Romanos  9 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 33 versitos |
1

La situación de Israel

Les voy a hablar sinceramente, como cristiano, sin mentir; y el Espíritu Santo confirma el testimonio de mi conciencia.
2 Siento una pena muy grande, un dolor incesante en el alma:
3 hasta desearía ser aborrecido de Dios y separado de Cristo si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi linaje.
4 Ellos son israelitas, adoptados como hijos de Dios, tienen su presencia, las alianzas, la ley, el culto, las promesas,
5 los patriarcas; de su linaje carnal desciende Cristo. Sea por siempre bendito el Dios que está sobre todo. Amén.
6

La elección de Israel

No es que haya fallado la promesa de Dios. Porque no todos los que descienden de Israel son israelitas;
7 ni todos los descendientes de Abrahán son verdaderamente sus hijos; sino que Dios había dicho: De Isaac nacerá tu descendencia.
8 Es decir, que los hijos de Dios no son los hijos carnales, sino la verdadera descendencia son los hijos de la promesa.
9 La promesa dice así: Para esta misma fecha volveré y Sara tendrá un hijo.
10 Más aún, también Rebeca concibió dos hijos de un solo hombre, de Isaac nuestro patriarca.
11 Antes de que nacieran, antes que hicieran nada bueno o malo – para que el designio elegido por Dios se cumpliera,
12 no por las obras, sino por la elección– , recibió Rebeca un oráculo: el mayor servirá al menor.
13 Y así está escrito: Amé a Jacob, rechacé a Esaú.
14 ¿Qué diremos? ¿Que Dios es injusto? ¡De ningún modo!
15 A Moisés le dice: Yo me apiado de quien quiero, me compadezco de quien quiero.
16 O sea, que no depende del querer o del esfuerzo del hombre, sino de la misericordia de Dios.
17 El texto de la Escritura le dice al Faraón: Para esto te he exaltado, para mostrar en ti mi poder y para que se difunda mi fama por toda la tierra.
18 O sea que Dios se apiada del que quiere, y endurece al que él quiere.
19 Objetarás: ¿Por qué, entonces se queja Dios, si nadie puede oponerse a su decisión?
20 Y tú, hombre, ¿quién eres para replicar a Dios? ¿Puede la obra reclamar al artesano por qué la hace así?
21 ¿No tiene el alfarero libertad para hacer de la misma arcilla un objeto precioso y otro sin valor?
22 Si Dios quería dar un ejemplo de castigo y manifestar su poder aguantando con mucha paciencia a aquellos que merecían el castigo y estaban destinados a la destrucción;
23 y si al mismo tiempo quiso manifestar también la riqueza de su gloria en los que recibieron su misericordia, en los que él predestinó para la gloria,
24 en nosotros, a quienes llamó, no sólo entre los judíos, sino también entre los paganos. ¿Qué podemos reprocharle?
25 Como dice Oseas: Al que no era mi pueblo, lo llamaré Pueblo-mío, y a la que no era mi amada, Amada mía;
26 y donde antes les decía: No son mi pueblo, allí mismo serán llamados hijos del Dios vivo.
27 Acerca de Israel, Isaías proclama: Aunque los israelitas fueran numerosos como la arena del mar, sólo un resto se salvará.
28 El Señor va a ejecutar en el país la destrucción decretada.
29 El mismo Isaías predice: Si el Señor Todopoderoso no nos hubiera dejado un resto, seríamos como Sodoma, semejantes a Gomorra.
30 Entonces, ¿qué diremos? Que los paganos, que no buscaban la justicia, la alcanzaron; se entiende, la justicia por la fe.
31 En cambio Israel, que buscaba una ley de justicia, no la alcanzó.
32 ¿Por qué? Porque la buscaban por las obras y no por la fe; y así tropezaron en la piedra de tropiezo,
33 según lo escrito: Pondré en Sión una piedra de tropiezo, una roca que hace caer; y también: Quien se apoye en ella no fracasará.

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Introducción a Romanos 

ROMANOS

La comunidad cristiana de Roma. ¿Quién fue el misionero anónimo que llevó la semilla cristiana a Roma? ¿Algún judío convertido de los muchos que emigraban a la capital del imperio o que regresaba después de peregrinar a Jerusalén para las grandes solemnidades de la Pascua? Es ésta una pregunta que probablemente quedará sin respuesta. Lucas, en su afán universalista, dice que entre los oyentes de Pentecostés había peregrinos romanos ( Hch_2:10 ). El mismo Lucas menciona a un matrimonio judío, Áquila y Priscila ( Hch_18:2 ), que tuvo que huir de Roma a Corinto a raíz del edicto de expulsión de los judíos hecho por Claudio (año 49). Lo cierto es que en tiempos de Pablo existía ya una importante comunidad cristiana en la ciudad, cuya mayoría era de origen pagano y en parte de origen judío. Para el judío «apóstol de los paganos», este dato era muy importante.

Motivación de la carta. ¿Qué motivos tenía Pablo para escribir una carta a una Iglesia que no había fundado ni conocía personalmente? Y no una carta cualquiera, de cortesía o de circunstancias, sino una carta doctrinal de envergadura, quizás la más importante del Apóstol. He aquí otra pregunta a la que no es fácil dar una respuesta satisfactoria y a gusto de todos los biblistas.
Una opinión minoritaria afirma que en su origen era una carta circular y que el destino a Roma se le añadió después y prevaleció en la tradición. Quizás la propuesta mejor sea la más obvia y sencilla, la sugerida por la misma carta. Pablo es apóstol de los paganos y Roma es cabeza del mundo pagano. A la capital del imperio, pues, dedicará su carta capital. Además, ve en Roma, como antes en Antioquía y en Éfeso, una gran plataforma para la difusión del Evangelio.

Lugar y fecha de composición de la carta. La carta fue escrita probablemente en Corinto, al final de su tercer viaje, hacia el año 57-58. Pablo tiene pendiente un viaje a Palestina con el fin de llevar el dinero de la colecta para la comunidad necesitada de Jerusalén. Considera acabada su tarea misionera en Asia y Europa oriental y proyecta una nueva expansión hacia occidente con una escala en Roma, corazón del imperio, y un viaje a España, el último confín hacia el oeste del mundo conocido de aquel entonces.

Carácter y finalidad de la carta. Al dirigirse a los romanos, Pablo tiene ya en su haber una larga experiencia misionera que le había llevado a enfrentarse, de palabra y por cartas, con las principales dificultades y problemas por los que atravesaban las comunidades cristianas, ya sean las fundadas por él mismo o las otras de las que tenía noticia por la constante comunicación que existía entre las diversas Iglesias esparcidas por el imperio. Antes de emprender una nueva aventura misionera hacia occidente, parece como si el Apóstol sintiera la necesidad de recapitular y poner por escrito una síntesis más elaborada y sistemática de los temas claves de su predicación (su «Buena Noticia», como él lo llama en Rom_2:16 ; Rom_16:25 ), sobre todo en vistas al viaje previo que va a hacer a la Iglesia madre de Jerusalén donde sospechaba -como así ocurrió- que encontraría serias resistencias a su labor de apertura evangelizadora hacia los no judíos. El tema central de la carta es, sin lugar a dudas, la salvación por la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, ofrecida a todos los hombres y mujeres sin discriminación.

Ocasión de la carta. La situación que vivían las Iglesias en los años 57-58 necesitaba de una palabra autorizada y definitiva que pusiera fin a las tensiones que ocasionaba la entrada imparable de los paganos en el seno de la comunidad cristiana, y que estaba poniendo en peligro la unidad de la Iglesia. El «nuevo pueblo de Dios» surgido del anuncio evangélico, ¿debía ser una continuación del pueblo judío a cuya Ley tenían que someterse los paganos convertidos? O, por el contrario, ¿se trataba de una Nueva Alianza que, sin perder sus raíces históricas judías, estaba abierta a todos por igual, judíos y paganos, con la sola condición de la fe en Cristo?
Frente a esta oferta de salvación universal, ¿qué sentido tenía ya la Ley, la circuncisión y demás prescripciones que habían mantenido al pueblo judío en un gueto cerrado de elegidos y privilegiados? Es comprensible que la Iglesia madre de Jerusalén se resistiera a romper con gran parte de ese bagaje religioso y a perder su protagonismo a favor de una Iglesia que comenzaba a ser ya ecuménica, desplazándose definitivamente más allá de las fronteras geográficas, raciales y culturales de Palestina. Por otra parte, y dentro de este designio de salvación universal de Dios en Jesucristo, ¿cuál era la función del pueblo judío? Y, sobre todo, ¿qué iba a suceder con la mayoría de ellos que no habían aceptado el Evangelio?
Pablo responde a todos estos interrogantes haciendo una relectura, con los ojos iluminados por la fe, de la historia religiosa de su pueblo, descubriendo en ella el hilo conductor de la promesa que apuntaba a Jesús como Mesías y Salvador, quien, cumpliendo con exceso lo anunciado y prometido, pone fin a lo caduco e inaugura la nueva era definitiva, donde todas las barreras que dividen a la familia humana quedan abolidas.

Actualidad de la carta. Quizás no exista otro libro del Nuevo Testamento que haya suscitado tanta polémica de interpretación. Es irónico que la carta que nos ofrece la más universal y ecuménica visión de la salvación se haya convertido en la carta del «desencuentro» dentro de la familia cristiana, entre católicos y protestantes. Pero esto es ya historia pasada. Hoy día se puede afirmar justamente lo contrario: no sólo es la carta del «reencuentro» que está uniendo de nuevo a una familia dividida, sino que es también una plataforma doctrinal sin par para lanzar a la Iglesia hacia el diálogo con las otras religiones de la tierra, haciéndonos descubrir su función histórica dentro del plan de salvación universal de Dios.
Pablo nos trasmite a todos un mensaje de esperanza y gozo: el amor infinito e incondicional de Dios en Jesucristo abarca a toda la familia humana en un abrazo salvador que nos trae la liberación presente como promesa y arras de gloria eterna. Sólo pide de nosotros una respuesta de fe, amor y de esperanza.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Romanos  9,1-5La situación de Israel. El hilo del discurso parece interrumpirse, y Pablo dedica tres capítulos al destino de Israel. ¿Sería universal una salvación por Jesucristo que excluyera a los judíos?, parece ser la pregunta obsesiva del Apóstol. Para él es un enigma que su pueblo, tras siglos esperando al Mesías, no lo haya acogido mayoritariamente a su venida. Seguramente los cristianos de Roma, procedentes del judaísmo, participaban de la misma ansiedad que Pablo, o quizás algunos sentían la autosuficiencia y el orgullo de sentirse «ellos» los convertidos, los escogidos frente a «los otros». A ellos dirige Pablo estos capítulos. También se dirige a la comunidad cristiana de nuestros días, enfrentada con el mismo enigma evangélico del Apóstol, en lo que hoy llamamos la última frontera de la misión de la Iglesia: el diálogo con las otras religiones.
La fórmula solemne de juramento con que comienza el Apóstol su «diálogo» con la historia religiosa judía, podría servir de modelo cristiano para todo inicio de diálogo interreligioso. Jura hablar sinceramente, «como cristiano, sin mentir» (1), pero también en total sintonía con su pueblo y su raza. Si es apóstol de los paganos, es también hermano de los judíos, y en sus palabras vibra un intenso afecto de familia y el arrebato de una solidaridad que le lleva a exclamar atrevidamente que estaría dispuesto, como Cristo, a convertirse en «maldición» (cfr. 1Co_12:3; Gál_3:13; Éxo_32:32) para poder salvar a su pueblo (3). ¡Cuántos cristianos de Asia y de África se sentirán identificados con Pablo al leer estos capítulos de su carta!


Romanos  9,6-33La elección de Israel. Pablo se enfrenta con el enigma del presente rechazo del Evangelio por parte de la mayoría de su pueblo. El Apóstol ha jurado que va a ser sincero y lo es, aunque lo que va a decir duela y aparezca escandaloso a los ojos de la razón y de la justicia humana. Él no habla como filósofo racionalista, sino como cristiano. Comienza afirmando que Dios no ha abandonado a su pueblo. Los israelitas, adoptados como hijos de Dios, gozan de su presencia, de su fidelidad a las promesas hechas, y debieran sentirse orgullosos ya que de su descendencia ha nacido el Mesías. Ahora bien, ¿quiénes constituyen y han constituido desde siempre el verdadero pueblo de Dios? ¿Quiénes son los verdaderos «israelitas»? El uso del término «israelitas», tiene su intención. No hace ya referencia a la raza ni a la etnia como el término «judío» empleado en otros pasajes de la carta (cfr. Rom_1:16; Rom_9:24), sino al pueblo nacido de la soberana y misteriosa libertad de elección del Dios de la historia, «pues yo me apiado de quien quiero, me compadezco de quien quiero» (15), como dijo a Moisés, Éxo_33:19.
Pablo se lanza a demostrarlo a través de un detallado y laborioso recorrido por los personajes principales, hombres y mujeres que han jalonado la historia de Israel como sus verdaderos protagonistas. El hilo conductor es el mismo: todos fueron libremente elegidos, en contra, a veces, de las leyes tribales de sucesión; sin méritos de su parte; algunos de ellos milagrosamente nacidos de madres estériles como Sara y Rebeca; otros, escogidos «antes de que nacieran, antes de que hicieran nada bueno o malo» (11), como en el caso dramático de Jacob, elegido ya desde el vientre de su madre: «amé a Jacob, rechacé a Esaú» (13). En resumidas cuentas, el «pueblo elegido», es decir, «el verdadero Israel», es mucho más reducido que el «pueblo judío»; no son términos equivalentes. Es solamente un «resto», en término bíblico.
A continuación, Pablo recoge la reacción del filósofo racionalista de turno: «¿Por qué, entonces se queja Dios, si nadie puede oponerse a su decisión?» (19). El Apóstol no responde directamente a la pregunta, sino que a través de la imagen bíblica de la arcilla y del alfarero (cfr. Isa_29:16; Jer_18:6), quiere dejar en evidencia que el ser humano y Dios no están en el mismo plano de igualdad, y que es absurdo que la arcilla pida cuentas y trate de comprender los planes y designios del alfarero creador.
Si hasta aquí ha dejado claro que el pueblo elegido, «Israel», es mucho más reducido que el «pueblo judío», ahora afirma audazmente que también puede ser y, de hecho es, «más numeroso» que la «etnia y raza judía»: pues esos somos nosotros, «a quienes llamó no sólo de entre los judíos sino también entre los paganos» (24). Ilustra la afirmación con las palabras del profeta Oseas en que se narra el final feliz del gran poema de la reconciliación de Israel, temporalmente rechazado y de nuevo acogido: «Al que no era mi pueblo, lo llamaré Pueblo-mío... y donde antes les decía: no son mi pueblo, allí mismo serán llamados hijos del Dios vivo» (25s). Pablo hace extensiva la aplicación a un pueblo que antes no era pueblo de Dios y que ahora, por su gracia, lo es: el pueblo pagano.
El Apóstol termina este difícil capítulo de su carta, señalando de nuevo que el único criterio de pertenencia al verdadero pueblo de Dios es la fe (30-33). La mayoría de los judíos quisieron conseguir la salvación con su esfuerzo, y fallaron; no quisieron recibirla como regalo, y se quedaron sin él, «tropezaron en la piedra de tropiezo» (32): Jesús, el Mesías. Los paganos ofrecieron nada más que su fe para aceptar el don, y no fracasaron, «porque quien se apoye en ella no fracasará» (33).
¿Qué decir de estas reflexiones de Pablo? ¿Resuelve el enigma del rechazo al Evangelio de la mayoría de su pueblo o lo complica todavía más? En resumidas cuentas, ¿ha rechazado Dios a su pueblo? No, dice el Apóstol, pues ha quedado un «resto», la comunidad cristiana, que incluye también a los cristianos procedentes del paganismo. ¿Cuál será, entonces, la suerte de los demás judíos, de las piezas de arcilla aparentemente rechazadas por el Alfarero? El Apóstol parece responder con unas palabras de esperanza que después desarrollará en el capítulo siguiente: «si Dios quería dar un ejemplo de castigo mostrar y manifestar su poder aguantando con mucha paciencia a aquellos que merecían el castigo... ¿Qué podemos reprocharle?» (22). Un comentador bíblico de nuestros días haya, quizás, interpretado certeramente el pensamiento Pablo: Dios quiere mostrar su cólera y su poder, pero lo que al final resulta es su paciencia y su misericordia.
Todos los enigmas, todas las tensiones entre la libertad de Dios y la libertad del hombre, entre el don gratuito y la negación del mismo por el pecado, entre un Dios airado y un Dios salvador, los contempla el Apóstol en el horizonte de la salvación, el horizonte que da sentido y unidad a toda la carta. La misericordia de Dios es el gran arco que abarca la historia humana.