Josué 8 La Biblia de Nuestro Pueblo (2006) | 35 versitos |
1

Conquista de Ay
Eclo 46,2

El Señor dijo a Josué:
– No temas ni te acobardes. Vete con tu ejército a atacar Ay, que yo te pongo en las manos a su rey, su gente, la ciudad y sus campos.
2 Trata a la ciudad y a su rey como trataste a Jericó y a su rey. Sólo se llevarán el botín y el ganado. Pon emboscadas al otro lado del pueblo.
3 Josué y su ejército prepararon el ataque de Ay. Josué escogió treinta mil soldados y los envió durante la noche
4 con estas instrucciones:
– Presten atención, ustedes estarán emboscados detrás del pueblo, pero sin alejarse mucho, manténganse alerta;
5 yo y los míos nos acercaremos. Cuando el enemigo salga contra nosotros, como la primera vez, huiremos ante ellos;
6 ellos saldrán detrás, pensando que huimos como la primera vez, y así lograremos alejarlos del pueblo.
7 Entonces salgan de la emboscada y apodérense de la ciudad – el Señor se las entregará–
8 y en cuanto la ocupen, la incendiarán. Hagan lo que ha dicho el Señor. Éstas son mis órdenes.
9 Los despachó, y fueron a ubicarse en el lugar de la emboscada entre Betel y Ay, al oeste de Ay. Josué pasó aquella noche entre la tropa.
10 Se levantó temprano, pasó revista a la tropa y marchó contra Ay. El iba a la cabeza, con los ancianos de Israel.
11 Todos los soldados que los acompañaban fueron acercándose a Ay, hasta llegar frente a ella, y acamparon al norte, dejando el valle entre ellos y el pueblo.
12 Josué había tomado unos cinco mil hombres y los había emboscado entre Betel y Ay, al oeste de la villa.
13 El grueso del ejército acampó al norte, la retaguardia al oeste de la villa. Josué fue aquella noche hasta la mitad del valle.
14 Cuando el rey de Ay lo descubrió, despertó a toda prisa a la gente y salió con su ejército a presentar batalla a Israel, en la bajada frente al desierto, sin saber que le habían tendido una emboscada detrás de la ciudad.
15 Josué y los israelitas cedieron ante ellos y emprendieron la fuga camino del desierto.
16 Los de Ay salieron gritando tras ellos y persiguieron a Josué, alejándose de la ciudad;
17 no quedó uno en Ay que no saliera en persecución de los israelitas y por perseguirlos dejaron la ciudad desguarnecida.
18 El Señor dijo a Josué:
– Extiende en dirección de Ay la lanza que llevas en la mano, porque la entrego en tu poder.
19 Josué extendió en dirección de Ay la lanza que llevaba en la mano, y los de la emboscada salieron corriendo de sus posiciones, entraron en la ciudad, la ocuparon y la incendiaron en seguida.
20 Los de Ay se volvieron a mirar y vieron que subía de la ciudad una humareda hasta el cielo y que no tenían escapatoria por ninguna parte, porque los que habían huido hacia el desierto se volvieron contra sus perseguidores.
21 Ya que Josué y los israelitas, viendo que los de la emboscada habían incendiado la ciudad, por la humareda que subía, se dieron la vuelta y atacaron a los de Ay
22 y por su parte los de la emboscada salieron de Ay a su encuentro, y así se vieron encerrados entre dos ejércitos israelitas. Israel los derrotó hasta no dejarles un superviviente ni un fugitivo.
23 Al rey de Ay lo apresaron vivo y se lo llevaron a Josué.
24 Cuando los israelitas acabaron de matar a todos los de Ay que habían salido a campo abierto en su persecución, haciéndolos caer a todos a filo de cuchillo, hasta el último, se volvieron contra Ay y pasaron a cuchillo a sus habitantes.
25 Las bajas de aquel día fueron doce mil entre hombres y mujeres, toda gente de Ay.
26 Josué tuvo extendido el brazo con la lanza hasta que exterminaron a todos los de Ay.
27 Los israelitas se llevaron sólo el ganado y el botín, como había ordenado el Señor a Josué.
28 Josué incendió la ciudad, reduciéndola a un montón de escombros, que dura hasta hoy.
29 Al rey de Ay lo ahorcó de un árbol y lo dejó allí hasta la tarde; al ponerse el sol mandó bajar del árbol el cadáver, lo tiraron junto a la puerta de la ciudad y lo cubrieron con un montón enorme de piedras, que se conserva hasta hoy.
30 Entonces levantó Josué un altar al Señor, Dios de Israel, en el monte Ebal,
31 como había mandado Moisés, siervo del Señor, a los israelitas – está escrito en el libro de la ley de Moisés– : un altar de piedras enteras, no labradas a hierro, y ofrecieron sobre él holocaustos y sacrificios de comunión.
32 Allí escribió Josué sobre las piedras una copia de la ley que Moisés había escrito en presencia de los israelitas.
33 Todo Israel, los ancianos, los escribas y los jueces estaban a ambos lados del arca, frente a los sacerdotes levitas portadores del arca de la alianza del Señor. Tanto el extranjero como el nativo: la mitad hacia el monte Garizín, la otra mitad hacia el monte Ebal, como había mandado Moisés, siervo del Señor, cuando bendijo por primera vez al pueblo israelita.
34 Josué leyó todo el texto de la ley, bendiciones y maldiciones, tal como está escrito en el libro de la Ley.
35 De cuanto prescribió Moisés no quedó ni una palabra que Josué no leyera ante la asamblea de Israel, incluidos niños, mujeres y los extranjeros que iban con ellos.

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Introducción a Josué

JOSUÉ

El libro de Josué mira en dos direcciones: hacia atrás, completando la salida de Egipto con la entrada en Canaán; y hacia adelante, inaugurando una nueva etapa en la vida del pueblo con el paso a la vida sedentaria.
Por lo primero, algunos añaden este libro al Pentateuco y hablan de un «Hexateuco». Sin la figura y obra de Josué, la epopeya de Moisés queda violentamente truncada. Con el libro de Josué, el libro del Éxodo alcanza su conclusión natural.
Por lo segundo, otros juntan este libro a los siguientes, para formar una obra que llaman Historia Deuteronomística -Por su parentesco espiritual con el libro del Deuteronomio-. A esta obra pertenecerían varios elementos narrativos del Deuteronomio, que preparan la sucesión de Josué.

Intención del autor. El autor tardío que compuso este libro, valiéndose de materiales existentes, se guió por el principio de simplificar. Lo que, seguramente, fue un proceso lento y diversificado en la tierra prometida, está visto como un esfuerzo colectivo bajo una dirección única: todo el pueblo a las órdenes de Josué.
Como sucesor de Moisés, tendrá que cumplir sus órdenes, llevar a término la empresa, imitar a su jefe. La tarea de Josué es doble: conquistar la tierra y repartirla entre las tribus. En otros términos: el paso de la vida seminómada a la vida sedentaria, de una cultura pastoral y trashumante a una cultura agrícola y urbana. Un proceso lento, secular, se reduce épicamente a un impulso bélico y un reparto único. Una penetración militar, una campaña al sur y otra al norte, y la conquista está concluida en pocos capítulos y en una carrera triunfal.

Historia y arqueología. La simplificación del libro no da garantías de historicidad. El autor no es un historiador sino un teólogo. A la fidelidad a la alianza, Dios responde con su mano poderosa a favor del pueblo, de ahí que todo aparece fácil y prodigioso: el río Jordán se abre para dar paso a Israel y todos los obstáculos van cayendo, hasta las mismas murallas de Jericó que se desploman al estallido de las trompetas.
La historia y la arqueología, sin embargo, nos dan el marco en el que podrían haber sucedido los hechos y relatos narrados. La época en la que mejor encaja el movimiento de los israelitas es el s. XIII a.C. Un cambio histórico sacudió a los imperios que mantenían un equilibrio de fuerzas en el Medio Oriente, sumiéndolos en la decadencia y abriendo las puertas a nuevos oleajes migratorios. Es también el tiempo en que fermenta una nueva cultura. La edad del Hierro va sucediendo a la del Bronce; la lengua aramea se va extendiendo y ganando prestigio.
Por el lado del desierto empujan las tribus nómadas, como el viento las dunas. Por todas partes se infiltran estas tribus, con movimientos flexibles, para saquear o en busca de una vida sedentaria, fija y segura. Entre estos nómadas vienen los israelitas y van penetrando las zonas de Palestina por infiltración pacífica y asentamientos estables a lo largo de un par de generaciones. Una vez dentro, se alzan en armas y desbancan la hegemonía de las ciudades-estado.

La figura de Josué. El libro lo presenta como continuador y como imitador de Moisés. Con todo, la distancia entre ambos es incolmable. Josué no promulga leyes en nombre de Dios. Tiene que cumplir órdenes y encargos de Moisés o contenidos en la Ley. Pero, sobre todo, no goza de la misma intimidad con Dios. Al contrario, la figura de Josué es tan apagada como esquemática.
El autor o autores se han preocupado de irlo introduciendo en el relato, como colaborador de Moisés en el Sinaí, en momentos críticos del desierto, para ser nombrado, finalmente, su sucesor.
Fuera del libro llama la atención su ausencia donde esperábamos encontrarlo: ni él ni sus hazañas se enumeran en los recuentos clásicos de 1 Sm 12; Sal 78; 105; 106. Tampoco figura en textos que se refieren a la ocupación de la tierra: Sal 44; 68; 80.

Mensaje religioso. El libro de Josué presenta un grave problema ético para el lector de hoy. ¿Cómo se justifica la invasión de territorios ajenos, la conquista por la fuerza, la matanza de reyes, gente inocente y poblaciones enteras, que el narrador parece conmemorar con gozo exultante?
Es probable que no haya existido tal conquista violenta ni tales matanzas colectivas, sino que los israelitas se hayan infiltrado pacíficamente y defendido, quizás excesivamente, cuando atacados. Si los hechos fueron más pacíficos que violentos, ¿por qué contarlos de esta manera? ¿Por qué aureolar a Josué con un cerco de sangre inocente? Por si fuera poco, todo es atribuido a Dios, que da las órdenes y asiste a la ejecución.
¿En qué sentido es Dios un Dios liberador? Hay un territorio pacíficamente habitado y cultivado por los cananeos: ¿con qué derecho se apoderan de él los israelitas, desalojando a sus dueños por la fuerza? La respuesta del libro es que Dios se lo entrega. Lo cual hace aún más difícil la lectura.
La lectura de este libro y de otros episodios parecidos del Antiguo Testamento deja colgando estas preguntas. Pero, ni este relato de la conquista ni la historia Deuteronómica son la última palabra. Por encima del «Yehoshuá» (Josué) de este libro, está el «Yehoshuá» (Jesús) de Nazaret, que Dios pronuncia y es la primera y última palabra de toda la historia.
El pueblo de Israel es escogido por Dios en el estadio de barbarie cultural en que se encuentra y conducido a un proceso de maduración, dejando actuar la dialéctica de la historia. Acepta, aunque no justifica, la ejecución humana torpe de un designio superior. Y éste es el mensaje del libro: por encima de Moisés y de Josué, garantizando la continuidad de mando y empresa, se alza el protagonismo de Dios. La tierra es promesa de Dios, es decir, ya era palabra antes de ser hecho, y será hecho en virtud de aquella palabra. Jesús de Nazaret ha dado toda su dimensión a esta palabra-promesa de Dios con respecto a la tierra: es de todos, para ser compartida por todos en la paz y solidaridad que produce un amor sin fronteras.

Conquista de la tierra: 1,1-12,24. Esta primera parte del libro narra las campañas conquistadoras de los israelitas al mando de Josué. Por supuesto que no se trata de una historia, en sentido objetivo, de la conquista de Canaán, ni los autores tenían ese propósito. Lo que encontramos aquí es una simplificación ya teologizada de unos hechos -no sabemos cuáles exactamente- que dieron como resultado el asentamiento de unos grupos seminómadas en territorio cananeo, unificados en torno a una fe común el Señor y a un único proyecto socio-político y económico: una sociedad solidaria e igualitaria que hiciera de contrapeso al modelo vigente, el que hemos dado en llamar tributario o faraónico, impuesto por Egipto. Por otra parte, la conquista y el reparto de la tierra, ejes del libro, son la concreción de lo que el Pentateuco deja sin resolver: la posesión de la tierra como cumplimiento de las promesas divinas hechas a los Patriarcas. Este trabajo lo realiza la corriente literario-teológica deuteronomista (D), mediante una monumental obra que intenta responder a varios cuestionamientos: Por qué se debía poseer un territorio (Deuteronomio); cómo se adquirió dicho territorio (Josué); qué se debía realizar en él (Jueces-1 Samuel); en qué terminó el proceso de conquista y cómo evolucionó (2 Samuel-2 Reyes). Por tratarse de una historia que se narra varios siglos después de sucedidos los hechos, los datos son más teológicos que objetivos; por tanto, no hemos de tomar al pie de la letra ninguna de las descripciones de las campañas conquistadoras, sino más bien descubrir la intencionalidad de fondo que mueve al redactor o los redactores. Para ello es necesario tener presentes dos herramientas imprescindibles: 1. El criterio último de justicia, con el que debemos leer cualquier pasaje de la Escritura. 2. El análisis de la situación socio-política, económica y religiosa que están viviendo los primeros destinatarios de la obra a la cual intentan responder los autores, en concreto, la desesperanza, la pérdida de fe. Esta obra trata de ayudar a los oyentes a recuperar todo eso que está a punto de perderse. Para los israelitas de entonces, la obra de la corriente deuteronomista (D) resultó ser toda una profecía; he ahí por qué estos libros son catalogados en la Biblia Hebrea como «Profetas»: no sólo porque muchos años después de su aparición la conciencia israelita creyó que cada libro había sido escrito por el personaje central del libro -Josué, Samuel, etc.-, sino por el contenido mismo, cargado de verdaderas enseñanzas proféticas. Con estas premisas, pues, empecemos la lectura del libro.

Fuente: La Biblia de Nuestro Pueblo (Liturgical Press, 2006),

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Notas

Josué 8,1-35Conquista de Ay. Un segundo intento de ataque a la ciudad de Ay da como resultado su conquista y destrucción gracias a una estratagema ideada por Josué, pero dirigida por el mismo Dios. Nótese el lenguaje religioso que emplea el redactor; como se ha dicho, éste no pretende simplemente contar una campaña militar, sino más bien hacer una relectura de cómo Israel llegó a poseer el territorio donde debiera haber mostrado las actitudes propias de un pueblo elegido por Dios. Desafortunadamente se mezclan el lenguaje religioso y el bélico para describir escenas de masacre y violencia; pero sólo es el ropaje externo de un mensaje perdurable. La prueba está en que, según los datos arqueológicos, ni Jericó, ni Ay, ni otras ciudades mencionadas en el libro existían para la época de la invasión israelita de Canaán, pues habían sido reducidas a ruinas hacía ya por lo menos dos siglos. Esto significa que por encima de las descripciones materiales se encuentran otras intenciones e intereses teológicos que tal vez no aparezcan demasiado claros para nosotros, pero que sí eran comprensibles, y sobre todo útiles, para la conciencia y la fe de los judíos del exilio y, sobre todo, del postexilio. Termina el capítulo refiriendo cómo Josué construye un altar al Señor en el que ofrece sacrificios de comunión, y cómo graba en las piedras del altar una copia de la Ley de Moisés. La lectura ante todo el pueblo de las bendiciones y maldiciones es una forma de decir que el compromiso de Israel en cada avance, en cada pedazo de tierra conquistada, es propagar el proyecto único de su Dios consignado en la Ley.