HEBREOS
Carta. Más que una carta, este escrito parece una homilía pronunciada ante unos oyentes o un tratado doctrinal que interpela a sus lectores. No cuenta con la clásica introducción epistolar compuesta por el saludo, la acción de gracias y la súplica; su conclusión es escueta y muy formal. Su autor ha empleado recursos de una elegante oratoria, como las llamadas de atención y el cuidadoso movimiento entre el sujeto plural y el singular en la exhortación, características propias de un discurso entonado.
De Pablo. Ya en la antigüedad se dudó sobre su autenticidad paulina y tardó en imponerse como carta salida de la pluma del Apóstol. Las dudas persistieron, no obstante, hasta convertirse hoy en la casi certeza de que el autor no es Pablo, sino un discípulo anónimo suyo. Las razones son muchas: faltan, por ejemplo, las referencias personales; el griego que utiliza es más puro y elegante, como si fuera la lengua nativa del autor; el estilo es sosegado, expositivo, y carece de la pasión, movimiento y espontaneidad propios del Apóstol.
A los hebreos. La tradición ha afirmado que los destinatarios eran los «hebreos», o sea, los judíos convertidos al cristianismo. Y ésa sigue siendo la opinión más aceptada hoy en día. La carta cita y comenta continuamente el Antiguo Testamento; a veces alude a textos que supone conocidos. En ella se puede apreciar a una comunidad que atraviesa un momento de desaliento ante el ambiente hostil de persecución que la rodea. El entusiasmo primero se ha enfriado y, con ello, la práctica cristiana. La nostalgia del esplendor de la liturgia del Templo de Jerusalén, que se desarrolla alrededor del sacerdocio judío, está poniendo en peligro una vuelta al judaísmo, a sus instituciones y a su culto.
Fecha y lugar de composición de la carta. La fecha de composición es discutida. Algunos piensan que la carta es anterior a la destrucción de Jerusalén (año 70), pues el autor parece insinuar que el culto judío todavía se desarrolla en el Templo (10,1-3). Otros apuntan a una fecha posterior, cuyo tope sería el año 95, año en que la carta es citada por Clemente. En cuanto al lugar, la incertidumbre es completa.
Contenido de la carta. Esta carta-tratado alterna la exposición con la exhortación. Desde su sublime altura doctrinal, el autor contempla admirables y grandiosas correspondencias. La primera, entre las instituciones del Antiguo Testamento y la nueva realidad cristiana. La segunda media entre la realidad terrestre y la celeste, unidas y armonizadas por la resurrección y glorificación de Cristo. Su tema principal, provocado por la situación de los destinatarios, es el sacerdocio de Cristo y el consiguiente culto cristiano.
El sacerdocio de Cristo. A la nostalgia de una compleja institución y práctica judías opone el autor, no otra institución ni otra práctica, sino una persona: Jesucristo, Hijo de Dios, hermano de los hombres. Él es el gran mediador, superior a Moisés; es el «sumo sacerdote», que ya barruntaba la figura excepcional y misteriosa de Melquisedec.
El autor lo explica comentando el Sal 110 y su trasfondo de Gn 14. Jesús no era de la tribu levítica, ni ejerció de sacerdote de la institución judía, era un laico. Su muerte no tuvo nada de litúrgico, fue simplemente un crimen cometido contra un inocente. Si el autor llama «sacerdote» a Cristo -el único lugar del Nuevo Testamento donde esto ocurre- lo hace rompiendo todos los moldes y esquemas, dando un sentido radicalmente nuevo, profundo y alto a su sacerdocio, y por consiguiente al sacerdocio de la Iglesia.
Jesucristo es el mediador de una alianza nueva y mejor, anunciada ya por Jeremías (cfr. Jr 31). Su sacrificio, insinuado en el Sal 40, es diverso, único y definitivo; inaugura, ya para siempre, la perfecta mediación de quien es, por una parte, verdadero Hijo de Dios y, por otra, verdadero hombre que conoce y asume la fragilidad humana en su condición mortal.
Su sacerdocio consiste en su misma vida ofrecida como don de amor a Dios su Padre, a favor y en nombre de sus hermanos y hermanas. Una vida marcada por la obediencia y solidaridad hasta el último sacrificio. Dios transformó esa muerte en resurrección, colocando esa vida ofrecida y esa sangre derramada por nosotros en un «ahora» eterno que abarca la totalidad de la historia humana con la mediación de su poder salvador.
El sacerdocio de los cristianos. Los cristianos participan en este sacerdocio de Cristo. Es la misma vida del creyente la que, por el bautismo y su incorporación a la muerte y resurrección del Señor, se convierte en culto agradable a Dios, o lo que es lo mismo, en un cotidiano vivir en solidaridad y amor, capaces de trasformar el mundo. En esta peregrinación de fe y de esperanza del nuevo pueblo sacerdotal de Dios hacia el reposo prometido, Cristo nos acompaña como mediador, guía e intercesor.
Actualidad de la carta. Ha sido el Concilio Vaticano II el que ha puesto la Carta a los Hebreos como punto obligado de referencia para comprender el significado del sacerdocio dentro de la Iglesia, tanto el de los ministros ordenados, como el sacerdocio de los fieles. Toda la Iglesia, continuadora de la obra de Cristo, es sacerdotal. Todos y cada uno de los bautizados, hombres y mujeres, participan del único sacerdocio de Cristo, con todas las consecuencias de dignidad y protagonismo en la misión común. El sacramento del ministerio ordenado -obispos, presbíteros y diáconos-, ha sido instituido por el Señor en función y al servicio del sacerdocio de los fieles. Estamos sólo en los comienzos del gran cambio que revolucionará a la Iglesia y cuyos fundamentos puso ya el autor de esta carta.
Hebreos 9,1-22El sacrificio de Cristo. Para explicar la nueva alianza, el predicador continúa la comparación con la antigua, que giraba en torno al santuario y a los sacrificios que allí se realizaban. La minuciosa descripción sigue Éx 25-26; habla de dos tiendas de campaña o recintos adyacentes con sus respectivas cortinas de separación y todos los utensilios sagrados del culto que se encontraban dentro. Afirma que «no hace falta explicarlo ahora en detalle» (5), pues todo ello era de sobras conocido por los destinatarios de la carta. El primer recinto sólo era accesible a los sacerdotes, quienes ofrecían allí los sacrificios ordinarios. En el segundo recinto o «lugar santísimo» de la presencia de Dios sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año para ofrecer el sacrificio de expiación por los pecados del pueblo y por los suyos.
Al predicador le interesa resaltar dos aspectos. En primer lugar, que la misma estructura y disposición física del santuario con sus dos recintos, además del estatuto que regulaba su acceso -especialmente al lugar santísimo-, no eran una forma de que el pueblo accediera libremente a la presencia de Dios, sino una barrera y un impedimento casi infranqueables. En segundo lugar, que en la necesaria repetición de los sacrificios que se ofrecían en el santuario estaba la prueba de su ineficacia y carácter provisorio. En resumen: el Templo, el sacerdocio, los sacrificios, las prescripciones del culto, todo era temporal, tenía un valor relativo como «disposiciones humanas válidas hasta el momento en que Dios cambie las cosas» (10), es decir, la nueva alianza inaugurada por Jesús.
El predicador llega ahora al punto culminante de su exposición, presentando a Jesús como «sumo sacerdote de los bienes futuros» (11), en contraste con todo lo anterior. Y así, la tienda o el Templo, el lugar de la presencia y del encuentro definitivo con Dios, es el propio cuerpo de Jesús muerto y resucitado (cfr. Jua_2:19-21), no hecho «a mano, es decir, no de este mundo creado» (11). El nuevo santuario es el cielo «a donde entró de una vez para siempre» llevando «su propia sangre» y logrando así nuestro «rescate definitivo» (12). Con estas expresiones densas y dramáticas, el predicador presenta la muerte y resurrección de Jesús como el único y definitivo sacerdocio que inaugura, consuma y establece la nueva alianza de la humanidad con Dios.
Es probable que los destinatarios de la carta, acostumbrados a la terminología que usa el predicador, comprendieran todo el alcance de palabras claves como «sangre», «rescate» o «santuario celeste». Los lectores de hoy necesitamos más explicaciones. En la sangre se concentra toda la vida de Jesús de Nazaret como don del amor y de la compasión de Dios por todos nosotros, que culminó en su muerte en la cruz. Con la bella imagen bíblica del santuario celeste, del que hablará de nuevo más adelante, el predicador se refiere a la resurrección, inseparable de su muerte. Una muerte-resurección que nos hace participar a nosotros de la misma vida de Dios. Y este misterio de amor que nos libra de la muerte y del pecado viene expresado en la palabra «rescate». Esta nueva alianza que establece Jesucristo con su muerte y resurrección es también un testamento o herencia a favor de la humanidad, afirma el predicador aludiendo al otro significado de la palabra alianza.