I Corintios 15 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 58 versitos |
1

Resurrección de los muertos

Ahora, hermanos, quiero recordarles la Buena Noticia que les anuncié: la que ustedes recibieron y en la que perseveran fielmente,
2 por ella son salvados, siempre que conserven el mensaje tal como yo se lo prediqué; de lo contrario habrían aceptado la fe en vano.
3 Ante todo, les he transmitido lo que yo mismo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras,
4 que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras,
5 que se apareció a Cefas y después a los Doce;
6 luego se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya;
7 después se apareció a Santiago y de nuevo a todos los apóstoles.
8 Por último se me apareció a mí, que soy como un aborto.
9 Porque yo soy el último entre los apóstoles y no merezco el título de apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios.
10 Gracias a Dios soy lo que soy, y su gracia en mí no ha resultado estéril, ya que he trabajado más que todos ellos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo.
11 Con todo, tanto yo como ellos, proclamamos lo mismo y esto es lo que ustedes han creído.
12

También nosotros resucitamos

Ahora bien, si se proclama que Cristo resucitó de la muerte, ¿cómo algunos de ustedes dicen que no hay resurrección de muertos?
13 Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado;
14 y si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe.
15 Y nosotros resultamos ser testigos falsos de Dios, porque testimoniamos contra Dios diciendo que resucitó a Cristo siendo así que no lo resucitó, ya que los muertos no resucitan.
16 Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado.
17 Y si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria, y sus pecados no han sido perdonados,
18 y los que murieron como cristianos perecieron para siempre.
19 Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los hombres más dignos de compasión.
20 Ahora bien, Cristo ha resucitado de entre los muertos, y resucitó como primer fruto ofrecido a Dios, el primero de los que han muerto.
21 Porque, si por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos.
22 Como todos mueren por Adán, todos recobrarán la vida por Cristo.
23 Cada uno en su turno: el primero es Cristo, después, cuando él vuelva, los cristianos;
24 luego vendrá el fin, cuando entregue el reino a Dios Padre y termine con todo principiado, autoridad y poder.
25 Porque él tiene que reinar hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies;
26 el último enemigo que será destruido es la muerte,
27 según dice la Escritura: Todo lo ha sometido bajo sus pies. Pero al decir que todo le está sometido, es evidente que se excluye a aquel que le somete todas las cosas.
28 Cuando el universo le quede sometido, también el Hijo se someterá al que le sometió todo, y así Dios será todo para todos.
29 Si no fuera así, ¿qué hacen los que se bautizan por los muertos? Si los muertos no resucitan, ¿por qué se bautizan por ellos?
30 ¿Por qué nosotros nos exponemos en todo instante al peligro?
31 Cada día estoy en peligro de muerte. Lo juro, [hermanos,] por el orgullo que siento de ustedes ante Cristo Jesús Señor nuestro.
32 Si por motivos humanos luché con las fieras en Éfeso, ¿de qué me sirvió? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos.
33 No se dejen engañar: las malas compañías corrompen las buenas costumbres.
34 Vuelvan a comportarse como es debido y dejen de pecar, porque algunos de ustedes todavía no saben nada de Dios – para vergüenza de ustedes lo digo– .
35

¿Cómo resucitan los muertos?

Pero preguntará alguno: ¿Cómo resucitan los muertos?, ¿con qué cuerpo salen?
36 ¡Necio! Lo que tú siembras no llega a tener vida si antes no muere.
37 Lo que siembras no es la planta tal como va a brotar, sino un grano desnudo, de trigo o de lo que sea;
38 y Dios le da el cuerpo que quiere, a cada simiente su cuerpo.
39 No todos los cuerpos son iguales. Una es la carne del hombre, otra la de las reses, otra la de las aves, otra la de los peces.
40 Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres. Uno es el resplandor de los celestes y otro el de los terrestres.
41 Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de los astros; un astro se distingue de otro en resplandor.
42 Así pasa con la resurrección de los muertos:
43 se siembra corruptible, resucita incorruptible; se siembra miserable, resucita glorioso; se siembra débil, resucita poderoso;
44 se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Si existe un cuerpo natural, existe también un cuerpo espiritual.
45 Así está escrito:
el primer hombre, Adán,
se convirtió en un ser vivo,
el último Adán se hizo un espíritu que da vida.
46 No fue primero el espiritual, sino el natural, y después el espiritual.
47 El primer hombre procede de la tierra y es terreno, el segundo hombre procede del cielo.
48 El hombre terrenal es modelo de los hombres terrenales; como es el celeste modelo de los hombres celestes.
49 Así como hemos llevado la imagen del hombre terrestre, llevaremos también la imagen del celeste.
50 Hermanos, les digo que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción heredará lo que es incorruptible.
51 Les voy a comunicar un secreto: no todos moriremos, pero todos seremos transformados.
52 En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al último toque de trompeta que tocará, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados.
53 Esto corruptible tiene que revestirse de incorruptibilidad y lo mortal tiene que revestirse de inmortalidad.
54 Cuando lo corruptible se revista de incorruptibilidad y lo mortal de inmortalidad, se cumplirá lo escrito:
La muerte
ha sido vencida definitivamente.
55 ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?
56 El aguijón de la muerte es el pecado, el poder del pecado es la ley.
57 Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.
58 En conclusión, queridos hermanos, permanezcan firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, convencidos de que sus esfuerzos por el Señor no serán inútiles.

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Introducción a I Corintios

1ª CORINTIOS

Corinto. Capital de la provincia romana de Acaya desde el año 27 a.C. Era por su posición geográfica estratégica, sus dos puertos de mar y sus edificios suntuosos una ciudad cosmopolita, la tercera más grande del imperio con una población de casi medio millón de habitantes, entre los que se encontraban gran número de esclavos y una importante minoría de judíos. A la prosperidad económica se unía la vida licenciosa: su templo principal estaba dedicado a Afrodita, la diosa del amor, y en él se practicaba la prostitución sagrada (a ello alude 6,15-20), haciendo de Corinto la ciudad del placer. Era también confluencia de religiones y cultos dispares acarreados por pobladores heterogéneos y por predicadores itinerantes. En la ciudad se celebraban periódicamente importantes acontecimientos deportivos llamados «Juegos Ístmicos».

La comunidad cristiana de Corinto. A Corinto llegó Pablo, después de su aparente fracaso en Atenas (Hch 17s), para entrar inerme, solo con su evangelio, en aquel hervidero humano de culturas. Un predicador más de otro culto oriental aún más extraño. Lo acogieron Áquila y Priscila, un matrimonio de judíos convertidos al cristianismo, desterrados de Roma por el edicto del emperador Claudio (año 49). Allí se quedó el Apóstol año y medio. Rechazado por los judíos, reclutó conversos sobre todo entre los plebeyos y esclavos de la ciudad y los cuidó para formar con ellos una comunidad cristiana. El mensaje de Pablo era para ellos la «Buena Noticia» que les devolvía dignidad humana y les infundía esperanza.
A juzgar por los documentos, a ninguna comunidad dedicó Pablo tanta atención y tantos desvelos. En cierto sentido, Corinto fue la comunidad paulina por excelencia. Evangelizar en Corinto era anunciar la «Buena Nueva» a todas las naciones, congregadas y revueltas; era experimentar el encuentro o choque entre cristianismo y paganismo; era seguir de cerca, con ansiedad y celo apostólico, el rápido y azaroso crecimiento de una comunidad de neófitos, plantas tiernas expuestas al paganismo envolvente con sus doctrinas y costumbres decadentes y que, aunque bautizados, aún no se habían desprendido del lastre de un pasado pagano reciente.

Ocasión, lugar y fecha de composición de la carta. La ocasión de la carta la conocemos por la carta misma. Pablo se encontraba en Éfeso (año 54-57) evangelizando la gran capital marina de Asia, cuando le llegaron malas noticias de Corinto. Les escribió una primera carta, hoy perdida (5,9); se sumaron otras noticias alarmantes de divisiones internas y de escándalos en la comunidad. A las noticias acompañaban consultas sobre puntos de doctrina y comportamientos a seguir. Pablo contestó a todas estas inquietudes de la comunidad con la que hoy llamamos Primera Carta a los Corintios.

Carácter y contenido de la carta. Aunque la carta pretende ser una respuesta a la variedad de problemas y cuestiones planteadas, Pablo, atacando abusos y respondiendo a dudas, nos va dejando las líneas maestras del Evangelio que predica, rescatando la auténtica y completa «memoria de Jesús» para una comunidad que estaba olvidando una parte esencial de la misma, quizás a consecuencia de la euforia propia de recién convertidos: la cruz de Cristo, que es la otra cara inseparable de su resurrección gloriosa. Y así, con la fuerza y sabiduría de Dios manifestada en un Mesías crucificado, el apóstol amonesta, corrige y anima a su comunidad favorita a dar un testimonio diario de unión, de solidaridad con los más pobres y necesitados, con los débiles y menos favorecidos, y el ejemplo de una vida moral intachable en medio de aquella sociedad corrompida.
Esta vida de compromiso cristiano sólo es posible desde la abnegación y el sacrificio gozosos, propios del creyente que sabe y acepta su condición de peregrino que debe cargar con la cruz de Cristo mientras se encamina a participar de su resurrección. Si hay que buscarle un tema unificador a la carta, la cruz de Cristo sería este tema.
Sin pretender, sin alardear, Pablo compone un texto de calidad literaria excepcional que nos desvela la extraordinaria riqueza humana de un hombre que se sabe mostrar sereno y conciliador, pero también mordaz, irónico, escandalizado, herido, para terminar siendo afectuoso y tierno con la comunidad que más quería.

Actualidad de la carta. Pocas comunidades cristianas del tiempo de Pablo las conocemos tan bien como la comunidad de Corinto: sus problemas de convivencia entre ricos y pobres, los fallos graves y públicos de algunos de sus miembros, la tentación constante de dejarse arrastrar por las costumbres de una sociedad decadente y bastante corrompida, es decir, toda aquella fragilidad humana en la que podemos ver reflejada nuestra fragilidad. Pero ésta era solo una cara de la realidad, la otra muestra a una comunidad entusiasta y comprometida en la que tanto los hombres como las mujeres son conscientes de los carismas y dones recibidos que ponen al servicio de los demás, aunque a veces de manera tumultuosa y desordenada. Conocemos sus asambleas eucarísticas y la preocupación de los dirigentes (de ahí el informe que le llega a Pablo) cuando la celebración del la «Cena del Señor» se divorcia del compromiso de servicio y solidaridad con los más pobres. Es decir, una comunidad viva que sirve de ejemplo y cuestiona la pasividad y apatía de muchos de nuestros cristianos y cristianas de hoy.
El contexto social en que viven los corintios es casi el reflejo exacto del contexto de gran parte de nuestras comunidades: los suburbios pobres de las grandes ciudades, el desarraigo de emigrantes en busca de trabajo, la convivencia con personas de culturas y creencias diferentes, la seducción casi irresistible que ejerce un medio ambiente con valores anticristianos como el poder, la indiferencia y el sexo, lo duro que es luchar contra corriente. Por eso, los consejos, amonestaciones y la palabra evangélica de Pablo resuenan hoy en nuestros oídos con la misma actualidad, urgencia y, sobre todo, con el mismo poder transformador del Espíritu que hace dos mil años.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

I Corintios 15,1-11Resurrección de los muertos. Concluido el tema de los carismas y su uso, Pablo afronta un nuevo problema sobre el que le han llegado rumores: «¿Cómo algunos de ustedes dicen que no hay resurrección de muertos?» (12). Es posible que estos individuos estuvieran influidos por el pensamiento filosófico griego que separaba el alma y el cuerpo y que valoraba sólo aquella, reduciendo el cuerpo a materia despreciable y perecedera. Si en la muerte el «alma» se libera del «cuerpo», ¿qué sentido tiene recuperarlo, encerrarse o enterrarse de nuevo en él a través de una posible y futura resurrección corporal? Sería como si el alma regresara de nuevo a la tumba del cuerpo, haciendo juego con las palabras griegas: «soma», cuerpo; y «sema», tumba.
Aceptaban, eso sí, que Jesús resucitó y que esa resurrección ya la estaban gozando plenamente. ¿Prueba de ello? La euforia espiritual de esa supuesta libertad y conocimiento superior que les proporcionaban ciertos carismas malentendidos (cfr. 14,12-19). Las consecuencias no eran tan inocentes. Por ejemplo, la indiferencia moral hacia todo lo relativo al cuerpo, sexualidad incluida (cfr. 6,12s), o la falta de sensibilidad sobre la situación de los más pobres y marginados de la comunidad (cfr. 8,1-12; 10,23).
Pablo, pues, aborda el tema de la resurrección de Jesús ligándolo indisolublemente a la nuestra. Lo hace de manera sistemática y ordenada.
«Quiero recordarles la Buena Noticia que les anuncié» (1). La introducción es solemne porque da paso a lo fundamental del Evangelio que él predica y que los corintios acogieron con la fe «siempre que conserven el mensaje tal como yo se lo prediqué» (2). Esta Buena Noticia había quedado ya establecida en tiempos de Pablo en una especie de «confesión de fe» aceptada por todas las comunidades cristianas y articuladas con expresiones precisas y claras que se refieren a dos hechos correlativos: muerte-resurrección de Jesús. Una muerte que perdona los pecados porque desemboca en la resurrección. La mención a la sepultura rubrica la muerte. Las apariciones atestiguan la vida.
El motivo de Pablo en recordarles esta tradicional «confesión de fe» quizás sea que algunos de los corintios cuestionaban su autoridad como Apóstol. Una vez dejada clara la «confesión de fe», Pablo enumera a los «testigos» de la resurrección de Jesús comenzando por los más calificados, Pedro y los Doce, siguiendo por los otros «apóstoles» y un grupo impresionante de 500 hermanos y hermanas. Pablo se pone en pie de igualdad con los demás testigos, aunque se asigna el último puesto en la fila (cfr. Efe_3:8). El testimonio apostólico de estos hombres y mujeres que vieron, hablaron y comieron con Jesús resucitado es fundamental para nuestra fe. A ello nos referimos cuando, recitando el «credo» en la celebración eucarística, confesamos creer en una Iglesia santa, católica y «apostólica». Creemos no solamente lo que los apóstoles «vieron» con sus propios ojos, es decir, que Jesús estaba vivo, sino lo que ellos «creyeron»: que esta vida del resucitado nos es dada a todos y a todas como perdón de nuestros pecados y primicia y promesa de nuestra propia resurrección futura. La resurrección de Jesús, por tanto, es más que un «hecho real», es también una «realidad de fe». Por eso la Iglesia desde sus comienzos no fue un movimiento de contornos indefinidos, sino una comunidad convocada y reunida en torno a esta «realidad de fe» fundada en los «testigos de la resurrección», los apóstoles.
Así sigue siendo hoy día y seguirá hasta el final de los tiempos. La Iglesia toda y cada uno y cada una de sus miembros, según su ministerio: papa, obispos, sacerdotes, laicos y laicas, tenemos el deber primordial de mantener intacto y vivo el testimonio de los apóstoles.


I Corintios 15,12-34También nosotros resucitamos. La resurrección de Jesús se ordena a la nuestra; si no se da la nuestra no se dio la de Jesús. Pablo argumenta reduciendo al absurdo la posición de los que niegan la resurrección. Si Jesús no resucitó, nuestra fe carece de objeto y fundamento, nuestra esperanza es ilusoria y trágica. El Apóstol llega a decir que los cristianos seríamos las personas «más dignas de compasión» al haber puesto nuestra esperanza en Cristo «sólo para esta vida» (19). Un desastre para los ya muertos y un gran vacío para los aún vivos. Una vaga inmortalidad del «alma» sin el cuerpo, como proponía la filosofía griega, repugna tanto al Pablo de tradición judía como al Pablo cristiano.
Estos versículos constituyen la gran afirmación de la esperanza cristiana. Pablo contempla a la humanidad como un gran acontecimiento solidario, tanto para la desgracia como para la salvación. La contraposición Adán-Cristo tiene para él simultáneamente un valor histórico, antropológico y salvífico. La humanidad bajo el pecado y la muerte -simbolizada en Adán- es substituida por la humanidad bajo la gracia y la vida que nos da Cristo. La primera fue causada por la desobediencia de uno, la segunda por la obediencia del otro (cfr. Rom_5:19). El dolor y la muerte son lo opuesto al plan de Dios; por medio de Cristo dicho plan, que es plan de vida, queda restablecido.
En este camino hacia la vida, Pablo establece las siguientes etapas: primera, la resurrección de Cristo que ya es una realidad. Segunda, la resurrección universal «cuando él vuelva» (23). Tercera, el sometimiento de todos los poderes hostiles a Dios, hasta terminar con el último de estos, la muerte. Véase Isa_25:8 : «aniquilará la muerte para siempre», o Apo_20:14 : «Muerte y Hades fueron arrojados al foso del fuego». Ese día se implantará definitivamente el «reino de Dios» que Jesús empezó a proclamar en Galilea (Mat_1:15).
El Apóstol utiliza otros argumentos para dejar bien claro su mensaje. Uno, tomado de la práctica de algunos corintios que por lo visto recibían un segundo bautismo para aplicarlo a parientes y amigos no cristianos ya muertos. Aunque no está claro qué tipo de práctica era ésta -el Apóstol ni la autoriza ni la desautoriza-, sería más o menos semejante a los sufragios y oraciones que ofrecemos hoy por los difuntos y que están suponiendo la creencia en una vida futura. Por último y refiriéndose a sí mismo, Pablo les dice que estaría sufriendo por ellos en vano si no creyera en la resurrección. Si no hay resurrección, tendrían razón los que rigen su vida por el refrán popular que cita el Apóstol: «si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (32).
I Corintios 15,35-58¿Cómo resucitan los muertos? Pablo comienza llamando «necios» a los que se imaginaban a los cadáveres saliendo de las tumbas con sus carnes recompuestas. Es probable que se tratara de una imagen burlona de los que negaban la resurrección. ¿Cuál será, pues, la realidad de los cuerpos resucitados? El Apóstol, a través de comparaciones, nos lleva a la única respuesta posible: al ilimitado poder divino. Éste se manifiesta tanto en el mundo vegetal como en el animal.
Quizás nosotros, conocedores hoy de los códigos genéticos de plantas y animales, hayamos perdido la capacidad de asombro ante la trasformación que experimenta el más humilde «grano desnudo, de trigo o de lo que sea» (37) que muere para cobrar nueva vida. No era así para la cultura bíblica en la que se mueve Pablo.
Las comparaciones vegetales son corrientes en el Antiguo Testamento y sirven de ordinario para exaltar la vitalidad permanente, creciente y renovada (cfr. Sal 1; 92; Job_14:7-9). Los hebreos no tenían ideas claras sobre la vida vegetal y atribuían el cambio prodigioso de semilla escueta y madura a tallo robusto y espiga granada a la acción directa de Dios. Solicitado por el contexto, Pablo llama «a cada simiente su cuerpo» (38), a la planta madura que, en el cambio total de su forma material, está resaltando el principio vital que lo ha hecho posible y que no es otro que el poder de Dios.
Del asombro ante el cambio radical que se produce en las plantas, Pablo pasa ahora al asombro ante la variedad individual que se observa tanto en el mundo animal como en el de los «cuerpos celestes», de los que el Apóstol resalta su «esplendor», «doxa» en griego, como queriendo rastrear en ellos un reflejo de la «gloria», también «doxa», de Dios.
El Apóstol saca la conclusión. La metáfora «se siembra» recoge la comparación vegetal y mira de reojo al acto de enterrar al muerto como a una especie de siembra (cfr. Jua_12:24). Se siembra «corruptible, miserable, débil, como cuerpo natural, resucita incorruptible, glorioso, poderoso, como cuerpo espiritual» (43s). La resurrección, pues, no es el resultado de un proceso o evolución natural, sino obra del poder de Dios, un avance hacia a delante, un salto cualitativo hacia la esfera de lo divino que lleva consigo lo «corporal y lo terreno», tal como sucedió con el cuerpo resucitado de Jesús.
Es algo tan indescriptible que Pablo lo designa con una paradoja: «se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (44). Sigue desarrollando su mensaje con la comparación Adán-Cristo. No es un recurso mítico sino histórico. Adán simboliza al ser vivo, animal, procedente de la tierra. El segundo Adán -Cristo resucitado- es Espíritu de vida, procedente del cielo. El primero es la imagen de nuestra condición terrestre, la imagen que el padre trasmite al hijo (cfr. Gén_5:3); el segundo es la imagen de nuestra condición celeste. Ahora bien, «la carne y la sangre», el cuerpo humano corruptible, es incapaz de recibir la herencia del «reino» de la gloria y la inmortalidad, no tiene más derecho a él. Tiene que transformarse primero mediante el poder de Dios. Pablo se refiere a esta necesaria transformación con la mirada puesta en los acontecimientos de los últimos días (cfr. 1Ts_4:15-17).
Ya sea que la segunda venida del Señor nos encuentre vivos o muertos, la trasformación será necesaria tanto para unos como para otros. Entonces será inaugurada la etapa definitiva de la humanidad. El Apóstol, que pensaba que la Parusía o la segunda venida del Señor era inminente, esperaba encontrarse entre los vivos cuando llegara aquel día. Este misterio de la resurrección ya en marcha, concluye Pablo, no debe llevarnos a una esperanza pasiva, sino todo lo contrario, es una invitación al progreso en la tarea asignada. La exhortación final a permanecer en la tarea y el esfuerzo, empalma con 15,30-32. La esperanza en la resurrección gloriosa final da sentido a la lucha y sufrimientos cotidianos.