Hebreos 12 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 29 versitos |
1

Jesús, el testigo supremo de la fe

Por lo tanto, nosotros, rodeados de una nube tan densa de testigos, desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala; corramos con constancia la carrera que nos espera,
2 fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús. El cual, por la dicha que le esperaba, sufrió la cruz, despreció la humillación y se ha sentado a la derecha del trono de Dios.
3 Piensen en aquel que soportó tal oposición por parte de los pecadores, y no se desalentarán.
4 Todavía no han tenido que resistir hasta derramar la sangre en su lucha contra el pecado.
5

Dios, educador paternal

¿Han olvidado ya la exhortación que Dios les dirige como a hijos? Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor ni te desanimes si te reprende;
6 porque el Señor corrige a quien ama y azota a los hijos que reconoce.
7 Aguanten, es por su educación, que Dios los trata como a hijos. ¿Hay algún hijo a quien su padre no castigue?
8 Si no los castigan como a los demás, es que son bastardos y no hijos.
9 Más aún: a nuestros padres corporales que nos castigaban los respetábamos; ¿no habrá más razones para someternos al Padre de nuestras almas y así tener vida?
10 Aquéllos nos educaban por breve tiempo, como juzgaban conveniente; éste para nuestro bien, para que participemos de su santidad.
11 Ninguna corrección, cuando es aplicada, resulta agradable, más bien duele; pero más tarde produce en los que fueron corregidos frutos de paz y de justicia.
12 Por tanto, fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes,
13 enderecen las sendas para sus pies, de modo que el rengo no caiga, sino que se sane.
14

La gracia de Dios

Busquen la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie puede ver a Dios.
15 Estén atentos para que nadie sea privado de la gracia de Dios; para que ninguna raíz amarga crezca y dañe y contagie a los demás.
16 No haya impúdicos ni profanadores como Esaú, que por una comida vendió sus derechos de primogénito.
17 Saben que más tarde, cuando intentó recobrar la bendición testamentaria, fue descalificado y, aunque lo pidió con lágrimas, no consiguió cambiar la decisión.
18 Ustedes no se han acercado a algo tangible: fuego ardiente, oscuridad, tiniebla, tempestad,
19 ni oyeron el toque de trompetas ni una voz hablando que, al oírla, pedían que no continuase,
20 porque no podían soportar aquella orden: el que toque el monte, aunque sea un animal, será apedreado.
21 Ese espectáculo era tan terrible que Moisés comentó: estoy temblando de miedo.
22 Ustedes en cambio se han acercado a Sión, monte y ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celeste con sus millares de ángeles, a la congregación
23 y asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a los espíritus de los justos consumados,
24 a Jesús, mediador de la nueva alianza, a una sangre rociada que grita más fuerte que la de Abel.
25 Atención, no rechacen al que habla. Porque si aquéllos, por rechazar al que pronunciaba oráculos en la tierra, no escaparon, ¿cómo podremos escapar nosotros, si nos apartamos del que habla desde el cielo?
26 Si su voz entonces hizo temblar la tierra, ahora proclama lo siguiente: Otra vez haré temblar la tierra y también el cielo.
27 Al decir otra vez, muestra que serán quitadas las cosas creadas, lo que puede ser movido, para que permanezca lo que es inconmovible.
28 Así, al recibir un reino inconmovible, seamos agradecidos, sirviendo a Dios como a él le agrada, con respeto y reverencia.
29 Porque nuestro Dios es un fuego devorador.

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Introducción a Hebreos

HEBREOS

Carta. Más que una carta, este escrito parece una homilía pronunciada ante unos oyentes o un tratado doctrinal que interpela a sus lectores. No cuenta con la clásica introducción epistolar compuesta por el saludo, la acción de gracias y la súplica; su conclusión es escueta y muy formal. Su autor ha empleado recursos de una elegante oratoria, como las llamadas de atención y el cuidadoso movimiento entre el sujeto plural y el singular en la exhortación, características propias de un discurso entonado.

De Pablo. Ya en la antigüedad se dudó sobre su autenticidad paulina y tardó en imponerse como carta salida de la pluma del Apóstol. Las dudas persistieron, no obstante, hasta convertirse hoy en la casi certeza de que el autor no es Pablo, sino un discípulo anónimo suyo. Las razones son muchas: faltan, por ejemplo, las referencias personales; el griego que utiliza es más puro y elegante, como si fuera la lengua nativa del autor; el estilo es sosegado, expositivo, y carece de la pasión, movimiento y espontaneidad propios del Apóstol.

A los hebreos. La tradición ha afirmado que los destinatarios eran los «hebreos», o sea, los judíos convertidos al cristianismo. Y ésa sigue siendo la opinión más aceptada hoy en día. La carta cita y comenta continuamente el Antiguo Testamento; a veces alude a textos que supone conocidos. En ella se puede apreciar a una comunidad que atraviesa un momento de desaliento ante el ambiente hostil de persecución que la rodea. El entusiasmo primero se ha enfriado y, con ello, la práctica cristiana. La nostalgia del esplendor de la liturgia del Templo de Jerusalén, que se desarrolla alrededor del sacerdocio judío, está poniendo en peligro una vuelta al judaísmo, a sus instituciones y a su culto.

Fecha y lugar de composición de la carta. La fecha de composición es discutida. Algunos piensan que la carta es anterior a la destrucción de Jerusalén (año 70), pues el autor parece insinuar que el culto judío todavía se desarrolla en el Templo (10,1-3). Otros apuntan a una fecha posterior, cuyo tope sería el año 95, año en que la carta es citada por Clemente. En cuanto al lugar, la incertidumbre es completa.

Contenido de la carta. Esta carta-tratado alterna la exposición con la exhortación. Desde su sublime altura doctrinal, el autor contempla admirables y grandiosas correspondencias. La primera, entre las instituciones del Antiguo Testamento y la nueva realidad cristiana. La segunda media entre la realidad terrestre y la celeste, unidas y armonizadas por la resurrección y glorificación de Cristo. Su tema principal, provocado por la situación de los destinatarios, es el sacerdocio de Cristo y el consiguiente culto cristiano.

El sacerdocio de Cristo
. A la nostalgia de una compleja institución y práctica judías opone el autor, no otra institución ni otra práctica, sino una persona: Jesucristo, Hijo de Dios, hermano de los hombres. Él es el gran mediador, superior a Moisés; es el «sumo sacerdote», que ya barruntaba la figura excepcional y misteriosa de Melquisedec.
El autor lo explica comentando el Sal 110 y su trasfondo de Gn 14. Jesús no era de la tribu levítica, ni ejerció de sacerdote de la institución judía, era un laico. Su muerte no tuvo nada de litúrgico, fue simplemente un crimen cometido contra un inocente. Si el autor llama «sacerdote» a Cristo -el único lugar del Nuevo Testamento donde esto ocurre- lo hace rompiendo todos los moldes y esquemas, dando un sentido radicalmente nuevo, profundo y alto a su sacerdocio, y por consiguiente al sacerdocio de la Iglesia.
Jesucristo es el mediador de una alianza nueva y mejor, anunciada ya por Jeremías (cfr. Jr 31). Su sacrificio, insinuado en el Sal 40, es diverso, único y definitivo; inaugura, ya para siempre, la perfecta mediación de quien es, por una parte, verdadero Hijo de Dios y, por otra, verdadero hombre que conoce y asume la fragilidad humana en su condición mortal.
Su sacerdocio consiste en su misma vida ofrecida como don de amor a Dios su Padre, a favor y en nombre de sus hermanos y hermanas. Una vida marcada por la obediencia y solidaridad hasta el último sacrificio. Dios transformó esa muerte en resurrección, colocando esa vida ofrecida y esa sangre derramada por nosotros en un «ahora» eterno que abarca la totalidad de la historia humana con la mediación de su poder salvador.

El sacerdocio de los cristianos.
Los cristianos participan en este sacerdocio de Cristo. Es la misma vida del creyente la que, por el bautismo y su incorporación a la muerte y resurrección del Señor, se convierte en culto agradable a Dios, o lo que es lo mismo, en un cotidiano vivir en solidaridad y amor, capaces de trasformar el mundo. En esta peregrinación de fe y de esperanza del nuevo pueblo sacerdotal de Dios hacia el reposo prometido, Cristo nos acompaña como mediador, guía e intercesor.

Actualidad de la carta. Ha sido el Concilio Vaticano II el que ha puesto la Carta a los Hebreos como punto obligado de referencia para comprender el significado del sacerdocio dentro de la Iglesia, tanto el de los ministros ordenados, como el sacerdocio de los fieles. Toda la Iglesia, continuadora de la obra de Cristo, es sacerdotal. Todos y cada uno de los bautizados, hombres y mujeres, participan del único sacerdocio de Cristo, con todas las consecuencias de dignidad y protagonismo en la misión común. El sacramento del ministerio ordenado -obispos, presbíteros y diáconos-, ha sido instituido por el Señor en función y al servicio del sacerdocio de los fieles. Estamos sólo en los comienzos del gran cambio que revolucionará a la Iglesia y cuyos fundamentos puso ya el autor de esta carta.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Hebreos 12,1-4Jesús, el testigo supremo de la fe. De la «nube tan densa de testigos» (1) que acaba de mencionar, el predicador pasa ahora al testigo por excelencia, el pionero «que inició y consumó la fe» (2) superando todas las pruebas: Jesús. Y así les exhorta a la fe y a la esperanza usando una expresión realista y densa de significado: «mirar fijamente», como cuando uno pone su confianza en otra persona, cuando se espera la respuesta de alguien porque uno sabe que el otro comprende toda la angustia y todo el sufrimiento que expresa la mirada. De esta manera, el predicador anima a sus oyentes perseguidos y desalentados a mirar fijamente al Crucificado para recibir de Él una respuesta y así «no se desalentarán» (3), pues todavía queda mucho camino por andar y mucho sufrimiento que padecer, y sin constancia no se puede llegar al final de la carrera.


Hebreos 12,5-13Dios, educador paternal. El predicador ha comparado las dificultades del camino con la disciplina del esfuerzo deportivo para alcanzar la meta, a imitación de Jesús que inició su carrera y la concluyó, que sufrió y triunfó. Ahora presenta otra comparación, la de la educación paterna que es al mismo tiempo severa y afectuosa. Se inspira en el modelo sapiencial del Antiguo Testamento: «porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido» (Pro_3:12); el «hijo sensato acepta la corrección paterna» (Pro_13:1). Dios como Padre educa austeramente: «¿Hay algún hijo a quien su padre no castigue?» (7). Así lo hizo en el desierto, sometiendo a su pueblo a toda clase de pruebas «para que reconozcas que el Señor, tu Dios, te ha educado como un padre educa a su hijo; para que guardes los preceptos del Señor, tu Dios, sigas sus caminos y lo respetes» (Deu_8:5s).
¿Qué decir de esta pedagogía del castigo o de la imagen de un Dios Padre a quien se le atribuyen las pruebas y sufrimientos humanos como método para educar a sus hijos? Primero, el predicador habla desde la cultura de su tiempo, cuyos métodos educativos no son ni deben ser necesariamente los nuestros. Segundo, y más importante, Dios no envía tribulaciones y sufrimientos a sus hijos ni es esto lo que quiere decir el predicador. Está simplemente contemplando el sufrimiento de la comunidad cristiana, que no es querido por Dios, desde la perspectiva de su amor, capaz de transformar el dolor y la tribulación de sus hijos en «frutos de paz y de justicia» (11). Así es como Dios se enfrenta y destruye el sufrimiento humano (cfr. Rom_8:18). A esta victoria se refiere cuando cita al profeta (Isa_35:3) cantando el regreso a Jerusalén de los desterrados de Babilonia en una especie de peregrinación festiva y gozosa, gracias a la intervención salvadora de Dios: «fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes, enderecen las sendas para sus pies» (12s).
Hebreos 12,14-29La gracia de Dios. El predicador sigue exhortando a sus oyentes a permanecer unidos buscando la paz y la gracia de Dios. Les pone por delante, como escarmiento, lo que le ocurrió a Esaú, quien vendió su primogenitura por un plato de lentejas para no volverla a recuperar ya más.
La visión de la nueva alianza que describe a continuación tiene toda la fuerza y la poesía de las visiones proféticas. Como contraste, presenta primero al pueblo de Israel sobrecogido de temor al pie de la montaña del Sinaí, ante la majestad de la Palabra de Dios, en medio del «fuego ardiente, oscuridad, tiniebla, tempestad... toque de trompetas» (18s). Un terrible espectáculo ante el que el mismo Moisés confesó: «estoy temblando de miedo» (21). Por el contrario, el peregrinar de la comunidad cristiana que se inició con el bautismo es hacia el monte donde se asienta la ciudad de Dios (cfr. Sal_48:1-3). Esta ciudad santa tiene ya sus ciudadanos residentes: los ángeles innumerables que forman la corte de Dios y los justos ya consumados (23), es decir, los campeones de la fe del Antiguo Testamento que ya mencionó en el capítulo 11 y todos los hombres y mujeres de buena voluntad de toda raza y nación. Pero también los que peregrinan hacia el monte de Dios tienen ya su nombre inscrito en el registro del cielo, pues gracias a Cristo han sido hechos hijos e hijas de Dios.
La gran esperanza de alcanzar la meta es que allí se encuentra el Sacerdote Mediador, cuya sangre «grita más fuerte que la de Abel» (24) pidiendo justicia. La de Jesús pide perdón y se hace escuchar por el Juez Universal. Ésta es la grandiosa visión con la que el predicador anima, amonesta y pone en guardia a sus oyentes, entre los que nos encontramos los que hoy leemos esta carta de Dios, para que tomemos en serio nuestro compromiso cristiano y perseveremos en nuestra peregrinación «sirviendo (rindiendo culto) a Dios como a él le agrada» (28).