Jeremías  15 Libro del Pueblo de Dios (Levoratti y Trusso, 1990) | 21 versitos |
1 El Señor me dijo: Aunque Moisés y Samuel se presentaran delante de mí, yo no me conmovería de este pueblo. ¡Échalos fuera de mi presencia y que se vayan!
2 Y si ellos te dicen: "¿A dónde iremos?", tú les responderás: ¡El destinado a la muerte, a la muerte, el destinado a la espada, a la espada, el destinado al hambre, al hambre, el destinado al cautiverio, al cautiverio!
3 Yo mandaré contra ellos cuatro clases de castigos -oráculo del Señor-: la espada para matar, los perros para arrastrar, los pájaros del cielo y las fieras de la tierra para devorar y destruir.
4 Haré de ellos el espanto de todos los reinos de la tierra, a causa de Manasés, hijo de Ezequías, rey de Judá, por todo lo que él hizo en Jerusalén.
5 ¿Quién tendrá piedad de ti, Jerusalén, y quién se condolerá por ti? ¿Quién se apartará de su camino para averiguar cómo estás?
6 Fuiste tú la que me rechazaste -oráculo del Señor-, la que te volviste atrás. Entonces, yo extendí mi mano y te destruí, cansado de tenerte compasión.
7 Yo los aventé con la horquilla por las ciudades del país. Dejé sin hijos a mi pueblo, lo hice perecer, porque no se apartaban de sus caminos.
8 Hice a sus viudas más numerosas que la arena de los mares; hice venir sobre las madres de los jóvenes guerreros; un devastador en pleno mediodía; hice caer de repente sobre ellas la angustia y el pánico.
9 Desfallece la que dio a luz siete veces, está a punto de expirar; su sol se ha puesto en pleno día, quedó avergonzada y confundida. Al resto de ellos los entregaré a la espada delante de sus enemigos -oráculo del Señor-.
10 ¡Qué desgracia, madre mía, que me hayas dado a luz, a mí, un hombre discutido y controvertido por todo el país! Yo no di ni recibí nada prestado, pero todos me maldicen.
11 ¡Que así sea, Señor, si no te he servido bien, si en el tiempo de la desgracia y de la angustia, no intervine ante ti por mi enemigo! [15 a] ¡Tú lo sabes!
12 ¿Se puede quebrar el hierro, el hierro del Norte, y el bronce?
13 Tu riqueza y tus tesoros los entregaré como botín, gratuitamente, por todos tus pecados, en todo tu territorio.
14 Haré que sirvas a tus enemigos en un país que no conocías, porque un fuego se encendió en mis narices y arde contra ustedes.
15 Señor, acuérdate de mí, tómame en cuenta, y véngame de mis perseguidores; no dejes que me arrebaten, abusando de tu paciencia: mira que soporto injurias por tu causa.
16 Cuando se presentaban tus palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo soy llamado con tu Nombre, Señor, Dios de los ejércitos.
17 Yo no me senté a disfrutar en la reunión de los que se divierten; forzado por tu mano, me mantuve apartado, porque tú me habías llenado de indignación.
18 ¿Por qué es incesante mi dolor, por qué mi llaga es incurable, se resiste a sanar? ¿Serás para mí como un arroyo engañoso, de aguas inconstantes?
19 Por eso, así habla el Señor: Si tú vuelves, yo te haré volver, tú estarás de pie delante de mí, si separas lo precioso de la escoria, tú serás mi portavoz. Ellos se volverán hacia ti, pero tú no te volverás hacia ellos.
20 Yo te pondré frente a este pueblo como una muralla de bronce inexpugnable. Te combatirán, pero no podrán contra ti, porque yo estoy contigo para salvarte y librarte -oráculo del Señor-.
21 Yo te libraré de la mano de los malvados y te rescataré del poder de los violentos.

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Introducción a Jeremías 


Jeremías

Entre las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una personalidad tan atrayente y conmovedora como JEREMÍAS. Los demás profetas nos han dejado un mensaje, sin decirnos nada, o muy poco, acerca de sí mismos. Él, en cambio, nos abre su alma en varios poemas de una sinceridad estremecedora, que nos hacen penetrar en el drama de su existencia.
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén (1. 1). Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético (1. 6). En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a "desarraigar" el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido (13. 23). El pecado de Judá está grabado con un buril de diamante en las tablas de su corazón (17. 1). Un profeta puede traer a los hombres una palabra nueva, pero no puede darles un corazón nuevo (7. 25-28).
Jeremías vio confirmada esta dolorosa experiencia en los años que precedieron a la caída de Jerusalén. Desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina. Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico. Muy a pesar suyo, Jeremías se ve comprometido en estos debates. Su posición no ofrece lugar a dudas: es preciso reconocer la supremacía de Nabucodonosor, no por razones políticas, sino porque el Señor lo ha elegido como instrumento para castigar los pecados de Judá (27. 1-22). Una vez que haya cumplido esta misión, también él tendrá que dar cuenta al Señor, que rige el destino de los pueblos y realiza sus designios a través de ellos (27. 6-7). Sin embargo, las palabras de Jeremías no encontraron ningún eco entre los partidarios de la rebelión, y en el 587 sobrevino la catástrofe final, tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
Tal como ha llegado hasta nosotros, el libro de Jeremías es uno de los más desordenados del Antiguo Testamento. Este desorden atestigua que el Libro atravesó por un largo proceso de formación antes de llegar a su composición definitiva. En el origen de la colección actual están los oráculos dictados por el mismo Jeremías (36. 32). A este núcleo original se añadieron más tarde otros materiales, muchos de ellos reelaborados por sus discípulos, y una especie de "biografía" del profeta, atribuida generalmente a su amigo y colaborador Baruc. Finalmente, al comienzo del exilio, un redactor anónimo reunió todos esos elementos en un solo volumen.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que él no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente, permitieron al pueblo desterrado en Babilonia superar la tremenda crisis del exilio. Al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. En el momento en que se veían privados de las instituciones religiosas y políticas que constituían los soportes materiales de la fe, Jeremías continuaba enseñándoles, más con su vida que con sus palabras, que lo esencial de la religión no es el culto exterior sino la unión personal con Dios y la fidelidad a sus mandamientos. Y mientras padecían el aparente silencio del Señor en una tierra extranjera, la promesa de una "Nueva Alianza" (31. 31-34) los alentaba a seguir esperando en él.
Así el aparente "fracaso" de Jeremías -como el de Jesucristo en la Cruz- fue el camino elegido por Dios para hacer surgir la vida de la muerte. No en vano la tradición cristiana ha visto en Jeremías la imagen más acabada del "Servidor sufriente" (Is. 52. 13 - 53. 12).

Fuente: Libro del Pueblo de Dios (San Pablo, 1990)

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Notas

Jeremías  15,1-21

1. "Moisés" y "Samuel" fueron siempre recordados por la eficacia de su intercesión en favor de Israel ( Exo_32:11-14; Num_14:11-25; 1Sa_7:5-9; 1Sa_12:19-23; Sal_99:6).

4. "Manasés" fue el más impío e idólatra entre los reyes de la dinastía davídica ( 2Re_21:1-18; 2Re_23:26).

20. Ver 1. 18-19.