Jeremías  10 Libro del Pueblo de Dios (Levoratti y Trusso, 1990) | 25 versitos |
1 ¡Escuche, casa de Israel, la palabra que les dirige el Señor!
2 Así habla el Señor: No imiten las costumbres de los paganos ni se atemoricen por los signos del cielo, porque son los paganos lo que temen esas cosas.
3 Sí, el Terror de los pueblos no vale nada: es una madera que se corta en el bosque, una obra cincelada por la mano del orfebre;
4 se la embellece con plata y oro, se la asegura con clavos y martillos, para que no se tambalee.
5 Ellos son como un espantapájaros, en un campo de pepinos; no pueden hablar, hay que transportarlos, porque no dan ni un paso. ¡No les tengan miedo, no hacen ningún mal, ni tampoco son capaces de hacer el bien!
6 No hay nadie como tú, Señor: tú eres grande y es grande la fuerza de tu Nombre.
7 ¿Quién no sentirá temor de ti, Rey de las naciones? Sí, eso es lo que te corresponde, porque entre todos los sabios de las naciones y en todos sus reinos, no hay nadie como tú.
8 Todos ellos, por igual, son estúpidos y necios: vana es su enseñanza, no son más que madera,
9 plata laminada traída de Tarsis y oro de Ufaz, obra de un orfebre, de las manos de un fundidor, con vestiduras de púrpura y carmesí: ¡obra de artesanos es todo eso!
10 Pero el Señor es el Dios verdadero, él es un Dios viviente y un Rey eterno. Cuando él se irrita, la tierra tiembla y las naciones no pueden soportar su enojo.
11 Esto es lo que ustedes dirán de ellos: "Los dioses que no hicieron ni el cielo ni la tierra, desaparecerán de la tierra y de debajo del cielo".
12 Con su poder él hizo la tierra, con su sabiduría afianzó el mundo, y con su inteligencia extendió el cielo.
13 Cuando él truena, retumban las aguas en el cielo, hace subir las nubes desde el horizontes, desata la lluvia con los relámpagos, hace salir el viento de sus depósitos.
14 El hombre queda aturdido, sin comprender, el fundidor se avergüenza de su ídolo, porque su estatua es una mentira, y en nada de eso hay aliento de vida;
15 son pura vanidad, una obra ridícula, perecerán cuando haya que dar cuenta.
16 Pero no es como ellos la Parte de Jacob, porque él ha modelado todas las cosas; Israel es la tribu de su herencia, su nombre es: "Señor de los ejércitos".
17 ¡Recoge del suelo tu equipaje, tú que estás bajo el asedio!
18 Porque así habla el Señor: Esta vez lanzaré como una honda a todos los habitantes del país; estrecharé el cerco sobre ellos, para que sean alcanzados.
19 ¡Ay de mí, a causa de mi desastre! ¡Mi llaga es incurable! Y eso que yo decía: "Es mi sufrimiento, lo soportaré".
20 Mi carpa ha sido devastada y se han roto todas mis cuerdas. Mis hijos me dejaron, ya no están más, no hay nadie que despliegue mi carpa y levante mis toldos.
21 Porque los pastores se han vuelto necios y no han buscado al Señor: por eso no han obrado con acierto y se ha dispersado todo su rebaño.
22 ¡Oigan el rumor! ¡Ya llega! Un gran estruendo viene del país del Norte para hacer de las ciudades de Judá una desolación, una guarida de chacales.
23 Yo sé, Señor, que el hombre no es dueño de su camino, ni está en poder del caminante dirigir sus propios pasos,
24 Corrígeme, Señor, pero con equidad, no según tu indignación, para no rebajarme demasiado.
25 Derrama tu furor sobre las naciones que no te conocen, y sobre las familias que no invocan tu Nombre. Porque ellas han devorado a Jacob, lo han devorado, lo han exterminado, y han devastado su morada.

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Introducción a Jeremías 


Jeremías

Entre las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una personalidad tan atrayente y conmovedora como JEREMÍAS. Los demás profetas nos han dejado un mensaje, sin decirnos nada, o muy poco, acerca de sí mismos. Él, en cambio, nos abre su alma en varios poemas de una sinceridad estremecedora, que nos hacen penetrar en el drama de su existencia.
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén (1. 1). Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético (1. 6). En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a "desarraigar" el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido (13. 23). El pecado de Judá está grabado con un buril de diamante en las tablas de su corazón (17. 1). Un profeta puede traer a los hombres una palabra nueva, pero no puede darles un corazón nuevo (7. 25-28).
Jeremías vio confirmada esta dolorosa experiencia en los años que precedieron a la caída de Jerusalén. Desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina. Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico. Muy a pesar suyo, Jeremías se ve comprometido en estos debates. Su posición no ofrece lugar a dudas: es preciso reconocer la supremacía de Nabucodonosor, no por razones políticas, sino porque el Señor lo ha elegido como instrumento para castigar los pecados de Judá (27. 1-22). Una vez que haya cumplido esta misión, también él tendrá que dar cuenta al Señor, que rige el destino de los pueblos y realiza sus designios a través de ellos (27. 6-7). Sin embargo, las palabras de Jeremías no encontraron ningún eco entre los partidarios de la rebelión, y en el 587 sobrevino la catástrofe final, tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
Tal como ha llegado hasta nosotros, el libro de Jeremías es uno de los más desordenados del Antiguo Testamento. Este desorden atestigua que el Libro atravesó por un largo proceso de formación antes de llegar a su composición definitiva. En el origen de la colección actual están los oráculos dictados por el mismo Jeremías (36. 32). A este núcleo original se añadieron más tarde otros materiales, muchos de ellos reelaborados por sus discípulos, y una especie de "biografía" del profeta, atribuida generalmente a su amigo y colaborador Baruc. Finalmente, al comienzo del exilio, un redactor anónimo reunió todos esos elementos en un solo volumen.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que él no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente, permitieron al pueblo desterrado en Babilonia superar la tremenda crisis del exilio. Al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. En el momento en que se veían privados de las instituciones religiosas y políticas que constituían los soportes materiales de la fe, Jeremías continuaba enseñándoles, más con su vida que con sus palabras, que lo esencial de la religión no es el culto exterior sino la unión personal con Dios y la fidelidad a sus mandamientos. Y mientras padecían el aparente silencio del Señor en una tierra extranjera, la promesa de una "Nueva Alianza" (31. 31-34) los alentaba a seguir esperando en él.
Así el aparente "fracaso" de Jeremías -como el de Jesucristo en la Cruz- fue el camino elegido por Dios para hacer surgir la vida de la muerte. No en vano la tradición cristiana ha visto en Jeremías la imagen más acabada del "Servidor sufriente" (Is. 52. 13 - 53. 12).

Fuente: Libro del Pueblo de Dios (San Pablo, 1990)

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Notas

Jeremías  10,1-25

2. Los "signos del cielo" son esos fenómenos más o menos extraordinarios, como los meteoros, eclipses o cometas, a los que se atribuía el carácter de presagios favorables o funestos. Babilonia era célebre en la antigüedad por sus conocimientos y prácticas astrológicas.

12-16. Estos versículos aparecen reproducidos textualmente en 51 . 15-19.

11 1-14. Este pasaje contiene numerosas expresiones propias del Deuteronomio, cuyo hallazgo en el 622 a. C. inspiró la reforma religiosa del rey Josías (2 Rey. 22. 3 - 23. 27). Según algunos intérpretes, aquí tendríamos un testimonio de las esperanzas (vs. 1-8) y de las decepciones (vs. 9-14) que aquella reforma suscitó en el espíritu de Jeremías. Pero esto puede ponerse en duda, porque no sabernos en qué medida el profeta aprobó y apoyó dicha reforma.

19. Ver Isa_53:7.