Romanos  5 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 21 versitos |
1

Consecuencias de la nueva justicia

Pues bien, ahora que hemos sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Jesucristo Señor nuestro.
2 También por él – por la fe– hemos alcanzado la gracia en la que nos encontramos, y podemos estar orgullosos esperando la gloria de Dios.
3 No sólo eso, sino que además nos gloriamos de nuestras tribulaciones; porque sabemos que la tribulación produce la paciencia,
4 de la paciencia sale la fe firme y de la fe firme brota la esperanza.
5 Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestro corazón por el don del Espíritu Santo.
6 Cuando todavía éramos débiles, en el tiempo señalado, Cristo murió por los pecadores.
7 Por un inocente quizás muriera alguien; por una persona buena quizás alguien se arriesgara a morir.
8 Ahora bien, Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.
9 Con mayor razón, ahora que su sangre nos ha hecho justos, nos libraremos por él de la condena.
10 Porque si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, con mayor razón, ahora ya reconciliados, seremos salvados por su vida.
11 Y esto no es todo: por medio de Jesucristo, que nos ha traído la reconciliación, ponemos nuestro orgullo en Dios.
12

Comparación entre Adán y Cristo
Gn 3

Así como por un hombre penetró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así también la muerte se extendió a toda la humanidad, ya que todos pecaron.
13 Antes de llegar la ley, el pecado ya estaba en el mundo; pero, como no había ley, el pecado no se tenía en cuenta.
14 Con todo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, también sobre los que no habían pecado imitando la desobediencia de Adán – que es figura del que había de venir– .
15 Pero el don no es como el delito. Porque si por el delito de uno murieron todos, mucho más abundantes se ofrecerán a todos el favor y el don de Dios, por el favor de un solo hombre, Jesucristo.
16 El don no es equivalente al pecado de uno. Ya que por un solo pecado vino la condena, pero por el don de Dios los hombres son declarados libres de sus muchos pecados.
17 En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte, con mayor razón, por medio de uno, Jesucristo, reinarán y vivirán los que reciben abundantemente la gracia y el don de la justicia.
18 Así pues, como por el delito de uno se extiende la condena a toda la humanidad, así por el acto de justicia de uno solo se extiende a todos los hombres la sentencia que concede la vida.
19 Como por la desobediencia de uno todos resultaron pecadores, así por la obediencia de uno todos resultarán justos.
20 La ley entró para que se multiplicara el delito; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
21 Así como el pecado reinó produciendo la muerte, así la gracia reinará por medio de la justicia para la vida eterna por medio de Jesucristo Señor nuestro.

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Introducción a Romanos 

ROMANOS

La comunidad cristiana de Roma. ¿Quién fue el misionero anónimo que llevó la semilla cristiana a Roma? ¿Algún judío convertido de los muchos que emigraban a la capital del imperio o que regresaba después de peregrinar a Jerusalén para las grandes solemnidades de la Pascua? Es ésta una pregunta que probablemente quedará sin respuesta. Lucas, en su afán universalista, dice que entre los oyentes de Pentecostés había peregrinos romanos ( Hch_2:10 ). El mismo Lucas menciona a un matrimonio judío, Áquila y Priscila ( Hch_18:2 ), que tuvo que huir de Roma a Corinto a raíz del edicto de expulsión de los judíos hecho por Claudio (año 49). Lo cierto es que en tiempos de Pablo existía ya una importante comunidad cristiana en la ciudad, cuya mayoría era de origen pagano y en parte de origen judío. Para el judío «apóstol de los paganos», este dato era muy importante.

Motivación de la carta. ¿Qué motivos tenía Pablo para escribir una carta a una Iglesia que no había fundado ni conocía personalmente? Y no una carta cualquiera, de cortesía o de circunstancias, sino una carta doctrinal de envergadura, quizás la más importante del Apóstol. He aquí otra pregunta a la que no es fácil dar una respuesta satisfactoria y a gusto de todos los biblistas.
Una opinión minoritaria afirma que en su origen era una carta circular y que el destino a Roma se le añadió después y prevaleció en la tradición. Quizás la propuesta mejor sea la más obvia y sencilla, la sugerida por la misma carta. Pablo es apóstol de los paganos y Roma es cabeza del mundo pagano. A la capital del imperio, pues, dedicará su carta capital. Además, ve en Roma, como antes en Antioquía y en Éfeso, una gran plataforma para la difusión del Evangelio.

Lugar y fecha de composición de la carta. La carta fue escrita probablemente en Corinto, al final de su tercer viaje, hacia el año 57-58. Pablo tiene pendiente un viaje a Palestina con el fin de llevar el dinero de la colecta para la comunidad necesitada de Jerusalén. Considera acabada su tarea misionera en Asia y Europa oriental y proyecta una nueva expansión hacia occidente con una escala en Roma, corazón del imperio, y un viaje a España, el último confín hacia el oeste del mundo conocido de aquel entonces.

Carácter y finalidad de la carta. Al dirigirse a los romanos, Pablo tiene ya en su haber una larga experiencia misionera que le había llevado a enfrentarse, de palabra y por cartas, con las principales dificultades y problemas por los que atravesaban las comunidades cristianas, ya sean las fundadas por él mismo o las otras de las que tenía noticia por la constante comunicación que existía entre las diversas Iglesias esparcidas por el imperio. Antes de emprender una nueva aventura misionera hacia occidente, parece como si el Apóstol sintiera la necesidad de recapitular y poner por escrito una síntesis más elaborada y sistemática de los temas claves de su predicación (su «Buena Noticia», como él lo llama en Rom_2:16 ; Rom_16:25 ), sobre todo en vistas al viaje previo que va a hacer a la Iglesia madre de Jerusalén donde sospechaba -como así ocurrió- que encontraría serias resistencias a su labor de apertura evangelizadora hacia los no judíos. El tema central de la carta es, sin lugar a dudas, la salvación por la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, ofrecida a todos los hombres y mujeres sin discriminación.

Ocasión de la carta. La situación que vivían las Iglesias en los años 57-58 necesitaba de una palabra autorizada y definitiva que pusiera fin a las tensiones que ocasionaba la entrada imparable de los paganos en el seno de la comunidad cristiana, y que estaba poniendo en peligro la unidad de la Iglesia. El «nuevo pueblo de Dios» surgido del anuncio evangélico, ¿debía ser una continuación del pueblo judío a cuya Ley tenían que someterse los paganos convertidos? O, por el contrario, ¿se trataba de una Nueva Alianza que, sin perder sus raíces históricas judías, estaba abierta a todos por igual, judíos y paganos, con la sola condición de la fe en Cristo?
Frente a esta oferta de salvación universal, ¿qué sentido tenía ya la Ley, la circuncisión y demás prescripciones que habían mantenido al pueblo judío en un gueto cerrado de elegidos y privilegiados? Es comprensible que la Iglesia madre de Jerusalén se resistiera a romper con gran parte de ese bagaje religioso y a perder su protagonismo a favor de una Iglesia que comenzaba a ser ya ecuménica, desplazándose definitivamente más allá de las fronteras geográficas, raciales y culturales de Palestina. Por otra parte, y dentro de este designio de salvación universal de Dios en Jesucristo, ¿cuál era la función del pueblo judío? Y, sobre todo, ¿qué iba a suceder con la mayoría de ellos que no habían aceptado el Evangelio?
Pablo responde a todos estos interrogantes haciendo una relectura, con los ojos iluminados por la fe, de la historia religiosa de su pueblo, descubriendo en ella el hilo conductor de la promesa que apuntaba a Jesús como Mesías y Salvador, quien, cumpliendo con exceso lo anunciado y prometido, pone fin a lo caduco e inaugura la nueva era definitiva, donde todas las barreras que dividen a la familia humana quedan abolidas.

Actualidad de la carta. Quizás no exista otro libro del Nuevo Testamento que haya suscitado tanta polémica de interpretación. Es irónico que la carta que nos ofrece la más universal y ecuménica visión de la salvación se haya convertido en la carta del «desencuentro» dentro de la familia cristiana, entre católicos y protestantes. Pero esto es ya historia pasada. Hoy día se puede afirmar justamente lo contrario: no sólo es la carta del «reencuentro» que está uniendo de nuevo a una familia dividida, sino que es también una plataforma doctrinal sin par para lanzar a la Iglesia hacia el diálogo con las otras religiones de la tierra, haciéndonos descubrir su función histórica dentro del plan de salvación universal de Dios.
Pablo nos trasmite a todos un mensaje de esperanza y gozo: el amor infinito e incondicional de Dios en Jesucristo abarca a toda la familia humana en un abrazo salvador que nos trae la liberación presente como promesa y arras de gloria eterna. Sólo pide de nosotros una respuesta de fe, amor y de esperanza.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Romanos  5,1-11Consecuencias de la nueva justicia. Comienza otra sección de la carta. El lenguaje jurídico pasa a segundo plano y cede su lugar a otro más ético. A la preponderancia de la justicia divina, le sucede el predominio del amor. Ya no hay distinción entre judíos y paganos. Pablo deja al pueblo judío como su interlocutor imaginario y se dirige ahora a la comunidad cristiana que es tal por haber recibido la justificación -salvación- por la fe. Va a explicar en qué consiste esta «justificación» que poseemos como don gratuito de Dios por Jesucristo. ¿Qué significa, pues, para el Apóstol, vivir como «justos» o, para usar nuestro lenguaje corriente, como «cristianos»? Pablo comienza su exposición con un «ahora», como situando todo lo que va a decir en el presente de nuestra vida diaria.
Primero: es la «paz», pero en el sentido que la entiende el Apóstol tanto desde su cultura bíblica como desde su fe en Jesús resucitado. «Estar en paz con Dios», en la Biblia, es el «bienestar» del que goza el que es amigo de Dios. No se trata, sin más, de un bienestar psicológico o simplemente humano. Va más allá. Es la posesión y el goce de la persona misma del amigo como riqueza propia. Es vivir la vida del amigo: «contigo, ¿qué me importa ya la tierra?» (Sal_73:25). Ahora bien, la resurrección de Jesús ha hecho posible y real esta condición de «paz» en que nos encontramos. De la vida del resucitado estamos participando ya, «ahora», como don de paz (cfr. Jua_10:10; Jua_20:20). «Paz» es sinónimo de «vida» para Pablo.
Segundo: es la «esperanza», hermana y compañera de la paz. Es la promesa, prenda y garantía de un futuro de gloria y de resurrección igual al de Jesucristo que Dios nos tiene preparado. Y así, el estado de «paz» de que gozamos ahora se desdobla en «esperanza». El «futuro» de gloria del que cree y del que espera, no es quimera ni utopía sino que se da la mano con el «presente» en la única realidad que cuenta para Pablo y que domina todo el horizonte de la historia -presente, pasado y futuro-, Jesucristo muerto y resucitado por nosotros.
Con la paz y la esperanza el cristiano no esquiva ni evade las adversidades y sufrimientos de la vida presente, ya sean los propios de la condición humana o los acarreados por el seguimiento de Cristo, sino que los asume con responsabilidad, paciencia y aguante sabiendo que, al final, el poder de la vida triunfará sobre los poderes de la muerte. Lo que parece increíble para nuestra capacidad humana, no lo es para el amor incondicional e infinito de Dios revelado en la muerte y resurrección de Jesús. Un amor que no tiene su origen en nuestra inocencia o buena conducta sino justamente en nuestra condición de pecadores. Como música de fondo de este increíble «Evangelio de salvación» predicado por Pablo, parece resonar la declaración de amor de Dios a su pueblo que nos narra el profeta: «mi siervo inocente rehabilitará a todos porque cargó con sus crímenes» (Isa_53:11; cfr. 1Jn_4:10).


Romanos  5,12-21Comparación entre Adán y Cristo. Pablo expone ahora la liberación del pecado y de la muerte en esta grandiosa antítesis comparativa entre Adán y Cristo. Es éste un texto apretado y difícil, como si el Apóstol estuviera luchando por comprender y formular un misterio; por eso este pasaje de la carta sigue suscitando tantos esfuerzos de interpretación. Pablo echa mano, una vez más, de su método de exposición favorito: la antítesis y el contraste.
En los primeros capítulos de la carta, el Apóstol ha contemplado a toda la humanidad unida en una especie de maligna y negativa solidaridad bajo el imperio del Pecado. Ahora da un nombre propio al origen de esa humanidad pecadora: Adán. Y sobre él carga la responsabilidad de introducir en el mundo el pecado y la muerte, dejando esa trágica herencia a todos sus descendientes. Para Pablo no se trata de una «herencia» que nos haya caído encima como una maldición impuesta y sin sentido que no deja opción alguna a nuestra libertad -algo así como el «destino» de una tragedia griega-, sino como un «patrimonio» ratificado y confirmado por nuestros pecados personales. Ya ha dejado claro anteriormente que tanto judíos como paganos son todos pecadores.
El Apóstol da un paso más, y lo hace resaltando el principio de solidaridad que aúna a toda la familia humana en un destino común y, por consiguiente, la relación corporativa que existe entre Adán, primer pecador y heraldo de la muerte, y su descendencia. Aquí radica la fuerza y la novedad de su argumentación. No está hablando ya de nuestros pecados personales sino de nuestra misteriosa participación en el pecado original del primer hombre, independientemente de las conductas individuales: «por un hombre penetró el pecado en el mundo» (12). Dicho de otra manera, el pecado de Adán lo heredamos todos y, como consecuencia, la muerte «ya que todos pecaron» (12) asociados corporativamente al pecado de nuestro primer ancestro. También la muerte afecta a todos, aun a los que no habían pecado -personalmente- imitando la desobediencia de Adán (14). El Apóstol no llama al primer hombre «padre», pues la paternidad es transmisora de vida y no de muerte.
¿Qué alcance tienen estas afirmaciones? Pablo no es un historiador del drama del «paraíso terrenal» ni es su intención desvelar el misterio del «pecado original», o explicar su mecanismo de transmisión, cuestiones ambas que tantos quebraderos de cabeza han dado a los teólogos durante toda la historia de la Iglesia. Hay que situar al Apóstol en la línea de los grandes narradores bíblicos quienes, utilizando mitos y relatos de orígenes, nos trasmiten un mensaje religioso como palabra de Dios. Y éste es su mensaje simple y escueto: todos participamos de la culpa de Adán y hemos nacido con ese «pecado original».
Esta realidad del «pecado original», sin embargo, sólo puede ser percibida en tensión relacional con la otra realidad de la solidaridad corporativa que asocia la humanidad al acto redentor de Cristo, de la misma manera que el anuncio de la ira de Dios no puede entenderse separadamente del anuncio del «evangelio de la salvación».
Pablo presenta ahora al otro protagonista de la historia humana, el que verdaderamente le interesa: Cristo. Los dos personajes, sin embargo, no están en el mismo plano de igualdad. En realidad, no hay comparación entre el uno y el otro, pues el protagonismo del primero en el delito y la muerte queda anulado por la superabundancia del don y del «favor de un solo hombre, Jesucristo» (15). Si el Apóstol los compara proponiendo a Adán como «figura» de Cristo, es precisamente para resaltar la antítesis y el contraste entre ambos. Pablo intuye que solamente dejándose impactar por la violencia misteriosa del mal, representada en el ancestro de la humanidad, Adán, podemos revelar un poco el misterio del amor infinito de Dios mostrado en la muerte y resurrección de otro hombre, su hijo Jesús.
Pero Pablo no ve ya a Adán sino a aquel a quien Adán apunta y señala, y de quien es «figura» por contraste: Cristo. Ya no contempla a la humanidad sometida al pecado y a la muerte, bajo la ira de Dios, sino bajo la vida y la salvación reveladas en Cristo muerto y resucitado. A la condena del pecado original opone el Apóstol la sentencia de la salvación original que se extiende a todos los hombres -y mujeres- y que concede la vida (18). La acción creadora de Dios de la que surge el universo, la humanidad y todo cuanto existe, es ya para Pablo un acto de salvación, un don de amor en Cristo. Desde el principio «Dios estaba reconciliando al mundo consigo, por medio de Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres» (2Co_5:19). Por eso Cristo «es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación» (Col_1:15), y por medio de Él, la Palabra, «todo existió y sin ella nada existió de cuanto existe» (Jua_1:1-3).
No es ya el pecado y la muerte los que marcan los orígenes y el rumbo de la familia humana y de la entera creación, sino la reconciliación, la salvación y la vida y todo gracias al favor copioso (17), a la acción recta (18), a la obediencia (19) de uno, Jesucristo quien hizo que el delito fuera desbordado por la gracia (20) que reinará por la justicia para una vida eterna (21). San Agustín ha expresado mejor que nadie este desconcertante anuncio de Pablo con una no menos desconcertante afirmación: ¡Oh, feliz culpa! -Bendito Pecado- que nos ha traído semejante Salvador.