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Los Hechos de los Apóstoles.
Introducción.
Idea general del libro.
En los manuscritos griegos antiguos suele aparecer este libro bajo el título de ÐñÜîåéò áðïóôüëùí, ï sea, Hechos de Apóstoles; algunos manuscritos añaden el artículo, Hechos de los Apóstoles, y otros ponen simplemente Hechos. En los manuscritos latinos es llamado Actus Apostolorum, o también Acta Apostolorum. 1 Títulos de esa clase estaban entonces muy en uso en la literatura helenística. Así, tenemos las ÐñÜîåéò ÁëåîÜíäñïõ, de Galístenes; y las ÐñÜîåéò 'Áííßâá, de Sósilo. No se trataba en estos libros de presentar una biografía o historia completa del personaje aludido (Alejandro o Aníbal), sino simplemente de recoger las gestas más señaladas; es precisamente lo que hace también Lucas respecto de los personajes por él elegidos, los apóstoles. Claro que, en realidad, el título no corresponde del todo al contenido, pues, de hecho, Lucas apenas habla de otros apóstoles que de Pedro y Pablo; pero todo da la impresión de que Lucas presenta a los apóstoles como colegio (cf. 1:2.26; 2:14; 5:18; 6:2; 8:14; 9:27; 11:1; 15:2), de ahí que le baste con detenerse en sus portavoces y figuras capitales 2.
El libro es de importancia suma para la historia del cristianismo, pues nos presenta a éste en ese momento clave en que comienza a desarrollarse.
Con razón se ha dicho que este libro es como una continuación de los Evangelios y una prolusión a las Epístolas. En efecto, los Evangelios terminan su narración con la muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo; a su vez, las Epístolas (paulinas y católicas) suponen ya más o menos formadas las comunidades cristianas a las que van dirigidas; pues bien, a llenar ese espacio intermedio entre Evangelios y Epístolas, hablándonos de la difusión del cristianismo a partir de la ascensión del Señor a los cielos, viene el libro de los Hechos.
El tema queda claramente reflejado en las palabras del Señor a sus apóstoles: Descenderá el Espíritu Santo sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra (1:8). En efecto, a través del libro de los Hechos podemos ir siguiendo los primeros pasos de la vida de la Iglesia, que nace en Jerusalén y se va extendiendo luego gradualmente, primero a las regiones cercanas de Judea y Samaría y, por fin, al mundo todo. Esta salida hacia la universalidad implicaba una trágica batalla con el espíritu estrecho de la religión judía, batalla que queda claramente reflejada en el libro de los Hechos y que pudo ser ganada gracias a la dirección y luces del Espíritu Santo, como constantemente se va haciendo notar (cf. 6:1-14; 11:1-18; 15:1-33).
Tan en primer plano aparecen las actividades del Espíritu Santo, que no sin razón ha sido llamado este libro, ya desde antiguo, el evangelio del Espíritu Santo 3. Apenas hay capítulo en que no se aluda a esas actividades, cumpliéndose así la promesa del Señor a sus apóstoles de que serían bautizados, es decir, como sumergidos en el campo de acción del Espíritu Santo (1:5-8). Con su efusión en Pentecostés se abre la historia de la Iglesia (2:4.33), interviniendo luego ostensiblemente en cada una de las fases importantes de su desarrollo (cf. 4:8-12; 6:5; 8:14-17; 10:44; 11:24; 13:2; 15:8.28). El es quien ordena (8:29; 10:19-20; 13:2; 15:28), prohíbe (16:6-7), advierte (11:27; 20:23; 21:11), da testimonio (5, 32), llena de sus dones (2:4; 4:8.31; 6:5.10; 7:55; 8:17; 9:17. 31; 10:44; 11:15; É3:9·52; 19:6; 20:28), en una palabra, es el principio de vida que anima todos los personajes. Los fieles vivían y como respiraban esa atmósfera de la presencia del Espíritu Santo. Por eso, como la cosa más natural, dirá San Pedro a Ananías que con su mentira ha pretendido engañar al Espíritu Santo (5:3); y como la cosa más natural también, San Pablo se extrañará de que en Efeso unos discípulos digan que no saben nada de esas efusiones del Espíritu Santo (19:2-6). Tan manifiesta era su presencia en medio de los fieles, que Simón Mago trata de comprar por dinero a los apóstoles ese poder con que, por la imposición de manos, comunicaban el Espíritu Santo (8:18).
Atendiendo a la materia misma del libro, más bien que a posibles intenciones del autor, de interpretación siempre problemática, podemos distinguir tres partes:
I. La Iglesia en Jerusalén (1:1-8:3). - Ultimas instrucciones de Jesús (1:1-8). - En espera del Espíritu Santo (1:9-26). - La gran efusión de Pentecostés (2:1-41). - Vida de los primitivos fieles (2:42-47). - Actividades de los apóstoles y persecución por parte del Sanedrín (3:1-5:42). - Elección de los siete diáconos y martirio de Esteban (6:1-7:60). - Dispersión de la comunidad jerosolimitana (8:1-3).
II. Expansión de la Iglesia fuera de Jerusalén (8:4-12:25). - Predicación del diácono Felipe en Samaría (8:4-25). - Bautismo del eunuco etíope (8:26-40). - Conversión y primeras actividades de Saulo (9:1-30). - Gorrerías apostólicas de Pedro (9:31-43). - Conversión en Cesárea del centurión Cornelio (10:1-11:18). - Fundación de la iglesia de Antioquía (11:19-30). - Persecución de la iglesia en Jerusalén bajo Herodes Agripa (12:1-25).
III. Difusión de la Iglesia en el mundo grecorromano (13:1-28, 31). - Bernabé y Saulo, elegidos para el apostolado a los gentiles (13:1-3). - Viaje misional a través de Chipre y Asia Menor (13:4-14:20). - Regreso de los dos misioneros a Antioquía (14:21-28). - El problema de la obligación de la Ley discutido en Jerusalén (15:1-29). - Alegría de los fieles antioquenos por la solución dada al problema (15:30-35)· - Segundo gran viaje misional de Pablo, que, atravesando Asia Menor y Macedonia, llega hasta Atenas y Corinto (15:35-18:17). - Regreso a Antioquía (18:18-22). - Tercer gran viaje misional, con parada especial en Efeso (18:23-19:40). - Sigue a Macedonia y Grecia, regresando luego a Jerusalén (20, i-21:16). - Pablo es hecho prisionero en Jerusalén (21:17-23:22). - Su conducción a Cesárea, donde permanece dos años preso (23, 23-26:32). - Conducción a Roma, donde sigue preso otros dos años (27:1-28:31).
Como fácilmente podrá observarse, en las dos primeras partes, el personaje central es Pedro, y el marco geográfico queda limitado a Jerusalén, extendido luego, en la segunda parte, a Palestina y Siria; en cambio, la tercera parte tiene por personaje central a Pablo, rompiendo definitivamente con ese marco geográfico limitado de las dos primeras partes para llegar hasta Roma, capital del mundo gentil.
No se nos da, pues, una historia completa de los orígenes de la difusión del cristianismo. De hecho, nada se dice de las actividades de la gran mayoría de los apóstoles, e incluso respecto de Pedro se guarda absoluto silencio por lo que toca a su apostolado fuera de Palestina. Tampoco se dice nada de la fundación de ciertas iglesias importantes, como la de Alejandría o la de Roma, cuya fe cristiana es ciertamente anterior a la llegada de San Pablo a esa ciudad. Incluso queda también en penumbra el origen de las iglesias de Galilea (9:31), que sigue siendo un enigma. Recientes tentativas han querido vincularlas a la vida pública de Jesús o a las apariciones en Galilea. Nada podemos decir con certeza; pero, a pesar de sus lagunas, ningún otro libro nos ofrece un cuadro tan completo, dentro de lo que cabe, de la vida de la Iglesia primitiva en sus dogmas, en su jerarquía y en su culto.
Autor.
La cuestión de autor puede decirse que no ha sido discutida hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX. Unánimemente se consideró siempre a Lucas, compañero y colaborador de Pablo (cf. Gol 4:14; Flm_1:24; 2 Tim 4:11), como autor del libro de los Hechos. Tenemos de ello testimonios explícitos a partir de mediados del siglo II, pertenecientes a las más diversas iglesias, prueba inequívoca de una tradición más antigua, que se remonta hasta las mismas fechas de la composición del libro 4.
De otra parte, el análisis del libro nos confirma en la misma idea. Nótese, en primer lugar, que el libro se presenta como complemento a otra obra anterior sobre los hechos y dichos de Jesús y está dedicado a Teófilo (1:1-2); pues bien, ese libro anterior no parece pueda ser otro sino el tercer evangelio, dedicado también al mismo personaje (cf. Lc 1:1-4). Además, un examen comparativo de ambos libros bajo el aspecto lexicográfico y de estilo nos lleva claramente a la misma conclusión; dicho examen ha sido hecho repetidas veces por autores de las más diversas tendencias, dando siempre como resultado una interminable lista de palabras y construcciones gramaticales comunes, que revelan ser ambas obras de un mismo autor, el cual ha empleado en ellas su habitual patrimonio lingüístico, diferente siempre del de cualquier otro escritor5. Incluso, al igual que en el tercer evangelio (4:38; 5:18; 22:44), también en los Hechos encontramos términos más o menos técnicos de carácter médico (cf. 3:7; 9:18; 28:8). Todo ello prueba que es uno mismo el autor de ambas obras; de donde, si el autor del tercer evangelio es Lucas, ese mismo ha de ser también el de los Hechos, y los argumentos en favor de la paternidad lucana del tercer evangelio pasan, ipso fació, a ser argumentos en favor de la paternidad lucana de los Hechos.
A este mismo resultado, sin salimos del examen interno del libro, podemos llegar también por otro camino, tomando como punto de partida las secciones nos o pasajes en primera persona de plural. Esos pasajes aparecen de improviso en la trama lógica de la narración (16:10-17; 20:5-15; 21:1-18; 27:1-28:16), presentándose el narrador como compañero de Pablo, presente en los acontecimientos allí descritos. Pues bien, si examinamos, a través de Hechos y Epístolas, quiénes fueron los compañeros de Pablo durante los períodos a que se refieren las secciones nos, fácilmente llegará también a la conclusión de que, entre esos compañeros, únicamente Lucas pudo ser el autor de dichas narraciones. En efecto, quedan excluidos Sópatros, Aristarco, Segundo, Gayo, Timoteo, Tíquico y Trófimo, pues todos éstos se separan de Pablo antes de llegar a Tróade y, sin embargo, la narración prosigue en primera persona de plural (20:4-6); queda también excluido Silas, pues éste acompañaba ya a Pablo desde Antioquía al comenzar su segundo viaje apostólico (cf. 15:40), mientras que la narración en primera persona de plural no comienza hasta que llegan a Tróade (16:10). Además le excluimos, e igualmente a Tito, porque ni Silas ni Tito parece que acompañaran a Pablo en su viaje a Roma, donde nunca aparecen con él, y, sin embargo, la narración está hecha en primera persona de plural (27:1-28:16). Por el contrario, de Lucas, no mencionado nunca por su nombre en los Hechos, igual que Juan en el cuarto evangelio, sabemos ciertamente que estaba con Pablo en Roma durante la cautividad que siguió a este viaje (Col 4:14; Flm_1:24), de donde cabe concluir que él es el compañero y colaborador de Pablo que se oculta bajo esa primera persona de plural de las secciones nos.
Esto supuesto, es fácil ya dar el salto a todo el libro. Para ello bastará demostrar que las características de lengua y estilo propias de las secciones nos se encuentran igualmente en las restantes páginas de los Hechos; de ser ello así, como pacientes y minuciosos exámenes comparativos han demostrado, lógicamente cabe deducir que el autor que habla en primera persona en las secciones nos es el mismo que habla en tercera en el resto del libro. El cambio de persona se explica sencillamente porque Lucas, autor del libro, con perfecta unidad de plan desde un principio, ha querido indicar de este modo ser testigo ocular de algunos de los hechos que narra. Incluso es posible, conforme expondremos luego al hablar de la cuestión de las fuentes, que esas secciones nos sean una especie de diario de viaje, redactado precedentemente e incorporado luego al libro sin cambio siquiera de persona.
De hecho, que Lucas sea el autor de este libro sigue afirmándose, no sólo por la inmensa mayoría de los autores católicos (Jacquier, Wikenhauser, Pirot, Ricciotti, Renié, Dessain, Cerfaux), sino también por bastantes críticos acatólicos (Harnack, Weiss, Zahn, Ramsay, Blass, Dibelius, Trocmé..)· Sin embargo, otros muchos (Schleiermacher, Baur, Welhausen, Norden, Goguel, Windisch, Haenchen, Kümmel..) niegan abiertamente a Lucas la paternidad del libro de los Hechos. Dicen que Lucas no puede ser autor del libro, al menos del libro en su conjunto, pues hay en él narraciones que suponen un largo proceso de evolución, como son todas las que se refieren a milagros e intervenciones sobrenaturales; éstas se habrían ido formando poco a poco entre el pueblo, y habrían sido recogidas más tarde por un autor desconocido, que habría sido, valiéndose de documentos de diversa procedencia, el autor del libro. Ni hay inconveniente en admitir, según muchos de ellos, que alguno o algunos de esos documentos tengan por autor a Lucas 6.
En apoyo de esta tesis, se insistirá luego mucho en ciertas diferencias entre Hechos y Epístolas paulinas, lo que daría claramente a entender que no puede tratarse de un compañero y colaborador de Pablo, como se supone que fue Lucas. Esas diferencias no se refieren sólo al aspecto histórico, con noticias relativas a la vida de Pablo (cf. Act 15:1-29 = Gal 2:1-14), sino también al aspecto teológico, con concepciones radicalmente opuestas a las del Apóstol7. Y así, mientras en Act 17:22-31 se presupone una teología natural que permite disculpar la ignorancia religiosa de los paganos, en Rom 1:18-32 se les hace inexcusables; igualmente, mientras en varios pasajes de los Hechos se presenta a un Pablo con absoluta fidelidad a la Ley judía (16:3; 21:24-26; 22:3; 24:14-16; 26:4-7), en sus Cartas sostiene él la tesis contraria (Rom 2-7; Gal 3-4; Flp_3:2-10). Lo mismo se diga respecto de la cristología; pues, mientras en los Hechos tenemos una cristología de clara marca adopcionista (cf. 2:36; 5:31; 13:19-37), en las Cartas el título Hijo de Dios incluye la preexistencia y tiene carácter metafísico (cf. Rom 1:3; 8:3; Gal 1:16; 4:4).
Por lo que se refiere a la unidad de estilo entre las secciones nos y el resto del libro, niegan que de ahí se deduzca que hayamos de identificar necesariamente ambos autores, el del libro y el de las secciones nos; pues dicha unidad puede muy bien ser debida al redactor final, que habría revestido de su propio estilo las narraciones todas del libro, incluso las que procedían de ese documento o secciones nos, especie de diario de viaje, escrito por alguno de los acompañantes habituales de Pablo 8. Por lo demás, para muchos críticos actuales, ese diario de viaje o documento primitivo no sólo incluiría las secciones nos, sino otros muchos relatos referentes a la actividad misional de Pablo, lo cual explicaría también en gran parte la unidad literaria entre las secciones nos y el resto del libro 9.
¿Qué pensar de todo esto? Comencemos con una observación de carácter general. Nuestra actitud al estudiar el libro de los Hechos no puede ser nunca la misma, querámoslo o no, que la de quien considera lo sobrenatural como inconciliable con el pensamiento científico moderno. Unos y otros podremos recorrer juntos grandes trozos de camino y buscar fuentes, influjos de acá o de allá, intenciones apologéticas del autor..; pero hay un punto en que no podemos coincidir, y es el de que muchos críticos dan por descartado que el hecho milagroso pueda ser históricamente real, y nosotros, aunque nos tachen de hipocríticos, ni podemos ni debemos descartar esa hipótesis, que por otra parte parece obvio que fuera la primera en considerar. Esto hará que la problemática no sea siempre la misma para nosotros y para ellos, al estudiar determinadas narraciones del libro de los Hechos y el largo proceso de evolución que dicen suponer.
A este respecto nos parece muy acertada la observación de M. Zervvik, al reseñar una obra de G. Lohfink sobre los relatos de la conversión de San Pablo. Dice el P. Zervvik que, si somos sinceros, reconoceremos que incluso nosotros, hijos de nuestro tiempo, parece que sentimos cierta aversión a explicar los hechos por la intervención divina. No negamos que esa intervención pueda darse, pero preferimos, un poco pudorosos, explicar todo basándose en tradiciones oscuras, que se desarrollan bajo estos o aquellos influjos. Y añade: en modo alguno negamos que tales evoluciones se han dado muchas veces, y en ocasiones pueden tocarse hasta casi con las manos; de ahí la legitimidad, o mejor, la necesidad del método morfocrítico.. Pero, a veces, ¿no resulta mucho más lógico explicar el hecho por la intervención milagrosa? La objeción que aquí hacemos, concluye Zervvik, non est principii, sed applicationis vel potius formae mentís 9*.
Por lo que respecta ya concretamente a las diferencias entre Hechos y Pablo, no debemos exagerar. Con mucha razón escribe E. Trocmé: Estas diferencias son importantes y sería absurdo negarlo. Pero hay que decir que con bastante frecuencia han sido ridiculamente exageradas, sobre todo por los críticos, que, como los de la escuela de Tubinga, se forjaban una falsa idea de Pablo y de su teología. La enérgica reacción de Harnak, no obstante sus excesos tuvo el mérito de poner las cosas en su sitio. Nadie sostiene hoy día que el libro de los Hechos nos dé una imagen de la vida del Apóstol de los gentiles radicalmente incompatible con la que nos dan las Cartas. 10 Así lo creemos también nosotros, y en su lugar respectivo del comentario lo iremos haciendo notar. Lo que sucede es que Lucas en los Hechos y Pablo en las Cartas cuentan las cosas cada uno según su punto de vista, que no siempre es idéntico, y recogen precisamente aquellos datos que más interesan a la finalidad que pretenden, sin que por eso falten a la verdad histórica. Si el Pablo de las Cartas parece haber roto radicalmente con su pasado judaico, mientras que el de los Hechos sigue mostrando veneración hacia la Ley, téngase en cuenta que en las Cartas, a veces, abiertamente polémicas, Pablo trata de defender la pureza del Evangelio contra las teorías judaizantes y, por consiguiente, la imagen formada a base de sólo esos pasajes, tiene que resultar necesariamente unilateral. En ocasiones, también el Pablo de las Epístolas muestra gran amor hacia su pueblo (cf. Rom 9:1-5; 11:1-36; 2 Cor 11:18-22) y sabe hacerse judío con los judíos (1 Cor 9:20).
Por lo demás, el hecho de esas diferencias, más que restar valor, confirma la tesis de la paternidad lucana del libro; pues sería realmente inexplicable que un autor posterior anónimo, sin vinculación alguna con el Apóstol ni con los acontecimientos, hubiera obrado tan independientemente de la perspectiva que presentan las Cartas paulinas.
Por lo que se refiere al otro aspecto de la cuestión, es a saber, atribuir a la fuente primitiva y a la habilidad del redactor final la unidad de estilo entre las secciones nos y el resto del libro, nos parece una hipótesis sin base ninguna sólida. Lo más obvio es atribuir toda la obra a Lucas, compañero de Pablo, como desde el principio nos vienen diciendo los testimonios de la tradición. Además, si es que el redactor final del libro no fue testigo ocular y retocó sin escrúpulo alguno sus fuentes, ¿cómo explicar que conservara las secciones nos en primera persona de plural? Creemos que el empleo de ese nosotros, trátese simplemente de procedimiento literario o de que se recoge un documento anterior, no tiene otra explicación sino la de que quien escribió el pasaje fue testigo ocular de los acontecimientos descritos.
Fecha del libro.
Este punto de la fecha de composición del libro, una vez admitido que el autor es Lucas, es realmente de importancia muy secundaria. Lo verdaderamente importante es el hecho de que lo escribiera Lucas, contemporáneo de los hechos que narra, y de muchos de ellos testigo ocular; el que lo escribiera unos años antes o unos años después no afecta en nada al valor de la narración. De ahí que no se aluda siquiera a ello en los testimonios externos antiguos referentes al autor del libro de los Hechos.
Nuestra única base de argumentación ha de ser el examen interno del libro, cosa que vamos a hacer a continuación.
Ante todo, notemos que este libro está escrito después del tercer evangelio, al cual se hace explícita alusión (1:1); y que el tercer evangelio, según tradición antiquísima sólidamente documentada, es posterior cronológicamente al de Marcos, y éste, a su vez, al de Mateo. Si supiéramos, pues, la fecha de composición de los tres primeros evangelios, tendríamos ya un dato positivo, al menos como término a quo, para comenzar a buscar la fecha de composición de los Hechos; pero desgraciadamente, a pesar de los numerosos estudios hechos a este respecto, la fecha exacta de composición de los Evangelios sigue siendo bastante problemática, hasta el punto de que es corriente entre los autores proceder a la inversa, es decir, establecer primero la fecha de composición de los Hechos y luego yendo hacia atrás, deducir la fecha de composición de los Evangelios 11. Hay que buscar, pues, otro camino.
Un indicio no despreciable de que la fecha de composición del libro de los Hechos hay que ponerla bastante temprano podemos verlo en el hecho de que la perspectiva de la narración en los capítulos 11-15, Por lo que se refiere a ciertos episodios de la vida del Apóstol, difiere bastante de la de las Epístolas paulinas, lo que da claramente a entender que Lucas no utilizó estas Epístolas para la composición de su libro, sin duda porque, aunque tuviese conocimiento de su existencia, no pudo tenerlas a mano por no haber sido aún coleccionadas y difundidas por las diversas iglesias. Claro que la conclusión deducida de este hecho no puede ser sino bastante genérica. Hay un indicio que puede ayudarnos a concretar más, y es la manera como se habla de Jerusalén y de los judíos, en general, sin que se deje traslucir por ningún lado la gran catástrofe del año 70. Esto, desde luego, sería muy difícil de explicar si el libro hubiera sido compuesto después de esa fecha; tanto más que la destrucción de Jerusalén y del templo le habría ofrecido a Lucas un eficaz argumento en apoyo del universalismo cristiano y de la abrogación de la Ley mosaica. ¿Cómo, en tantas ocasiones como se le presentaban, no iba a hacer alguna alusión?
Todavía podemos descender más. En el verano del año 64 estalla en Roma el terrible incendio que destruyó diez de las catorce regiones o distritos de la ciudad. Como es sabido, se echó la culpa a los cristianos y, a partir de ese momento, comenzaron las persecuciones por parte de las autoridades imperiales contra la nueva religión; pues bien, si el libro de los Hechos hubiera sido escrito después de esa fecha del 64, es muy difícil que, con alguna referencia o alusión, no se dejara traslucir ese estado de ruptura con el imperio, al que, por el contrario, en el libro de los Hechos se presenta siempre en plan benévolo, que permite incluso a Pablo predicar libremente durante su prisión. Esto parece exigir para la composición del libro de los Hechos una fecha anterior al verano del 64; lo cual podemos ver confirmado en un nuevo indicio; es, a saber, la manera como se nos transmite el discurso de Mileto, con la predicción de Pablo de que no volvería a Efeso (20:25), predicción que luego fue desmentida por los hechos, cosa que Lucas, sin duda, no habría dejado de observar, si hubiese escrito después de la vuelta del Apóstol a Asia.
Queda todavía otro dato, que muchos consideran decisivo en orden a determinar la fecha de composición de este libro. Nos referimos al modo brusco como termina la narración (28:30-31), sin que se nos diga cuál fue el resultado de la causa de Pablo. Este silencio, dicen, no tiene explicación si, cuando se escribió el libro, había terminado ya el proceso en Roma y estaba fallada la causa; por consiguiente, la fecha de composición ha de ponerse al final de la primera cautividad romana de Pablo, cuando éste llevaba ya dos años en prisión (28:30), pero aún no había concluido el proceso; concretamente, a fines del 62 o principios del 63.
Esta manera de interpretar el final de los Hechos ha sido la tradicional desde tiempos ya de Eusebio y San Jerónimo. La Comisión Bíblica la recoge como iure et mérito retinenda. Sin embargo, esa interpretación ha comenzado a ser puesta en duda por parte también de autores católicos (Wikenhauser, Dupont, Boismard..), que buscan otra explicación a ese final12. Anteriormente, algunos críticos como F. Spitta y Th. Zahn, explicaban ya ese silencio de Lucas sobre el resultado del proceso de Pablo, no porque éste no hubiera tenido ya lugar, sino porque Lucas pensaba escribir un tercer libro (cf. el ðñþôïò y no ðñüôåñïò de Act 1:1), que habría de comenzar precisamente en ese punto de la vida de Pablo.
Desde luego, la interpretación tradicional no parece resolver el problema de ese silencio de Lucas sobre el proceso de Pablo. ¿Por qué no aguardó a que terminara el proceso ? ¿Es que tenía apuro para que su libro sirviera algo así como de defensa forense en el juicio? Pero ni el libro tiene carácter de defensa forense, ni se explicaría por qué Lucas habría esperado a que pasasen dos años enteros de prisión (28:30), cuando el desenlace era ya algo previsto (cf. Fil 1:25; 2:24; Film 22). Por lo demás, siempre quedaba el recurso de haber completado siquiera brevemente el libro después. Más bien creemos que es otra la explicación. En efecto, todo da la impresión de que, cuando Lucas terminó su libro, Pablo no estaba ya preso. La misma expresión permaneció dos años enteros en la casa que había alquilado (28:30), da claramente a entender que al escribir Lucas esa frase, la situación de Pablo ya había cambiado. Creemos que, si no se detiene a narrar el proceso de Pablo, no es porque pensara escribir otro libro, hipótesis para la que no hay base alguna, sino sencillamente por razones literarias de composición. Con la llegada de Pablo a Roma, centro del mundo gentil, quedaba concluido el plan que se había propuesto de narrar la historia de la difusión del cristianismo hasta hacerse religión universal (cf. 1:8); si termina de modo vago, sin detallar el apostolado de Pablo durante esos dos años, es porque quiere despedir así genéricamente a su personaje, para no verse como obligado a continuar la historia del Apóstol, de modo parecido a como había hecho con Pedro, al terminar la primera parte de los Hechos (cf. 12:17). Ni es cierto que Lucas no diga nada del resultado de la causa de Pablo, pues conforme explicaremos al comentar Act 28:30-31, la expresión dos años enteros (äéåôßá) vendría a significar, en fin de cuentas, que Pablo consiguió la libertad después de un bienio de prisión, que parece ser era el plazo máximo de una detención preventiva. Con todo, aunque de este final de la narración nada pueda deducirse en orden a la fecha de composición del libro, sí que podrá hacerse a base de las otras razones antes apuntadas: modo de hablar de Jerusalén, de las autoridades romanas, de la predicción de Pablo en su discurso de Mileto. Todo ello da a entender que el libro de los Hechos debe estar escrito poco después de haber terminado el proceso de Pablo en Roma y antes de que, hacia el año 64, emprendiera de nuevo sus viajes por Oriente.
La cuestión de las fuentes.
Aparte los hechos de los que el mismo Lucas pudo ser testigo ocular, es evidente que en el libro de los Hechos, particularmente en los quince primeros capítulos, hay muchos episodios que Lucas sólo pudo haber conocido a través de información ajena. ¿Será posible determinar la naturaleza de esas fuentes o medios de información?
Comencemos por afirmar que, hablando en teoría, las informaciones podían llegar a Lucas por tres caminos: conversaciones directas con testigos oculares (Pedro, Pablo, Juan, Santiago, Felipe..), tradiciones orales sueltas, de acá o de allá, en torno a determinados episodios, y documentos escritos. Es muy probable que de los tres modos el autor del libro de los Hechos, con su acostumbrado afán de búsqueda y seriedad (cf. Lc 1:3), se haya procurado sus informaciones. Todo da la impresión, dado el vocabulario diferente de algunas perícopas e incluso ciertas frases-puente para unir unas narraciones con otras (cf. 6:7; 9:31; 12:24), de que Lucas recogió en su libro narraciones que provenían de diversas partes, cuyos vestigios se dejarían traslucir gracias a la fidelidad con que, dentro de cierta libertad de adaptación y encuadramiento en el conjunto, las habría reproducido. Es muy posible que las narraciones de los c.1-5, en que el horizonte está limitado a Jerusalén y al templo, provengan de fuentes judío-cristianas conservadas en la comunidad de Jerusalén; por el contrario, lo relativo a los orígenes de la iglesia de Antioquía (11:19-30; 13:1-3), y quizás también a la institución de los diáconos y a la conversión de Saulo (c.6-7 y 9), en que el punto de vista es ya mucho más universalista, se conservara en Antioquía, ciudad que sirvió como de centro de operaciones en los grandes viajes apostólicos de San Pablo, con una comunidad cristiana muy floreciente, de la que parece era originario San Lucas. Lo relativo a los hechos de Felipe (c.8) y a los viajes misionales de Pedro (10:1-11:18), es posible que proceda de Cesárea, en la que residió Felipe (cf. 21:8) y en la que tuvo lugar la conversión de Cornelio (cf. 10:1).
Claro que en todo esto, si tratamos de aquilatar, apenas podremos salir del terreno de las conjeturas. Hasta no hace muchos años esta cuestión de las fuentes estaba muy en primer plano entre los críticos. Hablaban unos (B. Weiss, F. Spitta, Feine, Knopf) de dos fuentes principales: judiopalestinense y paulina; otros (A. Hilgenfeld, C. Ciernen) distinguían tres: petrina, helenista y paulina, o también (A. Harnack, K. Lake): cesariense-jerosolimitana, antioquense-jerosolimitana y paulina; ni faltaban (A. Loisy, H. Sahlin) quienes preferían hablar de un proto-Lucas, que habría servido de base al autor posterior de nuestro libro, o decían (C. Torrey) que la primera parte del libro era una traducción casi literal de una fuente aramea, hecha por el mismo autor que redactó la segunda parte.
Hoy las cosas han cambiado. Aparte los pasajes de las secciones nos, problema a que aludiremos luego, la cuestión de las fuentes se da por insoluble y, consiguientemente, inútil de tratar. Así lo reconoce E. Trocmé, uno de los últimos críticos que han escrito sobre el tema. Como muy bien ha demostrado F. C. Burkitt - dice - es inútil tratar de llegar a través del texto de los Hechos hasta el de sus fuentes. El autor de ad Theophilum no copia con suficiente fidelidad ni el marco de conjunto ni los relatos ni los discursos que encuentra ante sí, de modo que podamos confiar en reconstruir palabra por palabra los documentos que ha utilizado, a no ser de manera muy hipotética y parcial. 13 Es lo mismo de que nos advierte también J. Dupont: Hoy ya no se admite que sea posible discernir los diversos documentos que sin duda servirían de base a la redacción de la primera parte de los Hechos. Escepticismo sobre la cuestión de las fuentes: he ahí la impresión de conjunto. 14
Hay, sin embargo, unos pasajes sobre los que, dentro del ámbito del problema de las fuentes, se sigue escribiendo mucho. Son los pasajes o secciones nos, a que ya aludimos más arriba al tratar del autor del libro. La explicación tradicional es la de que con ese nosotros Lucas, autor del libro, ha querido señalar discretamente su presencia entre los compañeros de viaje del Apóstol. Es ésta precisamente una de las puebas que hemos alegado en favor de la paternidad lucana del libro. Fue F. Schleiermacher, a principios del siglo pasado, quien primeramente, de manera explícita, atacó la opinión tradicional, afirmando tratarse de una fuente o documento redactado en primera persona de plural por un compañero de Pablo y recogido luego tal cual por el autor posterior del libro de los Hechos 15. Es la teoría que hizo suya la escuela de Tubinga (Baur, Holsten..) Y que ha sido también sostenida por otros críticos. A esta teoría dio un duro golpe A. Harnack en los estudios anteriormente aludidos, asegurando que las secciones nos no difieren nada, ni por la forma ni por el fondo, del resto del libro.
Valor histórico del libro.
En las numerosas referencias que los escritores cristianos, ya desde los primeros siglos, han venido haciendo al libro de los Hechos, siempre fue considerado como libro histórico, que nos transmite datos y noticias fidedignas sobre la Iglesia primitiva. Ello es natural. Pues todo da la impresión de que el libro de los Hechos, atribuido a Lucas, quiere ser una obra histórica: el estilo sobrio de sus narraciones, los innumerables datos personales y geográficos, el conjunto todo de sus modos de información, es el que compete a los libros de esta clase.
Sin embargo, a lo largo ya de todo el siglo XIX, a este libro de los Hechos, que evidentemente respira sobrenaturalismo, se le ha negado mucho de su valor histórico no sólo en lo relativo a hechos milagrosos, sino también en otros muchos datos. Como motivos de duda, aparte la razón general de falta de espíritu crítico en los antiguos, se aduce el hecho del carácter apologético del libro y el estar compuesto basándose en fuentes irresponsables más o menos legendarias. En un principio, con la escuela de Tubinga en cabeza, se insistió sobre todo en el primer aspecto, considerando este libro como una apología o escrito tendencioso, que desfigura los hechos reales; más tarde, con representantes tan caracterizados como Harnack y Welhausen, se insistió más bien en lo de las fuentes de diversa procedencia, y que el autor del libro, para muchos ciertamente no Lucas, habría ido combinando en orden al plan que se propuso.
Actualmente, desde hace algunos años, sin dejar de tener en consideración los dos capítulos anteriores, la cuestión del valor histórico del libro es presentado por los críticos bajo un nuevo enfoque. En efecto, ha comenzado a aplicarse al estudio de este libro el método de la Formgeschichte, que desde hace ya más tiempo venía aplicándose al estudio de los Evangelios; es decir, se insiste en el origen y evolución de los diversos relatos (Formgeschichte), y al mismo tiempo en la parte que hay que atribuir al autor del libro con su mentalidad y sus preocupaciones (Redaktionsgeschichte). En general, ha sido abandonada la idea de señalar fuentes concretas, y se habla más bien de relatos breves, aislados, que llegan al autor del libro en forma oral y a veces quizá escrita; el único documento que sobrepasaría el nivel de narración popular por su longitud y por su contenido sería el célebre diario de viaje de la segunda parte del libro, del que ya tenemos noticia, por haberlo tratado antes. Esta doble corriente de ideas, la que procede del autor y la que procede de la tradición, es la que explicaría por qué el autor del libro de los Hechos ha podido, no obstante su admiración por Pablo, no aparecer demasiado influenciado por el pensamiento de éste y ofrecer a sus lectores una mezcla de cristología arcaica y de teología helenística. Así se expresan, omitiendo diferencias de detalle, M. Dibelius, W. L. Knox, W. G. Kümmel, E. Haenchen, H. Con-Zelmann, M. Wilkens.
Es evidente que, vistas así las cosas, el valor histórico del libro de los Hechos sufre un duro golpe. ¿Hay base suficiente para ser tan radicales? Tratemos primeramente de concretar, basándose en indicios positivos, el carácter literario del libro.
Ya el título mismo, Hechos de los Apóstoles, debe ponernos en la pista. Conforme expusimos al principio de esta introducción, este título ciertamente es muy antiguo y probablemente fue puesto por el mismo Lucas. Al igual que en los Hechos de Alejandro o en los de Aníbal, no se trata de una historia seca y fría de los acontecimientos, sino de recoger las gestas más señaladas a las que se procura dar cierto dramatismo con una evidente intención apologética. Basta leer, por ejemplo, la narración de la conversión de Cornelio (10:1-11; 18) o las de la conversión de Saulo (9:1-25; 22:1-21 y 26:1-32) o el discurso de Esteban (7:1-60) para darnos cuenta de ello. Todo el libro de los Hechos, lo mismo en su primera parte (1-12), verdadero mosaico de episodios de toda suerte, que en la última (13-28), restringida prácticamente a los viajes apostólicos de Pablo, deja traslucir claramente la existencia de un hilo conductor: poner de relieve el desarrollo progresivo del cristianismo bajo la guía del Espíritu Santo. Es lo que insinúa ya el autor desde ' un principio (cf. 1:8). Estamos convencidos de que no atender a esto, al utilizar como datos históricos las narraciones de este libro, puede llevar a falsas deducciones. Es muy probable que ciertos silencios, como el del incidente de Antioquía (cf. Gal 2:1-14) o el de la hostilidad contra Pablo en Galacia y Corinto (cf. Gal 5:7-12; 2 Cor 10:8-11), se deba precisamente a que el relato de esos episodios no interesaba para el plan del libro; al contrario, otros episodios, como el de la conversión de Pablo o el del concilio de Jerusalén, serán puestos muy de relieve.
Este carácter histórico-apologético del libro, reflejado en el mismo tenor de las narraciones e insinuado ya en el título, es algo que incluso deberíamos dar por supuesto, dado cómo el mismo Lucas define su Evangelio (cf. Lc 1:1-4), del que el libro de los Hechos es presentado como complemento (cf. Act 1:1). En efecto, dice que con su Evangelio trata de instruir a Teófilo sobre los hechos y dichos de Jesús para que conozca la firmeza (ÜóöÜëåéóí) de la doctrina que ha recibido (Lc 1:4); y que lo va a hacer a base de una búsqueda minuciosa (áêñéâþò) y exhaustiva (ðÜóéí) sobre los acontecimientos tal como han sido transmitidos por los que desde el principio fueron testigos oculares (áõôüôôôïá) y ministros de la palabra (Lc 1:2-3). Los términos no pueden ser más expresivos. Es el lenguaje mismo de los historiadores clásicos que, para corroborar la verdad de sus relatos, comienzan manifestando su método de trabajo 18.
Hay, sin embargo, en esas líneas una expresión que nos obliga a ser muy cautos: ministros de la palabra. Ello quiere decir que los informes de Lucas han sido sí transmitidos por testigos oculares, pero lo han sido en el marco de una predicación y con un fin apologético doctrinal. Y si esto dice de su primer libro, sobre los hechos y dichos de Jesús, es obvio que apliquemos eso mismo al segundo, que se presenta como complemento, y en el que sigue informando a Teófilo sobre cuanto aconteció después de desaparecido el Maestro.
Conforme a lo dicho, es claro que lo que sobre todo interesa a Lucas es el mensaje religioso. Más que a los hechos en sí, Lucas atiende a presentarlos como testimonio de la verdad de la Revelación. Incluso es posible que el acontecimiento histórico, al igual que sucede en las narraciones de los Evangelios, haya sido coloreado con matices teológicos de época posterior, bien por el mismo Lucas, bien en el curso ya de la tradición. Sin embargo, nada de todo esto da derecho a suponer que Lucas desfigura sustancialmente los hechos. Cierto que la finalidad de su libro no es propia y directamente histórica, sino más bien apologético-doctrinal, pero siempre con base en la historia; procede basándose en hechos históricos, realmente acaecidos, no basándose en hechos inventados con un fin tendencioso.
Hay autores (F. Overbeck, O. Pfleiderer, J. Weiss, A. Loisy, B. S. Easton) que concretan esa finalidad apologética del libro de los Hechos en que habría sido escrito en orden a conseguir de las autoridades romanas que la religión cristiana fuese considerada religión lícita, con los privilegios concedidos ya de antiguo al judaísmo; otros (M. Aberle D. Plooij, H. Sahlin) consideran más bien este libro como una apología destinada a convencer a las autoridades romanas, que a la sazón estarían estudiando el proceso de Pablo en Roma, de que el Apóstol no era culpable de ningún delito político. Creemos que no hay base alguna para tales teorías; pues, en ese caso, ¿a qué detenerse a narrar tantos acontecimientos y episodios que nada tendrían que ver con esas finalidades? Menos aún tiene base alguna en el libro la vieja tesis de la escuela de Tubinga (Baur, Hausrath, Holsten, Hilgenfeld), según la cual los Hechos escritos en el siglo n serían una apología totalmente tendenciosa, donde se presenta a Pedro y a Pablo artificiosamente unánimes, con la única finalidad de fomentar la conciliación entre las dos facciones existentes todavía entonces, la petrina (judaizante) y la paulina (universalista).
Esta teoría, que consiguió en su tiempo bastantes adeptos entre los críticos, ha sido prácticamente abandonada. Se reconoció pronto que ese supuesto antagonismo entre petrinismo y paulinismo, que habría dividido a la Iglesia primitiva, no tenía la importancia ni la extensión que se le quería atribuir. La finalidad apologética que persigue el libro de los Hechos creemos que es de carácter más general y está ya insinuada lo mismo en el texto de Lc 1:4: .. para que conozcas la firmeza de la doctrina que has recibido, que en el de Act 1:8: seréis mis testigos en Jerusalén.. y hasta el extremo de la tierra. En concreto: poner de relieve, con base en la historia, el progresivo desarrollo del cristianismo hasta hacerse religión universal.
Para esta base en la historia, Lucas se hallaba en inmejorables condiciones. En efecto, toda la segunda parte del libro (13-28) tiene por protagonista a Pablo, que Lucas mismo acompañó en muchos de sus viajes. En cuanto a la primera parte (1-12), los acontecimientos quedaban más lejos, y Lucas hubo de valerse sin duda de informaciones ajenas; no es de extrañar, pues, que, en general, haya menos precisión, faltando sobre todo las indicaciones cronológicas, a excepción de un único caso, en 11:26. Cierto que apenas podemos precisar nada sobre cuáles fueran concretamente esas fuentes de información de Lucas; pero, procedan de aquí o de allí las fuentes, es claro que, a poca distancia aún de los hechos narrados, con su acostumbrado afán histórico (cf. Lc 1:3), Lucas estaba en condiciones de juzgar de esas fuentes, tratando de combinarlas con sus indagaciones y noticias personales, ordenándolas y encuadrándolas en el plan de su obra. La extraordinaria precisión, contra lo que muchos se habían imaginado, al hablar de procónsules en Chipre y Acaya (13:7; 18:12), de asiarcas en Efeso (19:31), de pretores en Filipos (16:20), de politarcas en Tesalónica (17:6), de primero en Malta (28:7), que los recientes descubrimientos arqueológicos han demostrado, son buena prueba de la escrupulosa exactitud con que Lucas procedía. Igual se diga de su descripción de la vida en Atenas (17:16-34) y de la del viaje marítimo hasta Roma, cuya precisión y exactitud, hasta en los menores detalles, han sido reconocidas umversalmente por los entendidos en estas materias. Vale la pena reproducir aquí el testimonio del gran arqueólogo inglés Sir William Ramsay, después de largos y prolongados viajes en Oriente y de minuciosísimas investigaciones: Podéis escudriñar las palabras de Lucas más de lo que se suele hacer con cualquier otro historiador, y ésas resistirán firmes el más agudo examen y el más duro tratamiento, siempre a condición de que el crítico sea persona versada en la materia y no sobrepase los límites de la ciencia y de la justicia. 18*
Los discursos.
Dentro de este capítulo sobre el valor histórico de los Hechos, es necesario que nos refiramos a toda una serie de discursos que Lucas consigna en su libro, poniéndolos en boca de Jesús, de Pedro, Esteban, Pablo y Santiago (cf. 1:4-8.15-22; 2:14-40; 3:12-26; 4:8-12; 5:29-32; 7:2-53; 10:34-43; 13:16-41; 15:7-21; 17:22-31; 20, 18-35; 22:1-21; 24:10-21; 26:1-29). Algunos de estos discursos son directamente apologéticos en favor del Cristianismo o de Pablo (cf. 22:1-21); otros, de carácter más bien misional (cf. 13:16-41); y otros, en fin, parecen dedicados a poner de relieve un determinado momento histórico (cf. 7:2-53). Son discursos que se hallan perfectamente enmarcados en la trama del libro, y constituyen para nosotros una fuente de valor inapreciable en orden a conocer el pensamiento teológico de los primitivos cristianos. En estos últimos años se ha discutido mucho sobre estos discursos y la parte que en ellos haya de atribuirse al autor del libro 19. El punto de arranque de la cuestión, sobre todo para aquellos discursos que Lucas inserta en momentos clave de la historia del cristianismo, ha sido la comparación con la historiografía antigua. Es sabido, en efecto, que los historiadores clásicos (Tucídides, Jenofonte, Tito Livio) suelen, intercalar en sus narraciones discursos libremente compuestos por ellos. Esos discursos propiamente hablando no son históricos, puesto que no fueron de hecho pronunciados por los personajes en cuya boca se ponen; pero sí lo son en cuanto que el historiador trata de reflejar en ellos con absoluta fidelidad las ideas del personaje en cuestión en aquel momento histórico. Con ello, sin que pierda la historia en exactitud, gana en vida y animación. ¿Habrá que aplicar esto mismo o algo parecido a los discursos de Lucas en los Hechos? Algunos críticos lo afirman, apoyados en que no pocos de estos discursos aparecen como fuera de contexto y más que dirigidos a los oyentes de entonces parecen dirigidos a los lectores del libro. Así, por ejemplo, el largo discurso de Esteban dentro de una escena tan tumultuosa (7:2-53) o el importante discurso de Pablo en Atenas, donde tan escasos resultados obtiene (17:22-32). Más que pertenecer a aquellas situaciones concretas, parece que estos discursos estuvieran puestos ahí por conveniencias del plan de la obra: el primero, para presentar las causas concretas del rechazo de Israel en un momento en que la nueva religión va a salir hacia el gentilismo; y el segundo, porque convenía que fuera precisamente en Atenas, capital del mundo culto, donde el cristianismo se enfrentara con la sabiduría pagana.
Algo semejante habría que decir del discurso de Cristo, revelando las intenciones divinas respecto de la fundación del Reino (1:4-8), y del de Pedro subrayando la importancia de los doce (1:15-22).
Es precisamente en los discursos donde muchos críticos actuales suelen poner la aportación principal que hace a su libro el autor de los Hechos. Para algunos (Dodd, Dibelius, Trocmé), estos discursos, aunque redactados por Lucas y distribuidos por él libremente acá y allá, serían un reflejo de la predicación cristiana primitiva, lo mismo por su contenido que por su terminología, de que encontramos también vestigios en las cartas paulinas (cf. 1 Cor 11:23-26; 15:3-7; Rom 11:1-5); para otros (Haencken, Conzelmann, Evans) se trataría, más que de concepciones de la Iglesia primitiva, de concepciones lucanas.
Debemos reconocer que una respuesta tajante y definitiva sobre la parte que haya de atribuirse a Lucas no es posible. Por supuesto, a nadie se le ocurrirá sostener que se trata de reproducciones literales de discursos así pronunciados; pero eso no significa que hayamos de pasar al otro extremo y decir que son simplemente invenciones literarias de Lucas. Afirmar que esos discursos no encajan en el contexto resultará siempre una afirmación bastante problemática, en la que influye mucho lo que cada uno vaya buscando. Tampoco vemos motivo para quedarnos en la actitud de aquellos críticos que consideran esos discursos como un reflejo de los diversos tipos de predicación cristiana primitiva, pero que Lucas habría vinculado por su cuenta a determinados nombres (Pedro, Esteban, Pablo) y a determinadas circunstancias. Más bien creemos que, en cuanto al fondo, se trata de discursos realmente pronunciados' en esas circunstancias en que se ponen, cuyo resumen conservado por tradición oral o, a veces, incluso escrita, Lucas recogió en su libro, dentro de cierta libertad de redacción, al igual que habría hecho con otras tradiciones. En los discursos mismos hay señales claras de autenticidad. Así, en los discursos de Pedro encontramos algunas expresiones típicas (cf. 2:23; 5:30; 10:28), que sólo volvernos a encontrar en sus epístolas (1 Pe 1:2; 2:24; 4:3); y más claro aún es el caso de los discursos de Pablo, cuyo contenido y expresiones ofrecen sorprendentes puntos de contacto con sus cartas (cf. 17, 23 = 2 Tes 2:4; 20:20 = 1 Cor 10:33; 20:28 = Fil 1:1; 20:32 = Ef 1:18).
En resumen, si Lucas atribuye esos discursos a determinados personajes y en determinadas circunstancias, no vemos por qué no admitirlo así. No se trata de que sea una reproducción literal del discurso; basta que lo sea en cuanto al fondo. Tampoco vemos dificultad en que Lucas, en conformidad con el plan que se ha propuesto para su libro, elija precisamente este o aquel momento para situar un discurso que, en lo sustancial, habría sido pronunciado también en otras ocasiones por el mismo personaje. Tal sería, por ejemplo, el caso del discurso de Pablo en Atenas (Act 17:22-31), cuyas ideas básicas fueron seguramente el nervio de la predicación del Apóstol ante auditorio gentil y, consiguientemente, repetidas muchas veces.
El texto.
El texto del libro de los Hechos, como en general el de los libros del Nuevo Testamento, ha llegado a nosotros con numerosas variantes de detalle; pero, mucho más que en los otros libros, estas variantes acusan aquí la existencia de dos formas textuales bien definidas que, aunque no se contradicen, son fuertemente divergentes entre sí. La una está representada por los más célebres códices griegos (B, S, A, C, H, L, P), así como por el papiro Chester Beatty (P45). Es la que vemos usan los escritores alejandrinos, como Clemente y Orígenes, y a partir del siglo IV puede decirse que se hace general, no sólo entre los Padres orientales, sino también entre los latinos. Suele denominarse texto oriental, y es el de nuestra Vulgata y el que suelen preferir las ediciones críticas actuales. La otra está representada por el códice D, así como por la antigua versión siríaca y las antiguas latinas anteriores a la Vulgata. También la encontramos en algunos antiguos papiros griegos (P38 y P58). Es la que vemos usan los Padres latinos antiguos, como Ireneo, Tertuliano y Cipriano; de ahí, la denominación de texto occidental.
Muchos de sus elementos añadidos dan la impresión de no ser sino simples paráfrasis o explicaciones del texto (oriental), para hacerlo más inteligible y fluido o para hacer resaltar alguna idea doctrinal; pero, a veces, se trata de variantes que aportan nuevos datos al relato y lo hacen más vivo y pintoresco. Así, por ejemplo, en 12:10: bajaron los siete peldaños; 19:9: de la hora quinta a la hora décima; 20:15: nos quedamos en Trogilio; 28:16: el centurión entregó los presos al estratopedarco. En alguna ocasión, la variante occidental cambia totalmente el sentido respecto de la oriental; así en el decreto apostólico (15:20.29), donde el texto occidental da al decreto un carácter moral que no tiene en el texto oriental.
Mucho se ha venido discutiendo sobre cuál de estas dos formas textuales, la oriental o la occidental, responde mejor al texto primitivo de Lucas. Es curiosa a este respecto la hipótesis propuesta por F. Blass en 1894, y que luego han defendido también otros. Según este autor, ambas formas textuales, la oriental y la occidental, se remontarían hasta Lucas, el cual primeramente habría escrito para los fieles de Roma el texto que hoy llamamos occidental, y luego, estando en Oriente, habría hecho una nueva redacción en forma más concisa, destinada a Teófilo, que sería el texto que hoy llamamos oriental.
Hechos 7,1-60
Discurso de Esteban, 7:1-53.
1 Díjole el sumo sacerdote: ¿Es como éstos dicen? 2 El contestó: Hermanos y padres, escuchad: El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham cuando moraba en Mesopotamia, antes que habitase en Jarán, 3 y le dijo: Sal de tu tierra y de tu parentela y ve a la tierra que yo te mostraré. 4 Entonces salió del país de los caldeos y habitó en Jarán. De allí, después de la muerte de su padre, se trasladó a esta tierra, en la cual vosotros habitáis ahora; 5 no le dio en ella heredad, ni aun un pie de tierra, mas le prometió dársela en posesión a él, y a su descendencia después de él, cuando no tenía hijos. 6 Pues le habló Dios: Habitará tu descendencia en tierra extranjera y la esclavizarán y maltratarán por espacio de cuatrocientos años; 7 pero al pueblo a quien han de servir le juzgaré yo, dice Dios, y después de esto saldrán y me adorarán en este lugar. 8 Luego le otorgó el pacto de la circuncisión; y así engendró a Isaac, a quien circuncidó el día octavo, e Isaac a Jacob y Jacob a los doce patriarcas. 9 Pero los patriarcas, por envidia de José, vendieron a éste para Egipto; 10 mas Dios estaba con él y le sacó de todas sus tribulaciones, y le dio gracia y sabiduría delante del Faraón, rey de Egipto, que le constituyó gobernador de Egipto y de toda su casa u Entonces vino el hambre sobre toda la tierra de Egipto y de Cañan, y una gran tribulación, de modo que nuestros padres no encontraban provisiones;12 mas oyendo Jacob que había trigo en Egipto, envió primero a nuestros padres, 13 y a la segunda vez José fue reconocido por sus hermanos y su linaje dado a conocer al Faraón. 14 Envió José a buscar a su padre con toda su familia, en número de setenta y cinco personas; 15 y descendió Jacob a Egipto, donde murieron él y nuestros padres. 16 Fueron trasladados a Siquem y depositados en el sepulcro que Abraham había comprado a precio de plata, de los hijos de Emmor en Siquem. 17 Cuando se iba acercando el tiempo de la promesa hecha por Dios a Abraham, el pueblo creció y se multiplicó en Egipto, 18 hasta que surgió sobre Egipto otro rey que no había conocido a José. 19 Usando de malas artes contra nuestro linaje, afligió a nuestros padres hasta hacerlos exponer a sus hijos para que no viviesen. 20 En aquel tiempo nació Moisés, hermoso a los ojos de Dios, que fue criado por tres meses en casa de su padre; 21 y que, expuesto, fue recogido por la hija del Faraón, que le hizo criar como hijo suyo. 22 Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras. 23 Así que cumplió los cuarenta años sintió deseos de visitar a sus hermanos, los hijos de Israel; 24 y viendo a uno maltratado, le defendió y le vengó, matando al egipcio que le maltrataba. 25 Creía él que entenderían sus hermanos que Dios les daba por su mano la salud, pero ellos no lo entendieron. 26 Al día siguiente vio a otros dos que estaban riñendo, y procuró reconciliarlos, diciendo: ¿Por qué, siendo hermanos, os maltratáis uno a otro? 27 Pero el que maltrataba a su prójimo le rechazó diciendo: ¿Y quién te ha constituido príncipe y juez sobre nosotros? 28 ¿Acaso pretendes matarme, como mataste ayer al egipcio? 29 Al oír esto huyó Moisés, y moró extranjero en la tierra de Madián, en la que engendró dos hijos. 30 Pasados cuarenta años se le apareció un ángel en el desierto del Sinaí, en la llama de una zarza que ardía. 31 Se maravilló Moisés al advertir la visión, y acercándose para examinarla, le fue dirigida la voz del Señor: 32 Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Estremecióse Moisés y no se atrevía a mirar. 33 El Señor le dijo: Desata el calzado de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra santa. 34 He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he oído sus gemidos. Por eso he descendido para librarlos; ven, pues, que te envíe a Egipto. 35 Pues a este Moisés, a quien ellos negaron diciendo: ¿Quién te ha constituido príncipe y juez?, a éste le envió Dios por príncipe y redentor por mano del ángel que se le apareció en la zarza.36 El los sacó, haciendo prodigios y milagros en la tierra de Egipto, en el mar Rojo y en el desierto por espacio de cuarenta años. 37 Ese es el Moisés que dijo a los hijos de Israel: Dios os suscitará de entre vuestros hermanos un profeta corno yo. 38 Ese es el que estuvo en medio de la asamblea en el desierto con el ángel, que en el monte de Sinaí le hablaba a él, y con nuestros padres; ése es el que recibió la palabra de vida para entregárosla a vosotros, 39 y a quien no quisieron obedecer nuestros padres, antes le rechazaron y con sus corazones se volvieron a Egipto, 40 diciendo a Arón: Haznos dioses que vayan delante de nosotros, porque ese Moisés que nos sacó de la tierra de Egipto no sabemos qué ha sido de él. 41 Entonces se hicieron un becerro y ofrecieron sacrificios al ídolo, y se regocijaron con las obras de sus manos. 42 Dios se apartó de ellos y los entregó al culto del ejército celeste, según que está escrito en el libro de los profetas. ¿Acaso me habéis ofrecido víctimas y sacrificios | durante cuarenta años en el desierto, casa de Israel? 43 Antes os trajisteis la tienda de Moloc | y el astro del dios Refán, | las imágenes que os hicisteis para adorarlas. | Por eso yo os transportaré al otro lado de Babilonia. 44 Nuestros padres tuvieron en el desierto la tienda del testimonio, según lo había dispuesto el que ordenó a Moisés que la hiciesen, conforme al modelo que había visto. 45 Esta tienda la recibieron nuestros padres, y la introdujeron cuando con Josué ocuparon la tierra de las gentes, que Dios arrojó delante de nuestros padres; y así hasta los días de David, 46 que halló gracia en la presencia de Dios y pidió hallar habitación para el Dios de Jacob. 47 Pero fue Salomón quien le edificó una casa. 48 Sin embargo, no habita el Altísimo en casas hechas por mano de hombre, según dice el profeta: 49 Mi trono es el cielo, | y la tierra el escabel de mis pies; | ¿qué casa me edificaréis a mí, dice el Señor, | o cuál será el lugar de mi descanso? 50 ¿No es mi mano la que ha hecho todas las cosas? 51 Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres, así también vosotros. 52 ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Dieron muerte a los que anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros habéis ahora traicionado y crucificado, vosotros, 53 que recibisteis por ministerio de los ángeles la Ley y no la guardasteis.
Este largo discurso de Esteban, el más extenso de los conservados en el libro de los Hechos, es un recuento sumario de la historia de Israel, particularmente de sus dos primeras épocas, la patriarcal (v.1-ió) y la mosaica (v. 17-43). De los tiempos posteriores apenas se recoge otra cosa que lo relativo a la construcción del templo, para tener ocasión de recalcar precisamente que Dios no habita en casas hechas por mano de hombre (v.44-50). A estas tres fases o partes, en que queda dividida la historia de Israel, sigue la parte de argumentación propiamente dicha, haciendo resaltar que, al igual que sus padres, también ahora los judíos se han mostrado rebeldes a Dios, dando muerte a Jesucristo (v.51-53).
A primera vista extraña un poco la orientación y estructura de este discurso, que parece no tener nada que ver con el caso presenté. Se había acusado a Esteban de proferir palabras contra Dios, contra la Ley y contra el templo (cf. 6:11-13), Y a esto es a lo que debe responder ante el sanedrín (cf. 7:1). Pues bien, todos esperaríamos un discurso de circunstancias, en que fuera respondiendo a esas acusaciones; y, sin embargo, no parece hacer la menor alusión a dichas acusaciones, quedando incluso en penumbra cuál pueda ser el fin concreto a que apunta en su discurso.
La mayoría de los críticos dicen no tratarse de un discurso auténtico de Esteban, sino que es obra del autor de los Hechos, exponiendo ahí, por boca de Esteban, sus puntos de vista teológicos. Sin embargo, no vemos por qué esos puntos de vista, que se suponen de Lucas, no pueden ser ya de Esteban; ni vemos razón para negar que, en lo sustancial, el discurso sea de Esteban. Ciertamente, no se hace la defensa de una manera directa y basándose en razonamientos, como esperaríamos nosotros, sino indirectamente, a base de una exposición de hechos y citas de la Biblia. Era un procedimiento muy en uso entre los doctores judíos, y vemos que es el mismo que usa San Pablo en su discurso de Antioquía de Pisidia (cf. 13:16-41), aunque con la diferencia de que San Pablo pudo terminar el discurso y Esteban hubo de interrumpirlo. En esa exposición de hechos se trasluce ya desde un principio la tesis, con más o menos claridad, pero es sólo al final cuando debe quedar del todo patente. En el caso de Esteban nos falta precisamente ese final, en el que a buen seguro pensaba aludir directamente a las acusaciones; con todo, la tesis se ve ya desde un principio. Se le había acusado de proferir palabras contra Dios, contra Moisés y contra el templo, y probablemente eso es lo que le induce a comenzar con la llamada de Dios a Abraham y seguir con la historia de Moisés y la del templo, hablando de cada uno de los tres puntos con la más profunda reverencia. La consecuencia era clara: sus acusadores no estaban en lo cierto. Pero al mismo tiempo va preparando otra consecuencia: la de que es posible una ley más universal y un templo más espiritual, tal como se presentan en la nueva obra establecida por Jesucristo. A ese fin apunta cuando recuerda a sus oyentes que los beneficios de Dios en favor de Israel son ya anteriores a la Ley de Moisés y que también fuera del templo puede Dios ser adorado (cf. v.2-16.48-49); y cuando insiste en la rebeldía de Israel contra todos los que Dios le ha ido enviando como salvadores (cf. v.g. 25.39.52), al igual que han hecho ahora con Jesucristo (v.52). Estas ideas, verdaderamente revolucionarias para la mentalidad judía de entonces, serán luego más ampliamente desarrolladas por San Pablo (cf. Rom_2:17-29; Rom_4:10-19; Gal_3:16-29; Heb_3:1-6; Heb_3:9, 23-28), que es casi seguro estuvo presente al discurso de Esteban (cf. v.60), y que bien pudo ser de quien recibió la información San Lucas.
Son de notar, en la parte del discurso relativa a Moisés ^.17-43), algunas expresiones que más bien parecen recordarnos a Jesucristo, tales como le negaron o el término redentor (v.35), expresiones que nunca se aplican a Moisés en ningún otro libro de la Biblia.
Ello parece tener su explicación en que Esteban, al narrar los hechos de la vida de Moisés, proyecta sobre él la imagen de Jesucristo, del que Moisés sería tipo o figura. Por eso, le viene muy bien el texto de Deu_18:15, citado en sentido mesiánico, que atribuye al Mesías un papel análogo al de Moisés (v.37). Por lo demás, este texto había sido citado ya también por San Pedro y aplicado a Jesucristo (cf. 3:22).
Otra cosa digna de notar en este discurso de Esteban son las divergencias entre algunas de sus afirmaciones y la narración bíblica correspondiente. Algunas son tan acentuadas, que en los tratados sobre inspiración bíblica, al hablar de la inerrancia, no puede faltar nunca alguna alusión a este discurso de Esteban y a sus, al menos aparentes, inexactitudes históricas. Primeramente, enumeraremos estas inexactitudes, y luego trataremos de dar la explicación.
Quizás la más llamativa sea su afirmación de que Jacob fue sepultado en Siquem en un sepulcro que Abraham había comprado a los hijos de Emmor (v.16). Pues bien, según la narración bíblica, quien fue sepultado en ese lugar no fue Jacob, sino José, y el campo no había sido comprado por Abraham, sino por Jacob (cf. Gen_33:19; Jos_24:32); de Jacob se dice expresamente que fue sepultado en la gruta de Macpela, junto a Hebrón, donde ya lo habían sido también Abraham e Isaac (cf. Gen_49:29-32; Gen_50:13). Otra diferencia es la relativa a la muerte de Teraj, padre de Abraham; según la afirmación de Esteban, Abraham salió de Jarán después de morir su padre (v.4), mientras que, a juzgar por los datos del Génesis, éste debió de vivir todavía bastante tiempo después de partir Abraham para Palestina, pues muere a los doscientos cinco años (Gen_11:32), y cuando Abraham sale para Palestina debía de tener sólo ciento cuarenta y cinco (cf. Gen_11:26; Gen_12:4). Igualmente hay divergencia entre la cifra de cuatrocientos años de estancia en Egipto, señalada por Esteban (v.6), y la de cuatrocientos treinta indicada en el éxodo (Exo_12:40), así como en el número de personas que acompañaban a Jacob cuando bajó a Egipto: setenta y cinco según Esteban (v.14), y setenta según la narración bíblica (cf. Gen_46:27; Exo_1:5). La hay también al decirnos que Dios aparece a Abraham estando todavía en Mesopotamia (v.2), contra lo que expresamente se dice en el Génesis de que la aparición tuvo lugar cuando Abraham estaba ya en Jarán (Gen 11:31-12:4). Añadamos que, según Esteban, es un ángel quien aparece a Moisés y le da la Ley (v.30. 38.53), mientras que en el éxodo es Yahvé mismo quien habla a Moisés (cf. Exo_19:3.9.21; Exo_24:18; Exo_34:34-35). Ni debemos omitir la mención que se hace de Babilonia (v.43) en la cita de un texto de Amos, el cual, sin embargo, no habla de Babilonia, sino de Damasco (cf. Amo_5:27).
La explicación de todas estas divergencias no es cosa fácil. Hay autores que tratan de armonizarlas a todo trance, aunque sus explicaciones, a veces, parecen tener bastante de artificial y apriorístico. Así, por ejemplo, hablan de que, aunque los restos de Jacob fueran depositados en la cueva de Macpela junto a Hebrón, bien pudo ser que, con ocasión del traslado de los restos de José a Siquem, fueran también trasladados allí los de Jacob; y que, además del campo comprado junto a Hebrón, Abraham hubiese comprado anteriormente otro campo junto a Siquem, como parece dar a entender el hecho de que allí edificó un altar al Señor (cf. Gen_12:6-7), lo que supone que tenía en aquel lugar terrenos de su propiedad. En cuanto a la cifra de doscientos cinco años para la muerte de Teraj, nótese que el Pentateuco samaritano dice que Teraj murió de ciento cuarenta y cinco años, en perfecta armonía con lo afirmado por Esteban; y es que en la cuestión de números, el texto hebreo, particularmente en el Pentateuco, ha sufrido muchas alteraciones y no es fácil saber a qué atenernos. Lo mismo se diga del número cuatrocientos treinta para los años de estancia de los israelitas en Egipto, y del número 70 al computar las personas que bajaron a ese país con Jacob; de hecho, en Gen_15:30, se da también el número cuatrocientos como años de estancia en Egipto, que, por lo demás, es número redondo, y, en cuanto al número de los que acompañaban a Jacob, los Setenta ponen 75, igual que Esteban. Menor dificultad ofrecería aún lo de la aparición en Mesopotamia, pues probablemente Abraham recibió órdenes de Dios dos veces (cf. Gen_15:7). Y por lo que respecta a que sea un ángel y no Yahvé quien aparece a Moisés, dicen que tampoco debe urgirse demasiado la divergencia, pues es opinión común de los teólogos, defendida ya por Santo Tomás, que en las apariciones de Dios referidas en el Pentateuco era un ángel el que se aparecía, el cual representaba a Yahvé y hablaba en su nombre. Y, en fin, el poner Babilonia en vez de Damasco no era sino interpretar la profecía a la luz de la historia, como era costumbre entre los rabinos. Por lo demás, el sentido no cambia en nada, pues para ir a Babilonia desde Palestina había que atravesar Siria y el territorio de Damasco 63.
Tal es, a grandes líneas, la explicación que de estas divergencias suelen dar muchos de nuestros comentaristas bíblicos, particularmente los antiguos. No cabe duda que en estas explicaciones hay mucho de verdad, como es lo que se dice referente a alteraciones del texto bíblico en la cuestión de números y a la sustitución de Damasco por Babilonia; pero, a veces, como al querer explicar la compra del campo en Siquem por Abraham, creemos que hay mucho de apriorístico. Todo induce a creer que, en los puntos divergentes, Esteban no depende del texto bíblico, sino de tradiciones judías entonces corrientes, escritas u orales, que circulaban paralelas a las narraciones bíblicas, y que sus mismos oyentes aceptaban prácticamente en calidad de sustitución de la Biblia. Así, por ejemplo, por lo que se refiere a la duración de la estancia de los israelitas en Egipto, parece que circulaban dos corrientes, la de cuatrocientos y la de cuatrocientos treinta años; de hecho, Filón, al igual que Esteban, pone la cifra de cuatrocientos, el libro de los Jubileos la de 430, y Josefo unas veces va con los de cuatrocientos y otras con los de cuatrocientos treinta.
Por lo que se refiere a esa manera de hablar de Esteban, como si no hubiera sido Yahvé mismo, sino un ángel, quien se presentaba a Moisés, quizás mejor que la explicación antes dada, sea preferible explicarlo, atendiendo a que en las tradiciones judías de entonces, a fin de que resaltase la trascendencia divina, no se admitía comunicación directa entre Dios y Moisés, sino sólo a través de los ángeles. Vestigios de esta concepción los tenemos también en otros lugares del Nuevo Testamento (cf. Gal_3:19; Heb_2:2).
Martirio de Esteban,Heb_7:54-60.
54 Al oír estas cosas se llenaron de rabia sus corazones y rechinaban los dientes contra él. 55 El, lleno del Espíritu Santo, miró al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús en pie a la diestra de Dios, 56 y dijo: Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie, a la diestra de Dios. 57 Ellos, gritando a grandes voces, tapáronse los oídos y se arrojaron a una sobre él. 58 Sacándole fuera de la ciudad le apedreaban. Los testigos depositaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo; 59 y mientras le apedreaban, Esteban oraba, diciendo: Señor Jesús, recibe mi espíritu. 60 Puesto de rodillas, gritó con fuerte voz: Señor, no les imputes este pecado. Y diciendo esto se durmió. Saulo aprobaba su muerte.
Duras eran las acusaciones que Esteban había lanzado contra los judíos en su discurso (cf. v.25.39-43.51), pero quizás ninguna hiriera tanto su sensibilidad como la de que no observaban la Ley (v.53). Eso no lo podían tolerar quienes hacían gala de ser fieles observadores de la misma; por eso, llenos de rabia, interrumpen el discurso (v.54), y Esteban puede hablar ya sólo a intervalos, y esto sin seguir el hilo de su razonamiento (v.56.59-60).
La afirmación de que estaba viendo a Jesucristo en pie 64, a la derecha de Dios (v.56), les acabó de enfurecer, provocando un verdadero tumulto (v.57). Esa afirmación era como decir que Jesús de Nazaret, a quien ellos habían crucificado, participaba de la soberanía divina, lo cual constituía una blasfemia inaudita para los oídos judíos. Si hasta ahora el proceso había seguido una marcha más o menos regular: conducción ante el sanedrín (Heb_6:12), acusación de los testigos (Heb_6:13-14), defensa del acusado (Heb_7:1-53), a partir de este momento la cosa degenera en motín popular. No consta que el Sumo Sacerdote, como presidente del sanedrín, pronunciara sentencia formal de condenación; es probable que no, y que el proceso quedara ahí interrumpido ante la actitud tumultuaria de los asistentes que, sin esperar a más, se arrojan sobre Esteban y, sacándole de la ciudad, le apedrearon (v.57-58). De otra parte, el sanedrín a buen seguro que veía todo eso con buenos ojos, pues con ello evitaba su responsabilidad ante la autoridad romana, que no permitía llevar a cabo la ejecución de una sentencia capital sin su aprobación (cf. Jua_18:31).
Hay autores, sin embargo, que creen que hubo verdadera sentencia condenatoria del sanedrín, aunque sin la normal votación, pues la manifestación tumultuaria de los jueces contra el acusado (v.57) valía más que una votación. De hecho, la lapidación se lleva a cabo, no de modo anormal, sino conforme a las prescripciones de la Ley contra los blasfemos, sacándole de la ciudad (cf. Lev_24:14-16) y comenzando los testigos a arrojar las primeras piedras (cf. Deu_17:6-7). Probablemente esos testigos (v.58) son los mismos que presentaron la acusación contra Esteban en el sanedrín (cf. 6, 13-14) Y ahora, conforme era costumbre, se despojan de sus mantos (v.58) para tener más libertad de movimientos al arrojar las piedras. Incluso se ha querido ver en Saulo, a cuyos pies depositan sus mantos los testigos (v.58) y del que se hace notar expresamente que aprobaba la muerte de Esteban (v.6o), un representante oficial del sanedrín para la ejecución de la sentencia. El mismo Saulo, ya convertido, dirá más tarde ante Agripa que él daba su voto cuando se condenaba a muerte a los cristianos (cf. 26:10). ¿No habrá aquí una alusión a su papel oficial cuando la sentencia y lapidación de Esteban?
Todo esto es posible, pues la narración de Lucas es demasiado concisa. Pero, desde luego, por ninguna parte encontramos indicios, ni en el texto bíblico ni en la tradición, de que Saulo formase parte o tuviese cargo alguno en el sanedrín. En cuanto a la frase daba su voto, aun suponiendo que se refiera a la condena de Esteban, puede entenderse en sentido metafórico, significando simplemente que Saulo era uno de los instigadores de esa persecución contra los cristianos. Y si los testigos depositan sus mantos a los pies de Saulo 65, ello no prueba que éste tuviese en aquel acto una representación oficial, sino que puede ser simplemente porque destacaba ya entre sus coetáneos como enemigo encarnizado de los cristianos (cf. 22:19-20; Gal_1:13-14). Mas, sea lo que fuere de Saulo y de la representación que allí pudiera tener, la narración de
Lucas no excluye que para la lapidación de Esteban hubiera una sentencia formal del sanedrín. En ese caso, surge enseguida la dificultad de cómo se iba a atrever el sanedrín a ejecutar una sentencia de muerte sin haber sido confirmada por el procurador romano. Sería el mismo caso que el de Jesucristo (cf. Mar_14:64; Jua_18:31), y aquí por ninguna parte aparece la intervención del procurador. Quizás la explicación pudiera estar en que se hallase entonces vacante el cargo de procurador, como lo sería, por ejemplo, durante el tiempo comprendido entre la destitución de Pilato, a principios del año 36, y la llegada de su sucesor Marcelo. En efecto, sabemos que en el año 62, durante una vacancia semejante, en el intervalo entre la muerte del procurador Festo y la llegada de su sucesor Albino, el sanedrín ordenó la lapidación de Santiago, obispo de Jerusalén 66.
La muerte de Esteban, encomendando su alma al Señor (v.59) y rogando por sus perseguidores (v.6o), ofrece un sorprendente paralelo con la de Jesucristo en la primera y séptima de sus palabras desde la cruz, conservadas únicamente por San Lucas (cf. Luc_23:34.46). Extraordinaria grandeza de ánimo la de este primer mártir del cristianismo, que, como su Maestro, muere rogando por los que estaban quitándole la vida. Su oración iba a ser eficaz. Hermosamente dice San Agustín: Si Stephanus non orasset, Ecclesia Paulum non haberet 67.