Josué 19 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 51 versitos |
1 En segundo lugar salió la suerte de Simeón, por clanes. Su herencia quedaba en medio de la herencia de Judá.
2 Les tocaron como herencia: Berseba, Semá, Molada,
3 Jasar Suel, Balá, Esem,
4 Eltolad, Betul, Jormá,
5 Sicelag, Bet-Marcabot, Jasar Susá,
6 Bet-Lebaot, Sarujén. Trece ciudades con sus poblados.
7 Ayin, Rimón, Eter y Asán. Cuatro ciudades con sus poblados.
8 Más todos los poblados que hay en torno a esas ciudades hasta Baalat Beer y Ramat del Negueb.
Ésa fue la herencia que recibieron los clanes de la tribu de Simeón.
9 La herencia de Simeón estaba enclavada en el lote de Judá, porque a Judá le había tocado una parte demasiado grande; por eso los de Simeón tenían su herencia en medio de Judá.
10 En tercer lugar salió la suerte de Zabulón, por clanes.
11 Su límite llegaba hasta Sarid, subía por el oeste a Maralá, llegaba a Dabeset y hasta el torrente que está frente a Yocneán,
12 de Sarid volvía al este, hasta el término de Quislot Tabor, salía a Daberat y subía a Yapía;
13 de allí, siguiendo hacia el este, pasaba por Guitá– Jefer hasta Itá Casín, salía a Rimón y torcía hacia Neá;
14 después daba la vuelta por el norte de Janatón, para terminar en el valle de Yiptajel.
15 Su territorio incluía además Catat, Nahlal, Simerón, Yidalá y Belén. Doce ciudades con sus poblados.
16 Ésa fue la herencia que recibieron los clanes de la tribu de Zabulón: las ciudades y sus poblados.
17 En cuarto lugar salió la suerte de la tribu de Isacar, por clanes.
18 Su territorio comprendía: Yezrael, Quesulot, Sunán,
19 Jafaraym, Sión, Anajarat,
20 Harabit, Quisión, Abes,
21 Yarmut, En Ganim, En Jadá, Bet-Fasés;
22 el límite llegaba al Tabor, Sajasín y Bet-Semes y terminaba en el Jordán. Dieciséis ciudades con sus poblados.
23 Ésa fue la herencia que recibieron los clanes de la tribu de Isacar: las ciudades y sus poblados.
24 En quinto lugar salió la suerte de la tribu de Aser, por clanes.
25 Su territorio comprendía: Jelcat, Jalí, Beten, Acsaf,
26 Alamélec, Amad y Misal; el límite occidental llegaba al Carmelo y Sijor Libnat;
27 volviendo al este hacia Bet-Dagón, llegaba a Zabulón y a la parte norte del Valle de Yiptajel, a Bet-Emec y Nehiel, saliendo por el norte a Cabul,
28 Abdón, Rejob, Jamón, Caná y Sidón capital;
29 volvía hacia Ramá y la fortaleza de Tiro, volvía luego por Josá y terminaba en el mar. El territorio incluía, además, la región de Aczib,
30 Uma, Afec y Rejob. Veintidós ciudades con sus poblados.
31 Ésa fue la herencia que recibieron los clanes de la tribu de Aser: las ciudades y sus poblados.
32 En sexto lugar salió la suerte de la tribu de Neftalí, por clanes.
33 Su límite partía de Jélef, la Encina de Sananín, Adamá Haneqeb y Yabneel, hasta Lacún, y terminaba en el Jordán,
34 volvía luego por el este, hacia Aznot Tabor; de allí salía hacia Jucoc y lindaba con Zabulón por el sur, con Aser al oeste y con el Jordán al este;
35 comprendía las ciudades fortificadas de Sidín, Ser, Jamat, Racat, Genesaret,
36 Adamá, Haramá, Jasor,
37 Cades, Edrey, En Jasor,
38 Yirón, Migdalel, Jorén, Bet-Anat y Bet-Semes. Diecinueve ciudades con sus poblados.
39 Ésa fue la herencia que recibieron los clanes de la tribu de Neftalí: las ciudades y sus poblados.
40 En séptimo lugar salió la suerte de la tribu de Dan, por clanes.
41 El territorio de su herencia comprendía: Sorá, Estaol, Ir Semes,
42 Salbín, Ayalón, Yitlá,
43 Elón, Timná, Ecrón,
44 Elteque, Gabatón, Baalá,
45 Yehud, Bene Barac, Gat Rimón,
46 Río Yarqón con el término frente a Jafa.
47 Pero aquel territorio resultaba demasiado estrecho para los hijos de Dan, y por eso subieron a atacar a Lais; la conquistaron, pasaron a cuchillo a sus habitantes, tomaron posesión y se instalaron en ella, y la llamaron Dan, en recuerdo de su antepasado.
48 Ésa fue la herencia que recibieron los clanes de la tribu de Dan: las ciudades y sus poblados.
49 Así terminaron de repartir la tierra y de marcar sus límites. Después los israelitas dieron a Josué, hijo de Nun, una herencia en medio de ellos.
50 Siguiendo la orden del Señor, le dieron el pueblo que pidió: Timná Séraj, en la sierra de Efraín. Josué lo reconstruyó y se instaló allí.
51 Ésta fue la herencia que repartieron entre las tribus de Israel el sacerdote Eleazar, Josué, hijo de Nun, y los cabezas de familia, echando a suertes en Siló, en presencia del Señor, a la entrada de la tienda del encuentro. Así terminaron de repartir el país.

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Introducción a Josué

JOSUÉ

El libro de Josué mira en dos direcciones: hacia atrás, completando la salida de Egipto con la entrada en Canaán; y hacia adelante, inaugurando una nueva etapa en la vida del pueblo con el paso a la vida sedentaria.
Por lo primero, algunos añaden este libro al Pentateuco y hablan de un «Hexateuco». Sin la figura y obra de Josué, la epopeya de Moisés queda violentamente truncada. Con el libro de Josué, el libro del Éxodo alcanza su conclusión natural.
Por lo segundo, otros juntan este libro a los siguientes, para formar una obra que llaman Historia Deuteronomística -Por su parentesco espiritual con el libro del Deuteronomio-. A esta obra pertenecerían varios elementos narrativos del Deuteronomio, que preparan la sucesión de Josué.

Intención del autor. El autor tardío que compuso este libro, valiéndose de materiales existentes, se guió por el principio de simplificar. Lo que, seguramente, fue un proceso lento y diversificado en la tierra prometida, está visto como un esfuerzo colectivo bajo una dirección única: todo el pueblo a las órdenes de Josué.
Como sucesor de Moisés, tendrá que cumplir sus órdenes, llevar a término la empresa, imitar a su jefe. La tarea de Josué es doble: conquistar la tierra y repartirla entre las tribus. En otros términos: el paso de la vida seminómada a la vida sedentaria, de una cultura pastoral y trashumante a una cultura agrícola y urbana. Un proceso lento, secular, se reduce épicamente a un impulso bélico y un reparto único. Una penetración militar, una campaña al sur y otra al norte, y la conquista está concluida en pocos capítulos y en una carrera triunfal.

Historia y arqueología. La simplificación del libro no da garantías de historicidad. El autor no es un historiador sino un teólogo. A la fidelidad a la alianza, Dios responde con su mano poderosa a favor del pueblo, de ahí que todo aparece fácil y prodigioso: el río Jordán se abre para dar paso a Israel y todos los obstáculos van cayendo, hasta las mismas murallas de Jericó que se desploman al estallido de las trompetas.
La historia y la arqueología, sin embargo, nos dan el marco en el que podrían haber sucedido los hechos y relatos narrados. La época en la que mejor encaja el movimiento de los israelitas es el s. XIII a.C. Un cambio histórico sacudió a los imperios que mantenían un equilibrio de fuerzas en el Medio Oriente, sumiéndolos en la decadencia y abriendo las puertas a nuevos oleajes migratorios. Es también el tiempo en que fermenta una nueva cultura. La edad del Hierro va sucediendo a la del Bronce; la lengua aramea se va extendiendo y ganando prestigio.
Por el lado del desierto empujan las tribus nómadas, como el viento las dunas. Por todas partes se infiltran estas tribus, con movimientos flexibles, para saquear o en busca de una vida sedentaria, fija y segura. Entre estos nómadas vienen los israelitas y van penetrando las zonas de Palestina por infiltración pacífica y asentamientos estables a lo largo de un par de generaciones. Una vez dentro, se alzan en armas y desbancan la hegemonía de las ciudades-estado.

La figura de Josué. El libro lo presenta como continuador y como imitador de Moisés. Con todo, la distancia entre ambos es incolmable. Josué no promulga leyes en nombre de Dios. Tiene que cumplir órdenes y encargos de Moisés o contenidos en la Ley. Pero, sobre todo, no goza de la misma intimidad con Dios. Al contrario, la figura de Josué es tan apagada como esquemática.
El autor o autores se han preocupado de irlo introduciendo en el relato, como colaborador de Moisés en el Sinaí, en momentos críticos del desierto, para ser nombrado, finalmente, su sucesor.
Fuera del libro llama la atención su ausencia donde esperábamos encontrarlo: ni él ni sus hazañas se enumeran en los recuentos clásicos de 1 Sm 12; Sal 78; 105; 106. Tampoco figura en textos que se refieren a la ocupación de la tierra: Sal 44; 68; 80.

Mensaje religioso. El libro de Josué presenta un grave problema ético para el lector de hoy. ¿Cómo se justifica la invasión de territorios ajenos, la conquista por la fuerza, la matanza de reyes, gente inocente y poblaciones enteras, que el narrador parece conmemorar con gozo exultante?
Es probable que no haya existido tal conquista violenta ni tales matanzas colectivas, sino que los israelitas se hayan infiltrado pacíficamente y defendido, quizás excesivamente, cuando atacados. Si los hechos fueron más pacíficos que violentos, ¿por qué contarlos de esta manera? ¿Por qué aureolar a Josué con un cerco de sangre inocente? Por si fuera poco, todo es atribuido a Dios, que da las órdenes y asiste a la ejecución.
¿En qué sentido es Dios un Dios liberador? Hay un territorio pacíficamente habitado y cultivado por los cananeos: ¿con qué derecho se apoderan de él los israelitas, desalojando a sus dueños por la fuerza? La respuesta del libro es que Dios se lo entrega. Lo cual hace aún más difícil la lectura.
La lectura de este libro y de otros episodios parecidos del Antiguo Testamento deja colgando estas preguntas. Pero, ni este relato de la conquista ni la historia Deuteronómica son la última palabra. Por encima del «Yehoshuá» (Josué) de este libro, está el «Yehoshuá» (Jesús) de Nazaret, que Dios pronuncia y es la primera y última palabra de toda la historia.
El pueblo de Israel es escogido por Dios en el estadio de barbarie cultural en que se encuentra y conducido a un proceso de maduración, dejando actuar la dialéctica de la historia. Acepta, aunque no justifica, la ejecución humana torpe de un designio superior. Y éste es el mensaje del libro: por encima de Moisés y de Josué, garantizando la continuidad de mando y empresa, se alza el protagonismo de Dios. La tierra es promesa de Dios, es decir, ya era palabra antes de ser hecho, y será hecho en virtud de aquella palabra. Jesús de Nazaret ha dado toda su dimensión a esta palabra-promesa de Dios con respecto a la tierra: es de todos, para ser compartida por todos en la paz y solidaridad que produce un amor sin fronteras.

Conquista de la tierra: 1,1-12,24. Esta primera parte del libro narra las campañas conquistadoras de los israelitas al mando de Josué. Por supuesto que no se trata de una historia, en sentido objetivo, de la conquista de Canaán, ni los autores tenían ese propósito. Lo que encontramos aquí es una simplificación ya teologizada de unos hechos -no sabemos cuáles exactamente- que dieron como resultado el asentamiento de unos grupos seminómadas en territorio cananeo, unificados en torno a una fe común el Señor y a un único proyecto socio-político y económico: una sociedad solidaria e igualitaria que hiciera de contrapeso al modelo vigente, el que hemos dado en llamar tributario o faraónico, impuesto por Egipto. Por otra parte, la conquista y el reparto de la tierra, ejes del libro, son la concreción de lo que el Pentateuco deja sin resolver: la posesión de la tierra como cumplimiento de las promesas divinas hechas a los Patriarcas. Este trabajo lo realiza la corriente literario-teológica deuteronomista (D), mediante una monumental obra que intenta responder a varios cuestionamientos: Por qué se debía poseer un territorio (Deuteronomio); cómo se adquirió dicho territorio (Josué); qué se debía realizar en él (Jueces-1 Samuel); en qué terminó el proceso de conquista y cómo evolucionó (2 Samuel-2 Reyes). Por tratarse de una historia que se narra varios siglos después de sucedidos los hechos, los datos son más teológicos que objetivos; por tanto, no hemos de tomar al pie de la letra ninguna de las descripciones de las campañas conquistadoras, sino más bien descubrir la intencionalidad de fondo que mueve al redactor o los redactores. Para ello es necesario tener presentes dos herramientas imprescindibles: 1. El criterio último de justicia, con el que debemos leer cualquier pasaje de la Escritura. 2. El análisis de la situación socio-política, económica y religiosa que están viviendo los primeros destinatarios de la obra a la cual intentan responder los autores, en concreto, la desesperanza, la pérdida de fe. Esta obra trata de ayudar a los oyentes a recuperar todo eso que está a punto de perderse. Para los israelitas de entonces, la obra de la corriente deuteronomista (D) resultó ser toda una profecía; he ahí por qué estos libros son catalogados en la Biblia Hebrea como «Profetas»: no sólo porque muchos años después de su aparición la conciencia israelita creyó que cada libro había sido escrito por el personaje central del libro -Josué, Samuel, etc.-, sino por el contenido mismo, cargado de verdaderas enseñanzas proféticas. Con estas premisas, pues, empecemos la lectura del libro.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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