Josué 24 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 33 versitos |
1

Renovación de la alianza
Éx 19; 24; Dt 29s

Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén. Convocó a los ancianos de Israel, a los jefes de familia, a los jueces y escribas, y se presentaron ante el Señor.
2 Josué habló al pueblo:
– Así dice el Señor, Dios de Israel: Al otro lado del río Éufrates vivieron antiguamente sus padres, Téraj, padre de Abrahán y de Najor, sirviendo a otros dioses.
3 Pero yo tomé a Abrahán, su padre, del otro lado del río, lo conduje por todo el país de Canaán y multipliqué su descendencia dándole a Isaac.
4 A Isaac le di Jacob y Esaú. A Esaú le di en propiedad la montaña de Seír, mientras que Jacob y sus hijos bajaron a Egipto.
5 Envié a Moisés y a Aarón para castigar a Egipto con los portentos que hice, y después los saqué de allí.
6 Saqué de Egipto a sus padres, y llegaron al mar. Los egipcios persiguieron a sus padres con caballería y carros hasta el Mar Rojo;
7 pero gritaron al Señor, y él puso una nube oscura entre ustedes y los egipcios; después desplomó sobre ellos el mar, cubriéndolos. Sus ojos vieron lo que hice en Egipto. Después vivieron en el desierto muchos años.
8 Los llevé al país de los amorreos, que vivían en Transjordania; los atacaron y se los entregué; ustedes se apoderaron de sus territorios; y yo se los quité de delante.
9 Entonces Balac, hijo de Sipor, rey de Moab, atacó a Israel; mandó llamar a Balaán, hijo de Beor, para que los maldijera;
10 pero yo no quise oír a Balaán, que no tuvo más remedio que bendecirlos, y los libré de sus manos.
11 Pasaron el Jordán y llegaron a Jericó. Los jefes de Jericó los atacaron: los amorreos, fereceos, cananeos, hititas, guirgaseos, heveos y jebuseos, pero yo se los entregué;
12 sembré el pánico ante ustedes, y expulsaron a los dos reyes amorreos no con tu espada ni con tu arco;
13 y les di una tierra por la que no habían sudado, ciudades que no habían construido y en las que ahora viven; viñedos y olivares que no habían plantado y de los que ahora comen.
14 Por lo tanto, teman al Señor y sírvanlo con toda sinceridad; dejen de lado a los dioses que sirvieron sus padres al otro lado del río y en Egipto, y sirvan al Señor.
15 Y si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: a los dioses que sirvieron sus padres al otro lado del río o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitan, que yo y mi familia serviremos al Señor.
16 El pueblo respondió:
–¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses!
17 Porque el Señor, nuestro Dios, es quien nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto, quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios, nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos que atravesamos.
18 El Señor expulsó ante nosotros a los pueblos amorreos que habitaban el país. Por eso también nosotros serviremos al Señor: ¡él es nuestro Dios!
19 Josué dijo al pueblo:
– No podrán servir al Señor, porque es un Dios santo, un Dios celoso. No perdonará sus delitos ni sus pecados.
20 Si abandonan al Señor y sirven a dioses extranjeros, se volverá contra ustedes, y después de haberlos tratado bien, los maltratará y aniquilará.
21 El pueblo respondió:
–¡No! Serviremos al Señor.
22 Josué insistió:
– Son testigos contra ustedes mismos de que han elegido servir al Señor.
Respondieron:
–¡Somos testigos!
23 – Entonces dejen de lado los dioses extranjeros que conservan y pónganse de parte del Señor, Dios de Israel.
24 El pueblo respondió:
– Nosotros serviremos al Señor, nuestro Dios, y le obedeceremos.
25 Aquel día Josué selló una alianza con el pueblo y les dio leyes y mandatos en Siquén.
26 Escribió las cláusulas en el libro de la ley de Dios, agarró una gran piedra y la erigió allí, bajo la encina del santuario del Señor,
27 y dijo a todo el pueblo:
– Miren esta piedra, que será testigo contra nosotros, porque ha oído todo lo que el Señor nos ha dicho. Será testigo contra ustedes para que no renieguen de su Dios.
28 Luego despidió al pueblo, cada cual a su herencia.
29

Muerte de Josué

Algún tiempo después murió Josué, hijo de Nun, siervo del Señor, a la edad de ciento diez años.
30 Lo enterraron en el territorio de su herencia, en Timná Séraj, en la serranía de Efraín, al norte del monte Gaas.
31 Israel sirvió al Señor mientras vivió Josué y durante toda la vida de los ancianos que le sobrevivieron y que habían visto las hazañas del Señor en favor de Israel.
32 Los huesos de José, traídos por los israelitas de Egipto, los enterraron en Siquén, en el campo que había comprado Jacob a los hijos de Jamor, padre de Siquén, por cien pesos, y que pertenecía a los hijos de José.
33 También murió Eleazar, hijo de Aarón. Lo enterraron en Guibeá, población de su hijo Fineés, que la había recibido en propiedad en la serranía de Efraín.

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Introducción a Josué

JOSUÉ

El libro de Josué mira en dos direcciones: hacia atrás, completando la salida de Egipto con la entrada en Canaán; y hacia adelante, inaugurando una nueva etapa en la vida del pueblo con el paso a la vida sedentaria.
Por lo primero, algunos añaden este libro al Pentateuco y hablan de un «Hexateuco». Sin la figura y obra de Josué, la epopeya de Moisés queda violentamente truncada. Con el libro de Josué, el libro del Éxodo alcanza su conclusión natural.
Por lo segundo, otros juntan este libro a los siguientes, para formar una obra que llaman Historia Deuteronomística -Por su parentesco espiritual con el libro del Deuteronomio-. A esta obra pertenecerían varios elementos narrativos del Deuteronomio, que preparan la sucesión de Josué.

Intención del autor. El autor tardío que compuso este libro, valiéndose de materiales existentes, se guió por el principio de simplificar. Lo que, seguramente, fue un proceso lento y diversificado en la tierra prometida, está visto como un esfuerzo colectivo bajo una dirección única: todo el pueblo a las órdenes de Josué.
Como sucesor de Moisés, tendrá que cumplir sus órdenes, llevar a término la empresa, imitar a su jefe. La tarea de Josué es doble: conquistar la tierra y repartirla entre las tribus. En otros términos: el paso de la vida seminómada a la vida sedentaria, de una cultura pastoral y trashumante a una cultura agrícola y urbana. Un proceso lento, secular, se reduce épicamente a un impulso bélico y un reparto único. Una penetración militar, una campaña al sur y otra al norte, y la conquista está concluida en pocos capítulos y en una carrera triunfal.

Historia y arqueología. La simplificación del libro no da garantías de historicidad. El autor no es un historiador sino un teólogo. A la fidelidad a la alianza, Dios responde con su mano poderosa a favor del pueblo, de ahí que todo aparece fácil y prodigioso: el río Jordán se abre para dar paso a Israel y todos los obstáculos van cayendo, hasta las mismas murallas de Jericó que se desploman al estallido de las trompetas.
La historia y la arqueología, sin embargo, nos dan el marco en el que podrían haber sucedido los hechos y relatos narrados. La época en la que mejor encaja el movimiento de los israelitas es el s. XIII a.C. Un cambio histórico sacudió a los imperios que mantenían un equilibrio de fuerzas en el Medio Oriente, sumiéndolos en la decadencia y abriendo las puertas a nuevos oleajes migratorios. Es también el tiempo en que fermenta una nueva cultura. La edad del Hierro va sucediendo a la del Bronce; la lengua aramea se va extendiendo y ganando prestigio.
Por el lado del desierto empujan las tribus nómadas, como el viento las dunas. Por todas partes se infiltran estas tribus, con movimientos flexibles, para saquear o en busca de una vida sedentaria, fija y segura. Entre estos nómadas vienen los israelitas y van penetrando las zonas de Palestina por infiltración pacífica y asentamientos estables a lo largo de un par de generaciones. Una vez dentro, se alzan en armas y desbancan la hegemonía de las ciudades-estado.

La figura de Josué. El libro lo presenta como continuador y como imitador de Moisés. Con todo, la distancia entre ambos es incolmable. Josué no promulga leyes en nombre de Dios. Tiene que cumplir órdenes y encargos de Moisés o contenidos en la Ley. Pero, sobre todo, no goza de la misma intimidad con Dios. Al contrario, la figura de Josué es tan apagada como esquemática.
El autor o autores se han preocupado de irlo introduciendo en el relato, como colaborador de Moisés en el Sinaí, en momentos críticos del desierto, para ser nombrado, finalmente, su sucesor.
Fuera del libro llama la atención su ausencia donde esperábamos encontrarlo: ni él ni sus hazañas se enumeran en los recuentos clásicos de 1 Sm 12; Sal 78; 105; 106. Tampoco figura en textos que se refieren a la ocupación de la tierra: Sal 44; 68; 80.

Mensaje religioso. El libro de Josué presenta un grave problema ético para el lector de hoy. ¿Cómo se justifica la invasión de territorios ajenos, la conquista por la fuerza, la matanza de reyes, gente inocente y poblaciones enteras, que el narrador parece conmemorar con gozo exultante?
Es probable que no haya existido tal conquista violenta ni tales matanzas colectivas, sino que los israelitas se hayan infiltrado pacíficamente y defendido, quizás excesivamente, cuando atacados. Si los hechos fueron más pacíficos que violentos, ¿por qué contarlos de esta manera? ¿Por qué aureolar a Josué con un cerco de sangre inocente? Por si fuera poco, todo es atribuido a Dios, que da las órdenes y asiste a la ejecución.
¿En qué sentido es Dios un Dios liberador? Hay un territorio pacíficamente habitado y cultivado por los cananeos: ¿con qué derecho se apoderan de él los israelitas, desalojando a sus dueños por la fuerza? La respuesta del libro es que Dios se lo entrega. Lo cual hace aún más difícil la lectura.
La lectura de este libro y de otros episodios parecidos del Antiguo Testamento deja colgando estas preguntas. Pero, ni este relato de la conquista ni la historia Deuteronómica son la última palabra. Por encima del «Yehoshuá» (Josué) de este libro, está el «Yehoshuá» (Jesús) de Nazaret, que Dios pronuncia y es la primera y última palabra de toda la historia.
El pueblo de Israel es escogido por Dios en el estadio de barbarie cultural en que se encuentra y conducido a un proceso de maduración, dejando actuar la dialéctica de la historia. Acepta, aunque no justifica, la ejecución humana torpe de un designio superior. Y éste es el mensaje del libro: por encima de Moisés y de Josué, garantizando la continuidad de mando y empresa, se alza el protagonismo de Dios. La tierra es promesa de Dios, es decir, ya era palabra antes de ser hecho, y será hecho en virtud de aquella palabra. Jesús de Nazaret ha dado toda su dimensión a esta palabra-promesa de Dios con respecto a la tierra: es de todos, para ser compartida por todos en la paz y solidaridad que produce un amor sin fronteras.

Conquista de la tierra: 1,1-12,24. Esta primera parte del libro narra las campañas conquistadoras de los israelitas al mando de Josué. Por supuesto que no se trata de una historia, en sentido objetivo, de la conquista de Canaán, ni los autores tenían ese propósito. Lo que encontramos aquí es una simplificación ya teologizada de unos hechos -no sabemos cuáles exactamente- que dieron como resultado el asentamiento de unos grupos seminómadas en territorio cananeo, unificados en torno a una fe común el Señor y a un único proyecto socio-político y económico: una sociedad solidaria e igualitaria que hiciera de contrapeso al modelo vigente, el que hemos dado en llamar tributario o faraónico, impuesto por Egipto. Por otra parte, la conquista y el reparto de la tierra, ejes del libro, son la concreción de lo que el Pentateuco deja sin resolver: la posesión de la tierra como cumplimiento de las promesas divinas hechas a los Patriarcas. Este trabajo lo realiza la corriente literario-teológica deuteronomista (D), mediante una monumental obra que intenta responder a varios cuestionamientos: Por qué se debía poseer un territorio (Deuteronomio); cómo se adquirió dicho territorio (Josué); qué se debía realizar en él (Jueces-1 Samuel); en qué terminó el proceso de conquista y cómo evolucionó (2 Samuel-2 Reyes). Por tratarse de una historia que se narra varios siglos después de sucedidos los hechos, los datos son más teológicos que objetivos; por tanto, no hemos de tomar al pie de la letra ninguna de las descripciones de las campañas conquistadoras, sino más bien descubrir la intencionalidad de fondo que mueve al redactor o los redactores. Para ello es necesario tener presentes dos herramientas imprescindibles: 1. El criterio último de justicia, con el que debemos leer cualquier pasaje de la Escritura. 2. El análisis de la situación socio-política, económica y religiosa que están viviendo los primeros destinatarios de la obra a la cual intentan responder los autores, en concreto, la desesperanza, la pérdida de fe. Esta obra trata de ayudar a los oyentes a recuperar todo eso que está a punto de perderse. Para los israelitas de entonces, la obra de la corriente deuteronomista (D) resultó ser toda una profecía; he ahí por qué estos libros son catalogados en la Biblia Hebrea como «Profetas»: no sólo porque muchos años después de su aparición la conciencia israelita creyó que cada libro había sido escrito por el personaje central del libro -Josué, Samuel, etc.-, sino por el contenido mismo, cargado de verdaderas enseñanzas proféticas. Con estas premisas, pues, empecemos la lectura del libro.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Josué 24,1-33Renovación de la alianza - Muerte de Josué. La gran jornada de Siquén, a la que se refiere el capítulo 24, no solamente constituye el acontecimiento más importante de todo el libro, sino que señala una de las fechas señeras de toda la historia bíblica, el nacimiento de Israel como pueblo. La asamblea de Siquén, presidida por Josué, tiene por objeto la conclusión de un pacto entre las tribus de Israel y el Señor. Entre las muchas aportaciones que han hecho los descubrimientos arqueológicos del siglo pasado para el mejor conocimiento de la Biblia, uno de ellos se refiere al tema del pacto o alianza. La luz en este caso viene de una colección de pactos encontrados en Hatusa, la capital del antiguo imperio hitita. Se distinguen dos clases de pactos: los pactos bilaterales de igual a igual, que eran los que hacía un emperador hitita con las grandes potencias del Medio Oriente; y los llamados pactos de vasallaje, que tenían lugar entre el soberano de Hatusa y la red de pequeños reyezuelos que poblaban la región. El pacto o alianza entre el Señor -soberano- y el pueblo de Israel -vasallo- parece estar calcado en buena parte sobre el esquema o formulario de tales pactos de vasallaje. En casi todos los pactos bíblicos podemos descubrir algunos elementos del formulario hitita; los elementos en el pacto de Siquén son los siguientes: el preámbulo (2a); el prólogo histórico (2b-13); la cláusula capital, en virtud de la cual las tribus se comprometían a servir exclusivamente al Señor (14-21); las cláusulas del pacto (25s); finalmente, se alude a los testigos (22.26s). Da la impresión de que en la asamblea de Siquén hay dos clases de tribus: las representadas por Josué, que profesan su fe en el Señor, y otras tribus, que siguen dando culto a otros dioses. La jornada de Siquén habría tenido, por tanto, como resultado que todas las tribus se comprometieron a no reconocer más dios que al Señor y este reconocimiento fue refrendado con un pacto. La alianza actúa en una doble dirección: vertical, en cuanto todos los clanes y tribus se comprometen a servir en exclusiva a Yahvé; horizontal, por cuanto la fe común crea automáticamente entre las tribus conciencia de solidaridad y de pueblo. Llama la atención la insistencia con que se repite la palabra «servir», catorce veces en total, de las cuales siete se encuentran en los dos primeros versículos (14s). «Servir» en sentido bíblico implica: fidelidad a la fe, servicio cultual y respuesta positiva a las exigencias de los mandamientos.