Hechos de los Apóstoles
Autor, destinatarios y fecha de composición. El libro de los Hechos ha sido considerado siempre como la segunda parte y complemento del tercer evangelio, y así se comprende todo su sentido y finalidad. Ambas partes de la obra han salido de la pluma del mismo autor, a quien la tradición antigua identifica como Lucas. Fue escrito probablemente después del año 70, y sus destinatarios inmediatos parecen ser paganos convertidos, simbolizados en el «querido Teófilo» (amigo de Dios) -el mismo del tercer evangelio- a quien el autor dedica su escrito.
El título no refleja exactamente el contenido del libro, pues en realidad éste se centra, casi con exclusividad, en los «Hechos» de dos apóstoles, pioneros de la primera evangelización de la Iglesia: Pedro y Pablo. Alrededor de ellos, toda una galería de personajes y acontecimientos, con los que el autor teje su narración, recorre las páginas de este bello documento del Nuevo Testamento.
Carácter del Libro. Si hubiera que encerrar en una frase el carácter principal del libro de los Hechos, se podría decir que es fundamentalmente una narrativa de misión, la primera de la Iglesia, prolongación de la misma misión de Jesús. Sólo así se comprende que el verdadero protagonista de la obra sea el Espíritu Santo prometido y enviado por Cristo a sus seguidores, que es el alma de la misión, el que impulsa la Palabra o el Mensaje evangélico a través del protagonismo secundario de Pedro, Pablo y del gran número de hombres y mujeres cuyos nombres y gestas, gracias a Lucas, forman ya parte de la memoria misionera colectiva de la comunidad cristiana de todos los tiempos. No en vano se ha llamado a los Hechos el «evangelio del Espíritu Santo».
Este carácter misionero hace que el libro de los Hechos sea de un género literario único. Aunque narra acontecimientos reales de la Iglesia naciente, no es propiamente un libro de historia de la Iglesia. Más bien sería una relectura, en clave espiritual, de una historia que era ya bien conocida por las comunidades cristianas a las que se dirige Lucas 30 ó 40 años después de que ocurrieran los hechos que narra. Su intención, pues, no es la de informar, sino la de hacer que el lector descubra el hilo conductor de aquella aventura misionera que comenzó en Jerusalén y que llegó hasta el centro neurálgico del mundo de entonces, Roma.
Aunque gran parte del libro está dedicado a las actividades apostólicas de Pedro y Pablo, tampoco hay que considerar Hechos como un escrito biográfico o hagiográfico de dichos apóstoles. Lo que el autor pretende es interpretar sus respectivos itinerarios misioneros, sus sufrimientos por el Evangelio y el martirio de ambos -aunque no haga mención explícitamente de ello por ser de sobra conocido- como un camino de fidelidad, de servicio y de identificación con la Palabra de Dios, siguiendo las huellas del Señor.
Relatos, sumarios y discursos. Para componer su historia, Lucas usa con libertad todos los recursos literarios de la cultura de su tiempo, como los «relatos» en los que, a veces, mezcla el realismo de las reacciones humanas con el halo maravilloso de apariciones y prodigios; los «sumarios», que son como paradas narrativas para mirar hacia atrás y hacia delante, con el fin de resumir y dejar caer claves de interpretación; y sobre todo los «discursos» que el autor pone en boca de los principales personajes: Pedro, Esteban, Pablo, etc. Los catorce discursos, cuidadosamente elaborados por Lucas, ocupan casi una tercera parte de la obra y cumplen en el libro de los Hechos la misma función que las palabras de Jesús en los evangelios: la Buena Noticia proclamada por los primeros misioneros que ilumina este primer capítulo de la historia de la Iglesia, presentada en episodios llenos de vida y dramatismo.
Nacimiento y primeros pasos de la Iglesia. El libro de los Hechos nos trae a la memoria el nacimiento, la consolidación y expansión de la Iglesia, continuadora de Cristo y su misión, en muchas Iglesias o comunidades locales de culturas y lenguas diferentes que forman, entre todas, la gran unidad del Pueblo de Dios. Primero es la Iglesia rectora de Jerusalén de donde todo arranca; después toma el relevo Antioquía, y así sucesivamente. La expansión no es sólo geográfica; es principalmente un ir penetrando y ganando para el Evangelio hombres y mujeres de toda lengua y nación. Ésta es la constante del libro que culmina en la última página, en Roma.
La organización de las Iglesias que nos presenta Lucas es fluida, con un cuerpo rector local de «ancianos» (en griego presbíteros). Los apóstoles tienen la responsabilidad superior. Hay constancia de una vida sacramental y litúrgica: bautismo, imposición de manos o ministerio ordenado, celebraciones y catequesis.
El libro de los Hechos y el cristiano de hoy. Como Palabra de Dios, el libro de los Hechos sigue tan vivo y actual, hoy, como hace dos mil años. El mismo Espíritu que animó y sostuvo a aquellas primeras comunidades cristianas, sigue presente y operante en la Iglesia de hoy, impulsando, animando y confortando a los testigos del Evangelio de nuestros días. Hoy como entonces, Lucas nos interpela con la misma llamada a la conversión y al seguimiento de Jesús en una fraternidad que no conoce fronteras donde se vive ya, en fe y en esperanza, la salvación que Jesús nos trajo con su muerte y resurrección. Finalmente, es un libro que nos da la seguridad de que la Palabra de Salvación, impulsada por el Espíritu, no será nunca encadenada ni amordazada porque lleva en sí el aliento del poder y del amor salvador de Dios.
Hechos 15,1-35El Concilio de Jerusalén. Exactamente en la mitad del libro de los Hechos sitúa Lucas lo que se suele llamar Concilio de Jerusalén. No es exagerado decir que este relato es el verdadero quicio de toda la obra de Lucas. El narrador nos ha ido preparando en los relatos precedentes para esta asamblea de capital importancia, no sólo para aquellas primeras comunidades sino para toda la historia de la Iglesia. Nos ha invitado a reconocer la primacía de Jerusalén y el dinamismo de Antioquía. Nos ha inducido a simpatizar con el movimiento de apertura iniciado por los cristianos helenistas, a nosotros que somos los descendientes de aquel primer impulso.
Simplificando un poco podríamos decir que las dos Iglesias siguen caminos divergentes. La Iglesia de Jerusalén estaba dominada por judeocristianos, conservadores en ciertos aspectos. Se consideran una especie de «resto» o gueto en el cual está cristalizándose y creciendo el nuevo Israel, definitivo y total. Sin embargo, no acababan de entender en todo su alcance la novedad absoluta de la persona de Jesús, su muerte y resurrección, que sin romper las raíces espirituales que le unían al pueblo elegido de Israel eliminó todas las fronteras impuestas por la raza, las leyes discriminatorias y las tradiciones excluyentes, como la circuncisión y un largo etcétera. Sin embargo, desde su reducto, esta comunidad fue capaz de aceptar, en la persona de Pedro, la apertura del Evangelio a los paganos iniciada por los helenistas. Esto fue posible gracias a la iniciativa del Espíritu Santo, como afirma e insiste Lucas. Es posible, sin embargo, que el bautismo del pagano Cornelio y su familia a manos de Pedro, sin la condición previa de la circuncisión y la imposición de otras leyes y costumbres judías, no fuera bien asimilado por toda la comunidad de Jerusalén.
La comunidad de Antioquía, por otra parte, era heterogénea en su composición y dinámica en su constante irradiación. Su característica era, hacia adentro, la capacidad para convivir en el pluralismo; y hacia afuera, la aceptación de otras gentes y la asimilación de culturas diferentes. Judeocristianos convivían en Antioquía con helenistas y paganos convertidos.
Esta situación de hecho, que duraba ya varios años, no podía prolongarse por más tiempo, como así fue. La chispa que provocó el enfrentamiento entre ambas Iglesias surgió de un grupo de extremistas de Judea. Pablo los llama «falsos hermanos», que viajaron a Antioquía y comenzaron a enseñar que sin la circuncisión no era posible salvarse. Pablo, Bernabé y su grupo de Antioquía reaccionaron con la máxima energía. Se hizo necesaria una reunión de los representantes de ambas Iglesias para zanjar la cuestión de una vez por todas.
Lucas narra el desarrollo de la reunión 35 ó 40 años después de que ocurrieran los hechos. Todos los protagonistas, Pedro, Santiago, Pablo, Bernabé, etc., habían muerto. El problema ya no existía; es más, los paganos convertidos habían pasado a ser, de minoría cuestionada y marginada, a mayoría absoluta dentro de la Iglesia. Lucas se siente, pues, libre de ordenar y seleccionar los recuerdos y tradiciones de lo ocurrido; pasa por alto lo más áspero de la polémica y construye con rasgos esenciales un relato perfectamente equilibrado para transmitirnos su mensaje constante: el Espíritu Santo fue el verdadero protagonista de la solución del conflicto. La unidad de la Iglesia no se rompió. Las barreras discriminatorias se rompieron y los paganos fueron admitidos en la Iglesia en pie de igualdad.
El Concilio tuvo dos momentos: una sección plenaria en la que ambas partes contendientes exponen con acaloramiento sus respectivas posiciones y una sección restringida donde los dirigentes de Jerusalén, con Pedro y Santiago a la cabeza, y los dos delegados de Antioquía, Pablo y Bernabé, se reúnen a deliberar. También aquí, dice Lucas, se encendió la discusión, hasta que Pedro se levantó y dictó sentencia. El discurso de Pedro parte de su experiencia personal en el caso del pagano Cornelio y su familia, y dice que Dios les dio el Espíritu Santo lo mismo que a «nosotros». Es, por tanto, el Espíritu el que abate fronteras y crea la nueva unidad. Así pues, oponerse a la integración plena y sin condiciones de los paganos a la Iglesia es oponerse a Dios. Las palabras de Pedro son acogidas con un silencio de aceptación. A continuación, hablan los delegados de Antioquía que confirman lo dicho por Pedro narrando las maravillas que Dios había hecho entre los paganos por medio de ellos. Finalmente, Santiago, el jefe de la oposición moderada, toma a su vez la palabra y acepta claramente la decisión de Pedro. Dice que imponer la circuncisión y la ley judía a los paganos sería poner obstáculos a su conversión, descalificando así a los extremistas. No obstante, Santiago propone algunas cláusulas de comportamiento para los paganos convertidos con el fin de asegurar la convivencia con los judeocristianos en las comunidades mixtas. Éstas fueron aceptadas.
Así terminó aquella memorable reunión, considerada como el primer Concilio de la Iglesia. Sin embargo, los cristianos de hoy caeríamos en un error si consideráramos el Concilio de Jerusalén como un hecho del pasado, cerrado y superado ya. En realidad, el Concilio de Jerusalén continúa abierto, porque el problema de fondo que allí se planteó ha sido y sigue siendo el problema de fondo de toda la historia de la Iglesia, también de la de nuestros días.
Fue «la memoria» de Jesús la que estuvo en peligro de perderse en Jerusalén, es decir, su opción por los marginados, las masas abandonadas, los discriminados, los excluidos. En el Concilio de Jerusalén los marginados fueron los helenistas cristianos y los paganos convertidos, en una Iglesia dominada por los judeocristianos. Hoy son las mujeres en un mundo dominado por los hombres; los niños en un mundo de adultos; los enfermos en un mundo obsesionado por la salud y el hedonismo; el tercer mundo dominado por el primero; son los pobres, los emigrantes, los indígenas, los trabajadores y, en general, los marginados de nuestra sociedad. Las palabras de Pedro en Jerusalén siguen resonando proféticamente en nuestros días: Si Dios los ha elegido, ¿quiénes somos nosotros para marginarlos? Con esta intervención, Lucas despide a Pedro definitivamente del libro de los Hechos. Ya no lo menciona más. El narrador no intenta ofrecernos una biografía de sus personajes, sino que los sigue hasta que se han identificado totalmente con el Espíritu Santo que es el protagonista absoluto del libro de los Hechos.