1ª TESALONICENSES
Tesalónica. Tesalónica, la actual Salónica -Grecia- era la capital de la provincia romana de Macedonia desde el año 146 a.C., y en la ordenación jurídica del imperio, ciudad libre desde el 44 a.C. Ciudad portuaria, comercial, reina del Egeo, próxima a la vía Ignacia que unía el sur de Italia con Asia. Ciudad cosmopolita, próspera y, como tantas ciudades importantes, ofrecida al sincretismo religioso: cultos orientales, egipcios, griegos y también el culto imperial.
Circunstancias de las cartas. Sus circunstancias se pueden reconstruir combinando la relación, bastante esquematizada de Hch 17s con datos directos o implicados de las mismas cartas. Expulsado de Filipos, Pablo se dirigió a Tesalónica donde fundó una comunidad. Huido pronto de allí, pasó a Berea hasta donde lo persiguieron, y marchó a Atenas. Fracasado en la Capital cultural, se asentó con relativa estabilidad en Corinto. Le asaltó el recuerdo de los tesalonicenses y la preocupación por aquella comunidad joven y amenazada. Les envió a su fiel colaborador Timoteo para que los alentara y volviera con noticias. Timoteo trajo muy buenas noticias y también un problema teológico.
El problema teológico. Éste versa sobre la parusía o venida/retorno del Señor. El término griego «parousia» designaba la visita que el emperador o legado hacía a una provincia o ciudad de su reino. Llegaba acompañado de su séquito, desplegando su magnificencia, y era recibido por las autoridades y el pueblo con festejos y solemnidades.
Esta actividad imperial, muy conocida en la antigüedad, sirve para traducir a la lengua y cultura griegas el tema bíblico de la «venida del Señor» para juzgar o gobernar el mundo (cfr. Sal 96 y 98; Isa_62:10 s y otros muchos textos). Donde el Antiguo Testamento dice Dios = Yahvé, Pablo pone Kyrios (Señor Jesús): el que vino por medio de la encarnación, volverá en la parusía. Su séquito serán ángeles y santos; su magnificencia, la gloria del Padre; su función, juzgar y regir. Al encuentro le saldrán los suyos, para quienes su retorno será un día de gozo y de triunfo.
¿Cuándo sucederá eso? ¿Cuándo llegará ese día feliz? Aquí entra otro tema teológico importante del Antiguo Testamento: «el día del Señor». Puede ser cualquier día a lo largo de la historia humana en que Dios interviene de modo especial, juzgando o liberando. Será por antonomasia «aquel día» en que el Señor establezca definitivamente su reinado sobre el mundo. También se usan fórmulas como «vendrán días» o «al final de los días».
Pero, ¿cuándo? ¿En qué fecha se cumplirá? Imposible saberlo. Está próximo y será repentino, dice la Primera Carta a los Tesalonicenses (4,16; 5,1-6). Se difiere y se anunciará con signos previos, dice la Segunda Carta. ¿Qué ha provocado el cambio? Algunos piensan que ha evolucionado el pensamiento de Pablo; otros sostienen que son dos aspectos complementarios de una misma realidad. La primera visión transforma la esperanza en expectación, manteniendo tensa la vida cristiana; la segunda, traduce la expectación en esperanza serena y perseverancia. Nunca da cabida el Nuevo Testamento a una especulación sobre fechas precisas.
¿Quiénes saldrán a recibir al Señor? Queda pendiente el problema si miramos a los que saldrán a recibir al Señor: ¿Sólo aquellos a los que la «venida» los encuentre aún vivos?, ¿no participarán los muertos en el acontecimiento? La preocupación delata la solidaridad con los hermanos difuntos y una concepción bastante burda. Pablo responde que para ellos habrá resurrección y serán arrebatados al encuentro del Señor (4,16s).
Primera carta. Se trata del primer escrito del Nuevo Testamento, compuesto en el año 51, en Corinto. Nos deja entrever lo que era una Iglesia joven y ferviente, firme en medio de los sufrimientos. Nos informa sobre las creencias de los cristianos, unos 20 años después de la Ascensión, entre ellas: la Trinidad; Dios como Padre; la misión de Jesús, Mesías; su muerte y resurrección y su futuro retorno; las tres virtudes, fe, esperanza y caridad.
I Tesalonicenses 5,1-11Cristianos a la espera. Pablo sigue hablando del «día del Señor», pero ahora, más que en la «inminencia» de su venida, insiste en la «sorpresa» mediante imágenes tomadas de la tradición evangélica, como la del ladrón que llega en la noche (cfr. Mat_24:43s; Luc_12:29s; Apo_3:3), o como los dolores de parto que acaecen de repente, sin avisar (cfr. Jua_16:21). La sorpresa de su venida afectará de manera radicalmente diversa a las personas, según estén preparadas o no.
Este estado de preparación lo ilustra el Apóstol con la combinación de nuevas imágenes opuestas y en contraste: luz-tinieblas, día-noche, vigilia-sueño, en las que coloca, por una parte, a «ustedes y nosotros», y por otra, a «ellos», «los otros», «los demás». «Ellos» -sin definir- son los que no están preparados para el «día del Señor», los alejados de Dios, los que confían en su seguridad, los que dicen con autocomplacencia «qué paz, qué tranquilidad» (3), sin sospechar lo que se les viene encima. Son los que pertenecen a la noche y a las tinieblas (5), los que están dormidos (6), los que al amparo de la noche se dedican a la borrachera y el desenfreno. A todos ellos, en el día del Señor, «se les vendrá encima la destrucción y no podrán escapar» (3), para ellos será el castigo (9). A «ustedes y nosotros» -los cristianos-, en cambio, no nos sorprenderá ese día el ladrón, pues no vivimos a oscuras; somos todos «ciudadanos de la luz y del día» (5); nos ha destinado «a la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo» (9).
Con la visión del «día del Señor», presentada con ese despliegue fascinante de imágenes tomadas de la literatura apocalíptica, el Apóstol no pretende hacer discriminación entre buenos y malos, ni mucho menos afirmar la predestinación de «nosotros» -los cristianos- a la salvación, y la de «ellos» -los no cristianos-, al castigo. Todo su discurso es una exhortación a permanecer alertas y vigilantes. La salvación en Jesucristo a la que Dios ha destinado a todos sin excepción -cristianos y no cristianos- es un don y, como tal, tiene que ser aceptado libremente, lo cual implica una colaboración activa que debe traducirse en una permanente actitud de vigilancia y compromiso. Pablo asemeja este estado de «vigilia» o de «ser ciudadanos de la luz» a un combate que hay que librar «revestidos con la coraza de la fe y el amor, y con el casco de la esperanza de salvación» (8).
Pablo concluye con una palabra de aliento: lo importante no es estar vivos o muertos cuando el Señor venga, lo importante es que «vivamos siempre con él» (10). Y esto quiere decir «ahora», en esperanza alerta y vigilante, y cuando llegue «el día», en un encuentro que no tendrá fin. La esperanza de la resurrección -o el cielo que esperamos- no debe sustraer al cristiano del compromiso y de la lucha por establecer en nuestro mundo una sociedad alternativa, más justa y equitativa, al servicio del amor sin fronteras y de la fraternidad. A ella se refirió al inicio de la carta: «En Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (1,1).