personal (18) que llevará a cada uno a responder de sus propias acciones ante Dios. Y estas obras que salvarán o condenarán a la persona están basadas en la justicia hacia el pobre y el oprimido. En una sociedad donde la explotación del débil era rampante, Ezequiel se alza como el defensor del hambriento y del desnudo, del oprimido por la injusticia y por los intereses de los usureros. Truena contra los atropellos y los maltratos y llama constantemente a la conversión. Sin derecho y sin justicia no puede haber conversión.
Ezequiel 3,1-15Misión del profeta. En la vocación está implícita la misión; vocación y misión son dos momentos inseparables de una misma realidad. En el camino es donde el elegido va aprendiendo que su misión no es fácil, que no siempre será escuchado (cfr. Éxo_3:11s; Éxo_4:1-13), que a nadie interesarán sus palabras. Pero el éxito o el fracaso no deberían preocupar al enviado; basta que asuma su tarea, el resto será la obra que el Espíritu realizará en cada uno, de acuerdo a su propia disposición. Cuántas veces hemos dedicado tiempo, amor, esfuerzo y empeño a tareas evangelizadoras en lugares y circunstancias que uno cree que serán todo un éxito; sin embargo, al final queda la sensación de haber perdido el tiempo. Pues no. El problema es que, a veces, pretendemos desempeñar todas las funciones como si fuéramos omnipotentes, como si quisiéramos reemplazar a Dios en el mundo; con frecuencia se nos olvida que uno es el que siembra, otro el que riega, pero uno solo es el que da el crecimiento (cfr. 1Co_3:6-9).
El enviado no puede perder de vista lo que acabamos de decir; de lo contrario, se pierde en el camino y cuando menos piensa se está predicando a sí mismo, dedicado a reclamar para sí los éxitos de la misión y a cargar sobre otros los fracasos. Ezequiel nos revela esta conciencia: «vete a la casa de Israel y diles mis palabra» (4). Con ello, Dios no viola ni desconoce la voluntad del enviado: ha sido su propia decisión. Alinearse con la voluntad del Padre, asumir como nuestra la voluntad de Dios, es precisamente lo que lleva a Dios a manifestar su complacencia (Mar_1:11). Yo, tú, mi comunidad, mi Iglesia, ¿estaremos en esa onda de la complacencia del Padre?