Gálatas 3 Sagrada Biblia (Nacar-Colunga, 1944) | 29 versitos |
1 ¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo clavado en cruz?
2 Esto sólo quiero saber de vosotros: ¿Habéis recibido el Espíritu por virtud de las obras de la Ley o por virtud de la predicación de la fe? ¿Tan insensatos sois?
3 ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora acabáis por la carne?
4 ¿Tantos dones habréis recibido en vano? Sí que sería en vano.
5 El que os da el Espíritu y obra milagros entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la Ley o por la predicación de la fe?
6 Así “creyó Abraham a Dios y le fue computado a justicia.”
7 Entended, pues, que los nacidos de la fe, ésos son los hijos de Abraham;"
8 pues previendo la Escritura que por la fe justificaría Dios a los gentiles, anunció de antemano a Abraham: “En ti serán bendecidas todas las gentes.”
9 Así que los que nacen de la fe son benditos con el fiel Abraham.
10 Pero cuantos confían en las obras de la Ley se hallan bajo la maldición, porque escrito está: “Maldito todo el que no se mantiene en cuanto está escrito en el libro de la Ley, cumpliéndolo,”
11 Y que por la Ley nadie se justifica ante Dios, es manifiesto, porque “el justo vive de la fe.”
12 Y la Ley no se funda en la fe, sino que “el que cumple sus preceptos, vivirá por ellos.”
13 Cristo nos redimió de la maldición de la Ley haciéndose por nosotros maldición, pues escrito está: “Maldito todo el que es colgado del madero,”
14 para que la bendición de Abraham se extendiese sobre los gentiles en Jesucristo y por la fe recibamos la promesa del Espíritu.
15 Voy a hablaros, hermanos, a lo humano. Un testamento, con ser de hombre, nadie lo anula, nadie le añade nada.
16 Pues a Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas. No dice a sus descendencias como de muchas, sino de una sola: “Y tu descendencia,” que es Cristo.
17 Y digo yo: El testamento otorgado por Dios no puede ser anulado por la Ley que vino cuatrocientos treinta años después e invalidar así la promesa.
18 Pues si la herencia es por la Ley, ya no es por la promesa. Y, sin embargo, a Abraham le otorgó Dios la donación por la promesa.
19 ¿Por qué, pues, la Ley? Fue dada en razón de las transgresiones, promulgada por ángeles, por mano de un mediador, hasta que viniese “la descendencia,” a quien la promesa había sido hecha.
20 Ahora bien, el mediador no es una persona sola, y Dios es uno solo.
21 ¿Luego la Ley está contra las promesas de Dios? Nada de eso. Si hubiera sido dada una Ley capaz de vivificar, realmente, la justicia vendría de la Ley;"
22 pero la Escritura lo encerró todo bajo el pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo.
23 Y así, antes de venir la fe, estábamos encarcelados bajo la Ley, en espera de la fe que había de revelarse.
24 De suerte que la Ley fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe.
25 Pero, llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo.
26 Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.
27 Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo.
28 No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús.
29 Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa.

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Introducción a Gálatas

Times New Roman ;;; Riched20 5.40.11.2210;

Epístola a los Gálatas.

Introducción.

Los gálatas.
San Pablo dirige su carta a las iglesias de Galacia (1:2; cf. 3:1); pero ¿qué Galacia es ésa? Puede decirse que hasta principios del siglo XIX a nadie se le ocurrió dudar. Se tomaba el término Galacia como equivalente de la conocida región de Galacia, de que nos hablan historiadores griegos y romanos, situada en el centro del Asia Menor, lindante al norte con Bitinia, al este con Capadocia, al oeste con Frigia y al sur con Licaonia, y cuyas ciudades principales fueron Ancira, Tanio y Pesinonte. Fue J. P. Mynster, en 1825, el primero que lanzó la hipótesis de que la Galacia aludida por San Pablo era, no simplemente la región de Galacia, sino la provincia romana de Galacia, que, aparte de esa región, incluía otros muchos territorios de las regiones vecinas, particularmente de Paflagonia y Ponto, al norte, y de Pisidia y Licaonia, al sur 213. En consecuencia, dentro de la expresión iglesias de Galacia quedaban también incluidas las cristiandades de Antioquía de Pisidia, Iconio, Lystra y Derbe, fundadas por Pablo y Bernabé en su primer viaje apostólico (cf. Act 13:11-14:22) y visitadas de nuevo en el segundo (cf. Act 16:1-5). Los notables estudios histórico-arqueológicos de W. Ramsay, a fines del pasado siglo y principios del presente, sobre el Asia Menor 214 dieron carta de ciudadanía a esta opinión, que se hizo bastante común, tanto entre autores acatólicos (Th. Zahn, C. Ciernen) como entre católicos (R. Cornely, F. Amiot, J. Holzner), aunque ligeramente modificada. Según estos autores, la Galacia aludida por San Pablo no sería toda la provincia romana de ese nombre, como suponía Mynster, sino sólo la parte meridional, es a saber, la evangelizada por él y Bernabé en el primer viaje apostólico y visitada luego en el segundo. La parte norte de la provincia, donde se hallaba la Galacia propiamente dicha, parece que no había sido nunca, según ellos, evangelizada por San Pablo; al menos, dicen, de ello no hay constancia en los Hechos, silencio por parte de Lucas que sería difícil de explicar.
No obstante esas razones, la mayoría de los autores tanto acatólicos (J. B. Lightfoot, H. Lietzmann) como católicos (M. J. Lagrange, D. Buzy, A. Wikenhauser), sigue defendiendo la opinión tradicional. Desde luego, resulta difícil creer que San Pablo llamase gálatas a los habitantes de Pisidia y Licaonia no obstante su incorporación administrativa a la provincia de Galacia, pues, como aparece en las inscripciones, el uso corriente seguía designándolos como písidos y licaonios. Además, el mismo San Pablo dice que evangelizó a los gálatas con ocasión de una enfermedad (Gal 4:13), cosa que no parece pueda aplicarse a la evangelización de las ciudades meridionales de la provincia de Galacia, a las que acudió muy de propósito y con un plan preconcebido (cf. Act 13:13-14). Y aún podemos añadir otra razón. Si San Pablo estuviese refiriéndose a los fieles de esas ciudades meridionales de la provincia de Galacia, difícilmente hubiera escrito, al menos sin dar alguna explicación, que los apóstoles de Jerusalén nada impusieron sobre lo que él predicaba (Gal 2:6); pues, aunque sustancialmente aprobaron su actuación, no fue sin añadir, por razones disciplinares, lo de abstenerse de idolotitos, sangre y ahogado (Act 15:29), y expresamente se hace notar que Pablo transmitió a esas iglesias las decisiones de los apóstoles (Act 16:4). Por el contrario, la dificultad desaparece si los destinatarios de la carta son los habitantes de la región de Galacia, mucho más al norte, los cuales no tenían por qué estar enterados del decreto de los apóstoles, pudiendo Pablo hablarles con mucha más libertad, tomando del decreto apostólico sólo lo que era verdaderamente sustancial, sin aludir a esas añadiduras disciplinares que en esa región, donde los judíos eran mucho menos numerosos, no pensaba aplicar.
Ni se diga que no nos consta de que San Pablo visitara la región de Galacia. Ya explicamos en el comentario a los Hechos que la frase atravesaron. el país de Galacia (Act 16:6) debe aplicarse a la Galacia propiamente dicha. Parece que la intención de San Pablo, una vez visitadas las comunidades cristianas fundadas en su primer viaje apostólico, era la de dirigirse a Bitinia, atravesando simplemente las regiones de Frigia y Galacia, pero una enfermedad le habría obligado a detenerse, siendo ello ocasión de la evangelización de los gálatas. Estos gálatas, como también explicamos en el comentario a los Hechos, descendían de una tribu celta, procedente de las Galias, y se habían establecido ahí a fines del siglo ni antes de Jesucristo. San Jerónimo afirma que, en su tiempo, los gálatas conservaban todavía el mismo dialecto que él había escuchado a orillas del Rhin, en Tréveris 215. Del carácter voluble y ligero de los galos, que, consiguientemente, muchos aplican también a los gálatas, habla repetidas veces Julio César en su obra De bello gallico 216.

Ocasión de la carta.
En líneas generales se deduce con bastante claridad de la simple lectura del texto. Antes de la carta San Pablo había visitado ya dos veces las iglesias de Galacia (cf. 1:2; 4:13). Sabemos que, en su primera visita a los gálatas, llenos de afecto para con él, le habían recibido como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús. y, si hubiera sido menester, hasta los ojos se hubieran arrancado para dárselos (4:14-15). De la segunda visita no tenemos datos. Dada la sorpresa que el Apóstol muestra ahora en su carta ante el cambio ocurrido (cf. 1:6), parecería deducirse que cuando pasó por allí la segunda vez no había disminuido aún ese antiguo afecto y veneración; sin embargo, otros textos de la carta, declarando que insiste de nuevo en lo que les había dicho anteriormente (cf. 1:9; 5:3), dan pie para suponer que el peligro, que ahora denuncia, había sido denunciado ya oralmente en su segunda visita.
Sea de eso lo que fuere, el hecho es que en Galacia, un poco más pronto o un poco más tarde, se habían infiltrado entre los fieles ciertos agitadores judaizantes que atacaban duramente el evangelio predicado por Pablo. Se trataba de cristianos que admitían la doctrina y persona de Jesucristo; pero, junto con la fe en Jesucristo, exigían la observancia de la circuncisión y de las prescripciones mosaicas, cosa que iba directamente contra lo que enseñaba Pablo (cf. Gal 2:16; 5:2). No sabemos si estos nuevos predicadores, a lo que parece llegados de fuera (cf. 1:7-9), habían conseguido ya seducir a muchos. El principio de la carta, tan alarmante y enérgico (1:6-9), parecería dar a entender que sí; sin embargo, el tono más bien genérico de los restantes capítulos da la impresión de que los seducidos eran aún poco numerosos, aunque con grave peligro de que la defección se hiciese pronto general. Tampoco es fácil saber con qué grado de obligación exigían la observancia de la Ley mosaica esos predicadores judaizantes de Galacia. La cuestión ha sido muy discutida. La opinión tradicional, y que siguen defendiendo muchos (Lagrange, Buzy, Jacono), es la de que predicaban la observancia de la Ley particularmente en lo que atañe a la circuncisión, como algo necesario para salvarse, coincidiendo en todo con lo que ya otros anteriormente habían tratado de imponer a Pablo y Bernabé en Antioquía y Jerusalén (cf. Act 15:1-5). Hay, sin embargo, algunos autores (Cornely, Brassac, Toussaint) que no llegan tan lejos en la interpretación de esa necesidad, afirmando que los judaizantes de Galacia eran menos virulentos e intransigentes que los que habían motivado el concilio de Jerusalén, exigiendo a los gentiles convertidos la observancia de la Ley mosaica solamente como algo de mayor perfección, no como algo esencial para conseguir la salud. Sería una nueva etapa en el error de los judaizantes. Condenados en el concilio de Jerusalén (cf. Act 15:28; Gal 2:3-9), no se mostrarían ya tan exigentes como entonces (cf. Act 15:1), sino más mitigados, contentándose con presentar la Ley como norma que debían seguir observando los judíos convertidos (cf. Act 21:20; Gal 2:12) y como ideal al que debían aspirar los gentiles si querían participar plenamente de los beneficios mesiánicos. Desde luego, con esta interpretación parece que todo procede más lógicamente; pero no olvidemos que, en el campo de la historia, más que atender a lo que a priori nos parece más probable o lógico, hay que atender a lo que dicen los documentos. Pues bien, el texto de la carta, único documento de que disponemos en este caso, favorece la opinión tradicional. Lo que Pablo trata de rechazar con todas sus fuerzas es que la observancia de la Ley sea necesaria para conseguir la salud (cf. 2:16.21; 5:4), dando con ello a entender que ése era el error que enseñaban los judaizantes. Además, la misma energía con que ataca a los adversarios (1:6-8) y propugna la identidad de su evangelio con el de los demás apóstoles (2:1-10), claramente da a entender que no eran matices más o menos de superficie los que le separaban de esos nuevos predicadores, sino algo sustancial.
Cuando Pablo tuvo noticia del peligro que corrían sus amados gálatas, a los que se intentaba separar de la pureza del evangelio que él les había predicado, escribe de una sentada esta carta, que es toda ella un grito de amor y de dolor. Ninguna otra de sus cartas está tan dominada como ésta por el fuego de la pasión (cf. 1:6-9; 3:1-5; 4:19-20; 5:4-12). Y es que el problema era muy serio, tocando en lo más vivo la medula misma del cristianismo, cuyas consecuencias Pablo intuyó desde el primer momento con toda claridad. El mismo Pedro no había visto el problema en todas sus dimensiones y consecuencias (cf. 2:11-14). En el fondo, lo que se ventilaba era la suficiencia o insuficiencia redentora de la muerte de Cristo; afirmar que el hombre necesitaba de las obras de la Ley para conseguir la salud era hacer una injuria a la cruz de Cristo, y eso a Pablo le hería en lo más vivo de su fe (cf. 2:21). De ahí su reacción súbita y apasionada. En lo que esta carta tiene de acento polémico contra los judaizantes, se asemeja bastante a la segunda a los Corintios. De lenguaje vivo y directo, manifiesta perfectamente la personalidad de su autor.
No está claro en qué fecha exactamente escribió San Pablo esta carta. El dato quizás más significativo a este respecto es el de que, antes de la carta, había visitado ya a los gálatas dos veces (cf. 4:13). En efecto, dado que se trate de la Galacia propiamente dicha, conforme tratamos de probar más arriba, parece claro, en armonía con la narración de los Hechos, que la primera visita, que es la de la evangelización, había tenido lugar hacia el año 50, durante el segundo viaje apostólico (Act 16:6), y la segunda hacia el año 53, durante el tercero (Act 18:23); en consecuencia, la carta no puede estar escrita hasta después de esas fechas 217. Determinar en qué de año concretamente resulta difícil. Hay muchos autores (Lagrange, Ruffini, Wikenhauser) que suponen escrita la carta hacia el año 54, en los primeros tiempos de la estancia de Pablo en Efeso (cf. Act 19:1); pues, a juzgar por Gal 1:6, parece que hacía aún muy poco tiempo que había pasado por Galacia. Otros (Prat, Buzy, Ricciotti), sin embargo, retrasan la fecha de la carta hasta el 57-58, y habría sido escrita desde Macedonia o quizás desde Corinto (cf. Hch_20:1-2 ). Es la opinión que juzgamos más probable. La razón fundamental es su estrecho parentesco con la carta a los Romanos, que sabemos fue escrita desde Corinto hacia el año 58. Son tales las afinidades entre ambas cartas, en el fondo y en la forma, que sería muy difícil explicarlas, de no suponer que una y otra carta fueron escritas por Pablo con muy poca diferencia de tiempo 218. La carta a los Gálatas, más polémica e improvisada, serviría a Pablo como de esbozo para la carta a los Romanos, tratado doctrinal maduro y completo.

Estructura o plan general.
Es una carta, conforme acabamos de señalar, de contenido muy semejante al de la carta a los Romanos. Trátase en ambas del mismo tema central: justificación por la fe en Jesucristo, sin necesidad de las obras de la Ley.
En el desarrollo de esa tesis necesita el Apóstol tener presente, como es obvio, el camino seguido por sus adversarios judaizantes, a quienes trata de combatir. Ello hace que, después de la obligada presentación o prólogo (1:1-10), insista en defender su condición de verdadero apóstol (1:11-2:21), al parecer fuertemente atacada por éstos, quienes le presentaban ante los gálatas como de poca o ninguna autoridad (cf. 1:10), y, desde luego, inferior a la de los Doce, pues ni siquiera había visto al Señor. Puesta a salvo su autoridad apostólica, entra directamente en la exposición y prueba de la tesis (3:1-4:31), para concluir exhortando a los gálatas a mantenerse firmes en la libertad que tienen en Cristo.
Aparte su valor doctrinal, tiene esta carta un valor histórico incalculable para conocer los orígenes de la Iglesia en lo que se refiere a su vinculación con el judaísmo. En este sentido es un precioso complemento del relato de los Hechos. Quizás en ningún otro escrito aparezcan tan al vivo como en esta carta las graves dificultades con que hubo de luchar el cristianismo para separarse del judaísmo, y la parte extraordinaria que cupo a San Pablo en este asunto. Con esta carta, el Apóstol sacudió definitivamente para la Iglesia el yugo de la Ley de Moisés; de ahí que con toda razón haya sido llamada la Carta magna de la libertad cristiana.
Damos a continuación el esquema de la carta:
Introducción (1:1-10).
Saludo epistolar (1:1-5) y entrada ex abrupto en materia (1:6-10).
I. Autoridad apostólica de Pablo (1:11-2:21).
Su evangelio no tiene origen humano, sino divino (1:11-24); fue aprobado por los apóstoles de Jerusalén (2:1-10), y públicamente lo defendió en una ocasión memorable, cuando el incidente de Antioquía (2:11-21).
II. Solidez de la doctrina de justificación por la fe y no por) las obras de la
Ley (3:1-4:31).
Así lo prueban las manifestaciones carismáticas que siguieron a la conversión de los Galatas (3:1-5), y así lo enseña la Escritura que atribuye la justificación a la fe y la maldición a la Ley (3:6-14). Insiste luego San Pablo en que la promesa hecha a Abraham en gracia a su fe es como un testamento, que la Ley, venida posteriormente, no puede anular (3:15-18); ésta fue simplemente un pedagogo que debía conducir hasta Cristo, con cuya venida cesaba su tutela (3:19-29), dejando paso a la plena filiación o herencia (4:1-11). A continuación, el Apóstol, haciendo resaltar su gran ansiedad por la suerte de los gálatas (4:12-20), presenta la historia de Agar y Sara como ilustración escrituraria de la libertad de los cristianos respecto de la Ley (4:21-31).
III. Consecuencias morales (5:1-6:10).
Exhortación a no dejarse arrebatar la libertad que nos trajo Cristo, volviendo a la servidumbre de la Ley (5:1-12). Pero hay que evitar otra servidumbre: la de la carne, de la que nos libraremos caminando en espíritu y en caridad (5:13-26). Consejos varios para quienes traten de caminar en espíritu yencaridad(6:1-10).
Epílogo (6:11-18), Pablo escribe de propia mano las últimas líneas de la carta, contraponiendo su predicación desinteresada a la de los judaizantes (6:11-17), Para terminar con el saludo acostumbrado (6:18).

Perspectivas doctrinales.
Ya dijimos antes que con esta carta Pablo trata de prevenir el peligro que amenazaba a las comunidades cristianas de Galacia ante las ideas propaladas por ciertos predicadores judaizantes, que parece habían organizado una especie de contramisión en Galacia atacando el evangelio de Pablo, es decir, su manera de concebir el mensaje cristiano, no suficientemente vinculado, según ellos, a la Ley y demás privilegios concedidos por Dios a Israel. Este transfondo histórico nos da la pauta para seguir más fácilmente la exposición y razonamientos de Pablo.
Concretando: Pablo va a tratar de hacer ver a los gálatas que no hay más que un evangelio, y él es predicador de ese único evangelio, cuya idea base es la de que el hombre es justificado por la fe en Jesucristo, y no por las obras de la Ley (1:6-9; 2:16). En los dos primeros capítulos, especie de introducción a la prueba de su tesis, Pablo trata de dejar bien en claro cuál es su posición en el colegio apostólico: ha sido llamado directamente al apostolado por Dios (1:1.12-17), pero su solidaridad con los apóstoles de Jerusalén es manifiesta (1:18; 2:1-10), demostrada incluso bien palpablemente en una memorable disputa con Pedro (2:11-14). No tiene base, pues, atacar su evangelio cual si fuese cosa personal, en oposición a lo que pensaban los apóstoles de Jerusalén, tal como parece presentaban el problema esos predicadores judaizantes de la contramisión en Galacia.
Puesta por delante esta aclaración, Pablo entra de lleno en la tesis doctrinal. Comienza, dando así más viveza a la exposición, con una especie de ex abrupto en que recuerda a los gálatas que, cuando se convirtieron, no fueron las obras de la Ley, que seguramente ni conocían, sino la fe en Jesucristo, la que produjo en ellos el paso a la nueva vida en el Espíritu, con abundancia de dones espirituales (3:1-5). A continuación, apoyado en textos de la Escritura que le son familiares (3:6-14) y dando luego un sesgo jurídico a la argumentación (3:1555), habla de que las promesas de Dios a Abraham fueron por testamento, y la Ley, venida cuatrocientos treinta años después, no puede anular ese testamento; el papel de la Ley no será vivificar, sino simplemente conducir hasta Cristo, manteniendo a los hombres en estado de alerta y de espera de los bienes celestiales prometidos por Dios en el testamento (3:21-24). Trataremos de desarrollar con más detalle estas ideas.
Las promesas a Abraham o testamento de Dios: Desde luego, es muy característica la argumentación de San Pablo. Con razón se ha dicho que Pablo en estos pasajes (3:1-4:31) a las finezas de la exégesis rabínica añade un notable conocimiento del derecho helenístico y que el argumento que desarrolla es el más original, el más claro y mejor construido que jamás salió de su pluma. 219
Hay una idea de fondo que debemos tener muy en cuenta, es a saber, la constante preocupación de Pablo, reflejada en todos sus escritos, por hacer resaltar que la base de la vida cristiana es la fe. Pues bien, a esa fe del lado nuestro, Pablo hace corresponder del lado de Dios las promesas a Abraham (3:8.16). Si para un judío las Escrituras eran, ante todo, una ley que nos manifestaba la voluntad de Dios y que había que observar a toda costa, para Pablo las Escrituras son, ante todo y sobre todo, el libro de las promesas; la misma existencia de Israel tiene su razón de ser en las promesas a Abraham. De esas promesas, continuadas luego a lo largo de la historia del pueblo judío, los israelitas han sido depositarios (cf. Rom 3:2; 9:4), pero los herederos son los cristianos (3:29).
Dentro de esta perspectiva, con palabras tomadas de la terminología del derecho helenístico (.êåêõñùìÝíçí .áèåôåß.Ýôðäéá-ôÜóóåôïá), Pablo nos dirá que las promesas a Abraham son como un testamento de Dios a favor de la humanidad (3:15-17), pues en esas promesas no hay más que una voluntad generosa de Dios, que promete por sí mismo, sin imponer condiciones. También Filón habla de testamento refiriéndose a esas promesas a Abraham: Entonces hizo Dios su testamento en favor de Abraham diciendo: a tu descendencia daré esta tierra. 220 La diferencia está en que Pablo va mucho más lejos que Filón. Ciertamente es Abraham quien recibe la promesa divina y se convierte en poseedor del testamento, pero el verdadero heredero no son los israelitas, como cree Filón y los judíos, sino Cristo y los cristianos (3:19.29). Es aquí donde la argumentación de Pablo se hace más sutil. Para Pablo, el genuino y auténtico heredero es Cristo (3:19), y únicamente por su incorporación a Cristo, formando unidad con Él, es como los cristianos se convierten también en herederos (3:27-29), incluso hará notar, con exégesis en que podemos ver vestigios de su formación rabínica, que la Escritura habla de descendencia y no de descendencias, para darnos a entender que el heredero es uno, es a saber, Cristo (3:16).
De este modo, Pablo ha revelado al mundo el misterio de ese testamento otorgado por Dios a Abraham. No se trata de una herencia que los hombres van a adquirir sin más, llegado un determinado tiempo, sino que quien recibe la herencia es Cristo, Hijo de Dios, único digno de poseer los bienes divinos; si también a los hombres llega esa herencia, es únicamente por su cualidad de hijos, privilegio que Cristo con su redención les ha conseguido (4:4-7; 3:26-29). Podemos, pues, decir que con Abraham, más que el judaismo, nace el cristianismo, pues es mirando a Cristo y a los cristianos como Dios le hace las promesas (cf. Rom 3:23-24; 1 Cor 10:11). ¿A qué vino, pues, el judaismo? La respuesta la da Pablo al explicar el papel de la Ley.
El paréntesis duro de la Ley: Es obvio suponer, después de lo que llevamos dicho, que la tesis de Pablo sobre el papel de la Ley mosaica ha de ser muy distinta de la que, en general, sostenían los judíos. Para éstos, lo realmente esencial y sustantivo en las relaciones con Dios era la Ley, que había venido a completar las promesas a Abraham, y con cuyo cumplimiento adquiríamos la justicia. Esa Ley debía continuar vigente en la época mesiánica y los gentiles habrían de someterse a ella si querían participar en las promesas a Abraham. De hecho, pues, la Ley se había convertido para los judíos en una especie de pantalla que ocultaba a Dios exaltando a los hombres, en cuanto había de ser a base del propio esfuerzo, cumpliendo rigurosamente la Ley como éstos debían obtener la justicia. Nada más opuesto a la tesis de Pablo. Para Pablo, la justicia es un don de Dios, y afirmar que la podemos adquirir con nuestro esfuerzo, aunque fuera a base del cumplimiento de una Ley dada por Dios, equivalía a negar la gratuidad de la salud y quitar la gloria a Dios (2:16.21; 3:2; Rom 4:2-5; 10:3; 1 Cor 1:30-31). Expresamente dirá que la Ley no fue dada para vivificar (3:21); en este caso, si Dios la hubiese dado con esa finalidad, habría contradicción con la promesa, pues ésta tiene carácter de favor gratuito e incondicional, mientras que una justificación por la Ley, a base de nuestro esfuerzo, anularía ese carácter (3:17-18; Rom 4:13-17)·
¿Cuál fue, pues, el papel que Dios asignó a la Ley? La respuesta de Pablo es bastante compleja y conviene no tomar aisladamente cada una de sus afirmaciones, pues con frecuencia recarga la tinta sobre un aspecto de la Ley, omitiendo otros no menos importantes aludidos en otros lugares. Desde luego, hay algo de carácter general que se deja traslucir claramente en todos sus razonamientos, es a saber, que en el plan salvífico de Dios la Ley fue algo provisional y transitorio, con vigencia sólo hasta Cristo (3:24-25; Rom 7:4-6; 10:4; 2 Cor 3:11). Podemos además añadir que, según Pablo, su papel era el de preparar los caminos en orden a la realización de la promesa, que es lo realmente sustancial, permanente y definitivo en el plan salvífico de Dios (3:15-17). Pero, ¿cómo preparaba esos caminos? Es aquí donde aparece la complejidad de la respuesta de Pablo. Hay textos en que Pablo hace resaltar lo que podríamos decir aspecto positivo de la Ley, afirmando que la Ley es santa y buena (Rom 7:12; 9:4) y que fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo (3:24); pero hay otros mucho más abundantes, en que se fija más bien en el aspecto negativo, diciendo que fue causa de transgresiones e instrumento de pecado (3:19; Rom 3:20; 4:15; 5:20; 7:5; 1 Cor 15:56) y que ha hecho a los hombres objeto de maldición, de la que sólo Cristo podía librarnos (3:10-13). En este sentido, no tiene inconveniente, cosa que había de resultar escandalosa para una mentalidad judía, en poner a la Ley al lado del mundo malo, incluida bajo la expresión elementos del mundo, que reducían al hombre a servidumbre (4:3-5).
No es que haya contradicción entre las dos series de textos, como afirman algunos críticos. Ciertamente que la Ley es santa y buena, especie de poste indicador de la voluntad de Dios para regular la vida del pueblo de Israel; pero dada la tendencia al mal de nuestra carne (cf. 5:17; Rom 7:18; 8:7), se convirtió de hecho en causa de transgresiones e instrumento de pecado, pues en relación con los gentiles, que disponían sólo de la ley natural (cf. Rom, 2:14), aumentaba grandemente el campo de los preceptos y el de su conocimiento (cf. Rom 3:20; 7:5.7-8). Aunque Dios había previsto todo esto, a pesar de ello, da la Ley, la cual viene a ser, siguiendo la imagen de San Pablo, como un carcelero que mantiene encerrado al judaísmo en la dura prisión de los preceptos (3:22-23) Y se convierte en verdadero yugo (5:1; cf. Act 15:10). Sin embargo y aquí está precisamente la idea fundamental que armoniza ambas series de textos , por duro que sea este guardián, promulgando penas contra los pecadores e incluso provocando el pecado, también así lleva a Cristo, pues, de una parte, la persona adquiere mayor conocimiento del pecado y, de otra, se ve obligado a reconocer su impotencia, lo que le impulsa a poner la confianza en Dios buscando la salud por la fe, tal como pedía la promesa (cf. 3:6-8. 22-23; Rom 7:23-25; 11:32).
Tiene, pues, la Ley carácter transitorio, con vigencia sólo hasta Cristo; es como un paréntesis, con dureza de carcelero, que se intercala entre la promesa y su realización. Cambiando de imagen, Pablo hablará también de pedagogo (3:24), ese educador severo del mundo greco-romano de entonces, que hacía sentir al niño su minoría de edad, nueva expresión con que es designada la etapa de la humanidad bajo la Ley (4:1-5).

La libertad cristiana.
Varias veces repite San Pablo que, merced a la obra de Cristo, hemos sido liberados, no sólo del pecado y de la muerte (3:13; Rom 6:1-11; 8:2-4; 2 Cor 5:21), sino también de la Ley (3:23-25; 5:1-4; Rom 7:4-6; Ef 2:14-15). Es un término, el de libres, que con frecuencia se aplica a los cristianos, no ya sólo por Pablo (cf. Gal 2:4; 4:31; 5:1.13; Rom 6:18; 1 Cor 7:22; 2 Cor 3:17), sino también por los otros autores neotestamentarios (cf. Jn 8:32-36; 1 Pe 2:16; San 1:25).
Pero, ¿cómo hay que entender esa libertad? ¿Es que el cristianismo carece de normas morales obligatorias? Creemos que nada sería más opuesto al pensamiento de Pablo y a la Sagrada Escritura en general que una libertad que diese al hombre la autonomía personal (cf. Gal 5:13), pretensión orgullosa del pecador ya desde la escena del paraíso. Pablo mismo habla de ley de Cristo (6:2; 1 Cor 9:21) y dice que los cristianos somos siervos de Cristo (1:10; Rom 16:18; 1 Cor 7:22; Ef 6:6; Col 4:12; Fil 1:1) y de Dios (1 Tes 1:9; Rom 6:22) y de unos con otros (5:13; Rom 13:8). Conocida es también su costumbre de añadir una parte parenética a las exposiciones doctrinales de sus cartas, con normas precisas sobre la regulación de la vida moral (5:19-21; Rom 12:9-13:10; 1 Tes 4:2-12; 1 Cor 5:9-11; 6:8-10; 2 Cor 13:10; Col 3:18-25; Ef 4:25-32; Flp_3:17-19 ). La libertad de que habla Pablo es, siguiendo su misma terminología, liberación frente al pecado y a todo lo que le sirve de instrumento, incluida la Ley; por eso, hablará de muerte-pecado-carne-ley-elementos del mundo., como de falsos dueños que se habían apoderado del hombre (cf. 3:22-23; 4:8-9; 5:1-3; Rom 3:9; 6:14-20; 7:6.23; 1 Cor 6:13; 15:56; Col 2:8) y de cuya servidumbre nos liberó Cristo (cf. 3:4; 3:13; 5:1; Rom 6:18; 7:24-25; 8:2; Col 2:20), pasándonos a la condición de hijos (cf. 4:5-7; Rom 8:14-16). En el fondo, libertad cristiana y filiación divina son sinónimos para Pablo.
Tratemos de concretar más 221. Es sabido que para el mundo griego y romano de entonces el término libertad designaba sobre todo una realidad social, es, a saber: la libertad de los hombres que podían disponer de sí mismos, en contraposición a los esclavos. Pues bien, Pablo no se refiere a esa libertad, sino a una realidad teológica que trasciende las estructuras sociales humanas, siendo accesible incluso para los que se encontraban en la dura condición de esclavos (cf. 1 Cor 7:20-22), a los cuales seguirá recomendando que obedezcan a sus amos, pero que lo hagan en cristiano, es decir, no sirviendo al ojo, como buscando agradar al ser humano, sino como siervos de Cristo, que cumplen de corazón la voluntad de Dios (Ef 6:5-8; Col 3:22-24; 1 Tim 6:1-2; Tit 2:9-10). Todo da la impresión de que la ética social, a la que hoy damos tanta importancia, no entraba de modo directo en los planes y preocupaciones de Pablo. La libertad a que se refiere Pablo, es una libertad liberadora de la libertad que habíamos perdido, esclavos de aquel pecado que llamamos original. y pertenece estrictamente al orden de la gracia. 222
Mediante la consecución de esta libertad, que nos ha traído Cristo, el hombre se ve libre de esos falsos dueños, que le sujetaban: pecado, carne, elementos del mundo. Pero, ¿qué decir de la Ley mosaica, dada por Dios? También de la Ley, repetirá San Pablo, hemos sido liberados por Cristo (3:23-25; 5:1-4). Evidentemente Pablo en estos pasajes, y en otros similares, está aludiendo directamente a la Ley mosaica; pero, al hacer notar las deficiencias de esa Ley, lo hace en cuanto que ésta realiza el concepto de Ley, y no en cuanto que es mosaica. 223 Es precisamente este aspecto el que llega más al fondo de lo que es la libertad cristiana.
En efecto, todas las leyes, incluida la mosaica, presionan al hombre desde fuera, ordenándole lo que debe hacer o no debe hacer, sin que puedan llegar interiormente a su dinamismo y poder actuante: tienen carácter de poste indicador e incluso de termómetro, pero no de remedio. Esta era la deficiencia radical, que Pablo ve en la Ley mosaica; no estaba el mal en sus preceptos ni en su carácter obligatorio, preceptos contenidos fundamentalmente en el Decálogo, y que continúan en el cristianismo, sino en que no podía hacer otra cosa que ordenar, sin dar la fuerza para cumplir el precepto, es decir, no podía vivificar, llevando hasta el hombre la vida santa que prescribía (cf. 2:16; 3:21; Rom 3:20). Si también entonces hubo justos, esa justicia no les venía de la Ley, sino de su profundo sentido de fe en Dios y en sus promesas. Muy otra es la situación en que nos pone nuestra condición de hijos de Dios, que nos consiguió Cristo. También aquí hay exigencias morales, e incluso podemos hablar de ley de Cristo (6:2; 1 Cor 9:21) o ley de la fe (Rom 3:27) o ley del espíritu (Rom 8:2), pero son exigencias que no vienen de fuera, a base de una ley, sino que arrancan del interior mismo del hombre renovado, brotando espontáneamente de la vinculación pneumática del cristiano con Cristo. Podemos decir que son una como exigencia que se inserta en el interior del hombre, al ser éste transformado en su ser y constituido en nueva creatura por la infusión del Espíritu y la incorporación a Cristo (cf. 2:19-20; 4:6; 6:15; Rom 6:3-5; 8:9-17; 2 Cor 5:17; Ef 2:15-16; 4:23-24; Col 3:9-10; Tit 3:5); de ahí que, hablando con propiedad, deberíamos decir que el cristiano está en la ley, pero no bajo la ley, pues él mismo es ley, en su ser de cristiano (cf. Rom 6:14). Además, son exigencias que, por nuestra vinculación a Cristo y la presencia en nosotros del Espíritu, llevan en sí mismas la fuerza de actuación moral o capacidad de realización (cf. Rom 8:1-17).
Resulta, pues, que ley mosaica y ley de Cristo, aun teniendo común el nombre de ley, son de condición o naturaleza muy distinta. Por eso, hablando de las exigencias cristianas, o ley de Cristo, Pablo dirá que pueden reducirse a la ley del amor, expresión perfecta y definitiva de la voluntad de Dios, en la que queda resumida toda la Ley y todas las leyes en lo que tienen de recto y positivo (cf. 5:14; Rom 13:8-10). Es así, y no al modo que pensaban los judíos, como las leyes del Antiguo Testamento deben permanecer en el Nuevo (cf. Mt 5:17), relativizadas en cierto modo, en cuanto que deberán ser actualizadas a base del criterio del amor, el mandamiento nuevo de que habla Jesucristo (cf. Jn 13:34-35), y del que El mismo hace aplicación en el caso concreto de la ley del sábado (Mt 12:9-14).
Esta reducción de las exigencias cristianas o ley de Cristo a la ley del amor, es ya indicio muy significativo; pues el amor, más que ley, es fuerza y dinamismo. Las exigencias cristianas no vienen presionando desde fuera, como a los siervos, sino que surgen de dentro, espontáneamente, por amor, como las de los hijos. Es un amor operativo infundido en el cristiano por el Espíritu (Rom 5:5), reflejo del amor de Dios y de Cristo hacia nosotros (2:20:5:6; Rom 8:31-39; 2 Cor 5:14-15; Ef 5:2; Fil 2:2-8), y que Pablo describe maravillosamente en su himno a la caridad (1 Cor 13:1-8). Esto hace que, respecto de los cristianos, podamos hablar de libertad, pues en la ley de Cristo se trata de exigencias que brotan espontáneamente del mismo ser cristiano, queriendo éstos la misma cosa que quiere Dios, a quien se ama, es decir, todo lo contrario de lo que es la servidumbre bajo la obligación de una ley 224.
¿Significa esto que el cristianismo no admite leyes exteriores? A este respecto conviene hacer algunas precisiones. Cuando Pablo habla de que los cristianos no están bajo la ley ni propiamente necesitan de ley, pues su vida está inspirada y dirigida desde dentro por el Espíritu en el amor, está suponiendo un estado o condición en que el cristiano vive realmente conforme a su ser de cristiano, actuando siempre bajo el impulso del Espíritu. Es la situación que los cristianos esperamos alcanzar cuando tenga lugar el reino celeste y definitivo del Espíritu, donde no regirá más que el amor (cf. 1 Cor 13:8-13). Pero la experiencia enseña, y se lo enseñaba también a Pablo, que, aunque teológicamente es cierto que el Espíritu, fuerza de Dios, domina a la carne, simple flaqueza humana; de hecho, la efectividad de ese dominio del Espíritu está ligada a la voluntad de cada uno, que puede abandonar al Espíritu para adherirse de nuevo a la carne (cf. 6:7-8; 1 Cor 6:8-11). Es decir, que, mientras el cuerpo no sea totalmente espiritualizado (cf. 1Co_15:44-49 ) y alcancemos la plena manifestación de los hijos de Dios (Rom 8:19-23; Fil 3:20-21), también el hombre cristiano corre el peligro de dejarse dominar por las tendencias de la carne; de ahí, ante el peligro de una conciencia ofuscada por las pasiones, esas frecuentes amonestaciones de Pablo, urgiendo determinadas normas de conducta, cuya violación excluye del reino de Dios (cf. 5:19-21; 1 Cor 6:9-10; Ef 5:5; 1 Tim 1:9-10), y de ahí también las normas o leyes de uso tradicional en la Iglesia.
En realidad, estas leyes exteriores, presentadas como normas objetivas de conducta moral, no hacen sino aplicar a las diversas circunstancias de la vida cotidiana esa ley interior del Espíritu que brota de nuestro mismo ser de cristianos.


Fuente: Biblia Comentada, Profesores de Salamanca (BAC, 1965)

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Notas

Gálatas 3,1-29

II. Justificación por la Fe, 3:1-4:31.

La experiencia de los gálatas: evidencia de los hechos, 3:1-5.
1 ¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo clavado en cruz? 2 Esto sólo quiero saber de vosotros: ¿Habéis recibido el Espíritu por virtud de las obras de la Ley o por virtud de la predicación de la fe? ¿Tan insensatos sois? 3 ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora acabáis por la carne? 4 ¿Tantos dones habréis recibido en vano? Sí que sería en vano. 5 El que os da el Espíritu y obra milagros entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la Ley o por la predicación de la fe?
Pablo ha terminado lo que pudiéramos llamar parte histórica de su carta, exponiendo a los gálatas el origen divino de su evangelio y cómo no era distinto del de los Doce (1:11-2:21); ahora entra ya de lleno en la tesis doctrinal, tratando de mostrarles en forma directa que la justificación no depende de las obras de la Ley, sino de la fe en Jesucristo (3:1-4:31). Su argumentación se apoyará sobre todo en la Escritura; pero antes, a modo de introducción, les recuerda unos hechos de experiencia acaecidos entre ellos que les deben hacer pensar y que deberían serles suficientes para dirimir la cuestión. De estos hechos trata nuestra perícopa.
Comienza el Apóstol lamentándose de que los gálatas, como niños incautos, se hayan dejado fascinar por las razones especiosas de los judaizantes, olvidando la imagen de Jesucristo clavado en cruz, que él les había presentado en su predicación, y que debía haber continuado siendo el norte fijo de sus miradas (v.1). Claramente da a entender, con este su reproche a los gálatas, que la doctrina de la redención por la muerte y resurrección de Cristo constituía la base de su catequesis (cf. 1Co_15:3-11). Notemos, además, que esta idea de la eficacia redentora de la cruz de Cristo, instrumento único de salvación, había sido ya aludida anteriormente (cf. 2:21), no haciendo ahora el Apóstol sino aplicar a los gálatas la lección que resultaba de lo expuesto en Antioquía. Con esto, ambas partes de la carta, la histórica y la doctrinal, quedan unidas literariamente sin solución de continuidad.
Desahogado su corazón con esa queja preliminar, San Pablo recuerda a los gálatas, en forma interrogativa para mayor viveza, que no han sido las obras de la Ley, en la que no pensaban y seguramente ni siquiera conocían, sino la fe en Jesucristo, cuando se convirtieron, lo que motivó el que recibieran el Espíritu Santo con plena transformación interior de sus vidas y abundancia de gracias carismáticas (v.2-5). Alude aquí el Apóstol a esa efusión del Espíritu Santo sobre los fieles, que los profetas habían señalado como nota distintiva de la época mesiánica (cf. Isa_44:3; Eze_36:26-27; Joe_2:28-32), y que, al igual que en otras comunidades de la primitiva iglesia (cf. Hec_8:17-18; Hec_10:46; Hec_19:6; 1Co_14:26-29), San Pablo afirma haberse dado también entre los gálatas. El argumento era contundente. Claramente se veía que Dios, enviando su Espíritu sobre los fieles, aprobaba la actitud y fe de éstos, sin exigir ninguna otra cosa. También los gálatas podían haber respondido a los judaizantes: ¿Quiénes somos nosotros para oponernos a Dios? (cf. Hec_11:17).
Aunque la idea general de la argumentación de Pablo es clara, no así algunas frases concretas, particularmente en los v.3-4. Eso de comenzar por el Espíritu y terminar por la carne (??????????? ????????? . ????? ??????????? ), alude a que los gálatas iniciaron su cristianismo con la suscepción del Espíritu al creer en Cristo, y ahora tratan de consumar la obra con la práctica de la circuncisión (carne) y observancia de la Ley mosaica. ¡Qué insensatez!, comenta San Pablo. En vez de ir de lo menos perfecto a lo perfecto, vosotros lo hacéis al revés. Es de notar que los términos iniciar-consumar pertenecen al lenguaje de los ritos de iniciación, y fácilmente habían de ser entendidos por los gálatas, en tiempo en que estaban tan extendidas las así llamadas religiones de los misterios. Otra frase que tampoco es clara es la que hemos traducido: Sí que sería en vano (?? ?? ??? ???? ). Nuestra traducción supone que San Pablo no hace sino confirmar lo que ya insinuaba con la pregunta anterior, como diciendo: En efecto, todos esos dones con que os ha favorecido el Espíritu, en realidad no os van a valer para nada, pues, al tratar de buscar la justicia en la Ley, quedáis desligados de Cristo (cf. 5:4). Otros, sin embargo, traducen: no sé si en vano, con lo que el Apóstol trataría más bien de atenuar la expresión anterior, mostrando confianza de que los gálatas, por fin, no se dejarían seducir. Gramaticalmente ambas traducciones son posibles 234.

Por la fe entramos
? participar de las bendiciones, 3:6-14.
6 Así creyó Abraham a Dios y le fue computado a justicia. 7 Entended, pues, que los nacidos de la fe, ésos son los hijos de Abraham; 8 pues previendo la Escritura que por la fe justificaría Dios a los gentiles, anunció de antemano a Abraham: En ti serán bendecidas todas las gentes. 9 Así que los que nacen de la fe son benditos con el fiel Abraham. 10 Pero cuantos confían en las obras de la Ley se hallan bajo la maldición, porque escrito está: Maldito todo el que no se mantiene en cuanto está escrito en el libro de la Ley, cumpliéndolo, 11 Y que por la Ley nadie se justifica ante Dios, es manifiesto, porque el justo vive de la fe. 12 Y la Ley no se funda en la fe, sino que el que cumple sus preceptos, vivirá por ellos. 13 Cristo nos redimió de la maldición de la Ley haciéndose por nosotros maldición, pues escrito está: Maldito todo el que es colgado del madero, 14 para que la bendición de Abraham se extendiese sobre los gentiles en Jesucristo y por la fe recibamos la promesa del Espíritu.

Parece que los agitadores judaizantes de Galacia, como insinúa ese entended, pues del v.y, insistían en que era necesario incorporarse a la descendencia de Abraham, mediante la circuncisión y la Ley, para poder participar de las bendiciones mesiánicas. San Pablo, que no niega el papel importante de Abraham en la economía de la salud, va a poner en su punto las cosas, cortando de raíz todas esas objeciones de los judaizantes y dándonos una visión maravillosa de las relaciones entre Antiguo y Nuevo Testamento. Lo que, en resumen, viene a decir es que es por la fe como entramos a formar parte de la verdadera descendencia de Abraham y que la Ley, en que tanto insistían los judaizantes, es más bien un régimen de maldición, del que nos libró Cristo, a fin precisamente de que las bendiciones hechas a Abraham pudiesen llegar hasta los gentiles.
Tal es la idea general de nuestra historia. El primer punto que toca el Apóstol es el de que Abraham fue justificado por la fe, no por la Ley, exactamente igual que, andando el tiempo, lo habían de ser también los gentiles (v.6-9). Es el mismo tema que desarrolla ampliamente en Rom_4:1-25, a cuyo comentario remitimos. La base es el texto de Gen_15:6 : Creyó Abraham a Dios y le fue computado a justicia, afirmación que toma no como caso aislado restringido a Abraham, sino como primer jalón de la obra de justificación por la fe, que Dios establece en el mundo, preanunciando ya entonces el modo como habían de ser justificados los gentiles en la época del Evangelio. El que San Pablo nombre únicamente a los gentiles (v.8) no quiere decir que no sea también modo de justificación para los judíos (cf. 2:15-16), sino que habla de gentiles, porque era lo que directamente le interesaba en orden a los gálatas. Trataba de hacerles ver que con la aceptación de la fe, imitando al fiel Abraham (v.g), habían sido ya incluidos en el ámbito de su descendencia y, consiguientemente, podían participar de las promesas a él hechas (v.8; cf. Gen_12:3; Gen_18:18; Gen_22:18). Es más, San Pablo insistirá en que sólo los nacidos de la fe (v.7), es decir, los engendrados a la vida sobrenatural por la fe, constituyen, en los planes divinos, la verdadera descendencia de Abraham, a la que están hechas las promesas. La descendencia carnal, como concretará en Rom_4:11-12, ni es necesaria ni basta.
Y todavía sigue más adelante San Pablo: la Ley, muy al revés que la fe, no sólo no nos hace entrar en la obra de la bendición prometida de Abraham, sino que nos hace objeto de maldición (v.10-12). Realmente, el modo de hablar de San Pablo, encarándose con los judaizantes, no puede ser más valiente. ¡Decir a un judío que la Ley, su máxima gloria (cf. Rom_2:17), nos hacía objeto de maldición! Pero San Pablo no sólo lo afirma, sino que lo prueba; y lo prueba valiéndose de textos de la Escritura. El primer texto citado (v.11) es el de Deu_27:26, del que deduce que quien pone la esperanza de su justicia en la Ley y no la cumple está bajo las maldiciones de esa misma Ley, que pide castigo contra los transgresores. Es ésta como la mayor de un silogismo, por lo demás muy fácil de entender. Pero los judaizantes podían replicar a Pablo: Muy bien todo eso, pero ¿y los que cumplan la Ley? Precisamente en ese mismo pasaje del Deuteronomio se enumeran toda una serie de bendiciones para los que cumplan la Ley (cf. Deu_28:1-14). Por eso, era necesario añadir una menor al silogismo, que más o menos parece debería sonar así: Ahora bien, la Ley ni se cumple ni se puede cumplir; luego.
Pero ¿era verdad que la Ley mosaica ni se cumplía ni se podía cumplir? Cierto que Jesucristo y San Pedro y el mismo San Pablo hablan de que de hecho no se cumplía (cf. Jua_7:19; Hec_15:1; Rom_2:23); pero ¿era eso aplicable en absoluto a todos? ¿Es que no hubo justos en el Antiguo Testamento, con absoluta fidelidad a la Ley? ¿Es que Dios daba preceptos imposibles de cumplir? Evidentemente, San Pablo no trataba de llegar tan lejos. De ahí, lo alambicado y sutil de su razonamiento en los v. 11-12, que en realidad constituyen la menor del silogismo, con referencia a ese no cumplir la Ley y, consiguientemente, estar bajo maldición. Se apoya nuevamente el Apóstol en dos textos de la Escritura: Hab_2:4 y Lev_18:5, textos citados también en la carta a los Romanos (Lev_1:17; Lev_10:5), y que, a primera vista, parecen estar en contradicción, pues de una parte se añrma que Dios justifica por la fe (Habacuc), y de otra que justifica por las obras (Levítico). Sin embargo, es evidente que San Pablo lleva un plan en su razonamiento y supone que no hay contradicción. ¿Cuál es ese plan?
A lo que podemos deducir, valiéndonos también de lo que sabemos por otros pasajes de sus escritos, el Apóstol trata de contraponer la economía de la Ley, en que cada uno debía labrarse su justicia a base del cumplimiento exacto de todos sus preceptos, y la economía de la fe, en que buscamos obtener esa justicia como don de Dios, puesta la confianza en El y en sus promesas de salud. De suyo, la justicia no puede obtenerse más que por la fe, como se dice en el texto de Habacuc (v.11) y San Pablo repite innumerables veces; pero eso no quiere decir que en la economía de la Ley no se consiguiese la justicia, y se consiguiese observando exactamente sus preceptos, como dice el texto del Levítico (v.1a; cf. Rom_2:13). Lo que pasaba era que la observancia de esos preceptos era imposible sin el auxilio de la gracia interior, y esa gracia no se daba tampoco en el Antiguo Testamento, sino en virtud de la fe (cf. Rom_4:2-25); la Ley, en tanto que ley, puesto que no se funda en la fe (v.12), no podía justificar, siendo más bien ocasión de nuevos pecados (cf. 3:19; Rom_3:20; Rom_7:7-11; 1Co_15:56). Hasta la venida de Cristo, Ley y fe, aunque procedan de principios diferentes, podían ir unidas en las mismas personas, como de hecho lo fueron en los justos del Antiguo Testamento, fieles observadores de la Ley y con un profundo sentido de fe en Dios y en sus promesas; no así una vez venido Cristo. Ahora la Ley, terminado su cometido (cf. v.24), queda ya disociada de la fe; y, por tanto, poner la confianza en ella, como hacen los judaizantes, es caer bajo el peso de sus maldiciones, sin posibilidad de poder escapar, puesto que no nos es posible observar sus preceptos sin el auxilio de la gracia interior, que únicamente nos viene de la fe. En resumen, que la misma Ley que antes procuraba la vida, cuando la fe informaba sus preceptos, ahora no puede dar ya esa vida, una vez disociada de la fe. El texto del Levítico: . vivirá por ellos (v.12) no tiene ya aplicación.
Por fin, un tercer punto, con que Pablo termina su razonamiento: Cristo, con su pasión y muerte, es quien nos libra de las maldiciones de la Ley y hace posible la entrada de los gentiles en la economía de la bendición prometida a Abraham (v.13-14). Tenemos en estos dos versículos, verdaderamente centrales de todo el capítulo, la misma idea básica que en Rom_8:3-4 Y 2Co_5:21, donde Cristo es también presentado asumiendo en su persona nuestras prevaricaciones para convertirse a su vez en fuente de justicia y santidad. Espontáneamente pensamos en Isa_53:4-12, hablando del Siervo de Yahvé. Como sostén de esta doctrina, si no queremos perdernos en un laberinto de cuestiones sin solución, hemos de presuponer la idea de solidaridad entre Cristo y los hombres, único modo de explicar la posibilidad de esa corriente de pecado, que va de nosotros a El, y de esa corriente de justicia que viene de El a nosotros. Esa solidaridad comienza en la encarnación, al hacerse hombre el Hijo de Dios, entroncando en el linaje de Adán y asumiendo el oficio de nuevo jefe y cabeza de la humanidad, que sustituye al viejo Adán (cf. Rom_5:12-21). Desde ese momento Cristo entra en nuestros destinos, apropiándose, aunque inocente, los pecados y maldiciones que pesaban sobre la humanidad, al convertirse en miembro de una familia pecadora y rama de un árbol maldito.
Cuando San Pablo, aquí, en este pasaje de la carta a los Calatas, dice que Cristo nos redimió de la maldición de la Ley () haciéndose por nosotros maldición (????????? ???? ???? ?????? ), no hace sino aplicar la doctrina de la solidaridad al caso concreto de que viene hablando. Esa maldición que pesaba sobre los transgresores de la Ley, contra los cuales ésta pedía castigo, Cristo la toma sobre sí en virtud del principio de solidaridad (se hace maldición) y, en virtud de ese mismo principio, hace llegar hasta los culpables su justicia (redime de la maldición de la Ley). No dice aquí el Apóstol cómo realizó Cristo de hecho esa liberación o redención. Lo dirá, sin embargo, en otros muchos lugares de sus cartas, particularmente en Rom_6:3-11, hablando de nuestra incorporación a la muerte y resurrección de Cristo mediante el bautismo, quedando liberados de nuestros ritos antiguos y naciendo a nueva vida. No sería, pues, exacto, comentando estos versículos de San Pablo, hablar simplemente de sustitución, como si la maldición que pesaba sobre los hombres hubiera pasado a Cristo, quedando, sin más, libres nosotros. Late en las palabras del Apóstol algo mucho más profundo, sin que eso signifique que no hayamos de admitir en algún sentido la idea de sustitución, pues ciertamente es Cristo quien paga por nosotros 235. La clave de la solución ha de buscarse, lo volvemos a repetir, en el principio de solidaridad: Entre Cristo y los seres humanos compenetrados místicamente, se establece un doble trasiego, uno de pecado y maldición, que va de nosotros a Cristo, y otro de justicia y vida divina, que viene de Cristo a nosotros.
El texto de Deu_21:23, citado por el Apóstol en confirmación de su tesis (v.13), no es propiamente una demostración, sino una ilustración sacada de la Escritura. Es posible, como algunos sospechan, que San Pablo se exprese del modo que lo hace inspirándose en dichos del ambiente hostil a Cristo, donde se le tenía por maldito, pues era un crucificado (cf. 1Co_1:23). El Apóstol habría recogido la acusación, confirmándola incluso con el texto del Deuteronomio, pero aclarando que se trataba de una maldición por nosotros, en beneficio nuestro, pues mediante ella había redimido a los judíos de la maldición de la Ley y había hecho que se extendiese sobre los gentiles la bendición de Abraham. Parece que San Pablo, con esa su extraordinaria densidad de pensamiento característica, refleja también aquí la afirmación tantas veces por él repetida de la prioridad judía en la salud mesiánica (cf. Hch_13:46; Rom_1:16; Rom_3:2; Rom_9:4; Rom_15:8), pues habla como si Cristo hubiese anulado primero la maldición que pesaba sobre los judíos (v.13), para que, libres ellos de trabas y participando ya de la bendición prometida a Abraham, se extendiese luego esa bendición también a los gentiles (v.14), una vez destruido el muro de separación de la Ley (cf. Efe_2:14), conforme al plan divino de salud universal por la fe. Las expresiones bendición de Abraham y promesa del Espíritu (? . 14) en realidad vienen a ser equivalentes y designan todo el conjunto de dones mesiánicos, incluida la justificación, de que los gálatas tienen ya experiencia (cf. v.2-5). También resultan prácticamente equivalentes las expresiones en Jesucristo y por la fe (v.14), con las que San Pablo trata de dar a entender que es mediante la incorporación a Jesucristo, a través de la fe, como entramos a participar de la salud mesiánica (cf. 2:15-21).

Las promesas hechas a Abraham y la Ley, 3:15-25.
15 Voy a hablaros, hermanos, a lo humano. Un testamento, con ser de hombre, nadie lo anula, nadie le añade nada. 16 Pues a Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas. No dice a sus descendencias como de muchas, sino de una sola: Y tu descendencia, que es Cristo. 17 Y digo yo: El testamento otorgado por Dios no puede ser anulado por la Ley que vino cuatrocientos treinta años después e invalidar así la promesa. 18 Pues si la herencia es por la Ley, ya no es por la promesa. Y, sin embargo, a Abraham le otorgó Dios la donación por la promesa. 19 ¿Por qué, pues, la Ley? Fue dada en razón de las transgresiones, promulgada por ángeles, por mano de un mediador, hasta que viniese la descendencia, a quien la promesa había sido hecha. 20 Ahora bien, el mediador no es una persona sola, y Dios es uno solo. 21 ¿Luego la Ley está contra las promesas de Dios? Nada de eso. Si hubiera sido dada una Ley capaz de vivificar, realmente, la justicia vendría de la Ley; 22 pero la Escritura lo encerró todo bajo el pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo. 23 Y así, antes de venir la fe, estábamos encarcelados bajo la Ley, en espera de la fe que había de revelarse. 24 De suerte que la Ley fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. 25 Pero, llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo.

Sigue San Pablo insistiendo en explicar el papel de la Ley en relación con la bendición prometida a Abraham. únicamente que, si antes hablaba de bendición (v.8.9.14), ahora habla de promesas (v. 16.21) o promesa (v. 17.18.22); pero, de hecho, se alude a la misma realidad; es, a saber, los bienes o salud mesiánica anunciada de antemano repetidas veces a Abraham, y que había de tener su pleno cumplimiento en la época del Evangelio 236.
Dos ideas fundamentales podemos distinguir en esta narración: que la Ley, dada por Dios posteriormente a la promesa, no puede anular ésta (v. 15-18), y que su papel no fue otro sino el de servir de ayo o pedagogo que condujera hasta Cristo (v. 19-25). La tesis que aquí sostiene San Pablo es diametralmente opuesta a la idea que en general tenían los judíos respecto de la Ley. Para éstos, la Ley era lo sustantivo y esencial, lo que realmente constituía a Israel pueblo de Dios, lo que había venido a completar la promesa, siendo absolutamente necesario someterse a la Ley para poder participar de la promesa. Era precisamente la tesis de los judaizasteis de Galacia. San Pablo, aunque admite la permanencia de la Ley en su sentido último y profundo (cf. Rom_13:8-10), no la admite cuando se toma la Ley en su aspecto externo y jurídico, que es el corriente en que suele tomarse, y único al que atendían los judíos.
Su primera afirmación es la de que la Ley, venida cuatrocientos treinta años después de la promesa 237, no puede anular ésta (v.15-17), y sería anularla si la herencia o bendición prometida a Abraham se nos concediera por la observancia de la Ley (v.18). El razonamiento de San Pablo, aunque a primera vista un poco enrevesado, es relativamente simple. Comienza el Apóstol valiéndose de una comparación tomada de las costumbres sociales humanas, y es la del testamento. Dice que un testamento hecho en regla, por el que nos consta de la última voluntad del testador, no puede ser anulado ni modificado con codicilos o añadidos, y esto a pesar de que sólo se trata de negocios humanos y no de realidades divinas (v.15); pues bien, la promesa de Dios a Abraham y a su descendencia es como un testamento, donde no hay más que una voluntad generosa por parte de Dios que promete por sí mismo, por su bondad, sin imponer condiciones (v.16a). Esto supuesto, la consecuencia es clara: una economía de salud fundada en una promesa incondicional, semejante en esto a un testamento, Dios no puede sustituirla, sin contradecirse, por una economía fundada en un contrato bilateral, como es la Ley, de modo que el cumplimiento de la promesa quedase subordinado a la observancia de esa Ley; en el mismo momento dejaría de ser promesa, con su carácter de favor gratuito e incondicional (v. 17-18). Este mismo punto lo desarrolla San Pablo más ampliamente en Rom_4:13-17, a cuyo comentario remitimos.
A lo largo del razonamiento, al nombrar la promesa a Abraham y a su descendencia, San Pablo intercala una especie de paréntesis o digresión para concretar cuál es esa descendencia a que se alude en la promesa, y dice que la descendencia es Cristo (v.16b). Discuten los exegetas si se referirá San Pablo al Cristo personal o al Cristo místico (la Iglesia). Desde luego, los cristianos todos, como luego dirá el mismo Apóstol, somos descendencia de Abraham (cf. v.29); pero no parece caber duda de que San Pablo, en este pasaje, está refiriéndose directamente al Cristo personal, como parece pedir el v.19 (cf. 4:4), y como debe entenderse siempre la palabra Cristo mientras por el contexto no se demuestre claramente lo contrario. Si luego habla de todos los cristianos como descendencia de Abraham, es precisamente en cuanto que son de Cristo, es decir, en cuanto incorporados a El, que es el heredero directo de las promesas, las cuales llegan a nosotros única y exclusivamente mediante nuestra incorporación al Cristo personal. Por lo que se refiere a la razón escriturística en que San Pablo parece fundar su argumentación, cuando trata de hacer la aplicación a Cristo, no cabe duda que choca un poco con nuestra mentalidad, y es posible que haya ahí vestigios de su formación rabínica. Desde luego, el Apóstol sabe de sobra que el término descendencia (?????? = hebr. zerah) es un singular colectivo, que normalmente designa no uno, sino muchos individuos, y él mismo lo usa repetidas veces en ese sentido para designar toda la posteridad de Abraham (cf. Rom_4:16; Rom_9:7); sin embargo, el hecho de que la Escritura use el término colectivo descendencia, que puede también designar un solo individuo, y no use el plural descendientes, le permite ilustrar su tesis con esa armonía entre la realidad (de hecho era en Cristo donde se habían de realizar plena y directamente las promesas) y el Antiguo Testamento. Claro que esto supone que en el pensamiento de Pablo no se trata propiamente de una demostración escriturística, sino de una ilustración a base de la Escritura.
Por lo que toca a la segunda de las ideas fundamentales aquí desarrolladas por el Apóstol, es, a saber, cuál sea el verdadero papel de la Ley en la economía divina de salud (v.1g-as), conviene que señalemos algunas de sus expresiones más características. Primeramente, su afirmación de que la Ley fue dada en razón de las transgresiones (??? ?????????? ????? , v.1q), expresión que algunos han interpretado en el sentido de que la Ley fue dada para reprimir el pecado; sin embargo, varios pasajes de la carta a los Romanos, en que el Apóstol toca este mismo tema, nos obligan a dar a dicha expresión más bien sentido contrario: la Ley fue dada para que abundase el pecado (Rom_5:20; cf. 4:15; 7:7). En qué sentido deba extenderse esto ya lo explicamos al comentar esos pasajes. Desde luego, la intención de Dios al dar la Ley no era ciertamente la de que se produjeran transgresiones y aumentasen las caídas; ello se opondría a su infinita santidad y justicia. Sin embargo, dada la malicia humana, ese iba a ser de hecho el resultado de la Ley; y Dios, en sus altos designios, parecidamente a otras ocasiones (cf. Rom_9:17-18), podía permitir y aun poner una causa que de hecho iba a dar ese resultado, con lo que el hombre más fácilmente reconociese su impotencia y desease un Salvador (cf. Rom_7:24-25), cuya obra redentora, aumentados los pecados que había que borrar, brillaría mucho más (cf. Rom_5:20). A esto parecen aludir los v.22-23, que señalan el estado lamentable de dominio del pecado en que, como declara la misma Escritura (cf. Rom_3:10-20), se hallaban todos los hombres bajo el régimen de la Ley, en espera de que llegase la obra de la fe y recibiesen el don gratuito de la promesa mediante la incorporación a Jesucristo. Lo que Pablo, pues, quiere decir es que la Ley no fue dada para vivificar (cf. v.21), sino únicamente mirando a las transgresiones, contentándose con promulgar las penas contra los pecados e incluso provocando de hecho el pecado.
Otra expresión que el Apóstol aplica también a la Ley, y con la que trata de acentuar su inferioridad respecto de la promesa, es la de que fue promulgada por ministerio de ángeles y con intervención de un mediador (v.19). Evidentemente, late aquí, y en el v.20 continúa la misma idea, una confrontación con la promesa. Lo que San Pablo intenta decir es que la Ley tiene carácter de pacto bilateral, en que de una parte está Dios, representado por los ángeles, y de otra está el pueblo, representado por Moisés, que hace de mediador (cf. Deu_5:5); ahora bien, esto trae como consecuencia que el pacto de la Ley puede fallar, si el pueblo no cumple lo prometido, cosa que no puede aplicarse a la promesa, pues ésta no dependió sino de Dios (Dios es uno solo, v,20), fiel siempre, y, por tanto, indefectible 238. La intervención de los ángeles en la promulgación de la Ley (v.19) es idea que no aparece en los libros del Antiguo Testamento, que hablan simplemente de Yaveh (cf. Exo_19:1-25); sin embargo, era una idea corriente admitida en las tradiciones judías, y San Pablo la recoge aquí, igual que había hecho San Esteban (cf. Hec_7:30.38.53) y se hace en Heb_2:2.
Por fin, como conclusión de sus razonamientos, da San Pablo en forma positiva cuál ha sido el verdadero papel de la Ley: hacer de pedagogo (?????????? ) para llevar a Cristo (v.24-25). Antes deshace el reparo de que la Ley, con todas esas sus imperfecciones, esté contra las promesas (v.21a); estaría contra ellas, aclara, si fuese mediante la Ley como obtuviésemos la justificación, conforme pretenden los judaizantes, pues en ese caso la salud o bendición prometida a Abraham ya no se nos daría como un don, sino como una remuneración o salario (v.21b; cf. Rom_4:4-5). Pero no está contra ellas, si su papel se reduce a ser pedagogo para llevar a Cristo. Era el pedagogo en la vida greco-romana un esclavo de confianza, aun rudo y sin ilustración, encargado de vigilar y llevar a la escuela los niños de su señor, refrenando severamente sus caprichos; no estaba excluido, particularmente entre los romanos, el que a veces corriese también a su cargo la enseñanza de las verdades más elementales o primeros rudimentos. El régimen de paedagogium sonaba a severidad y rigor, y los jóvenes romanos consideraban día fausto aquel en que podían decir adiós al paedagogium, por haber llegado a la adolescencia y adquirido la libertad. Pues bien, ¿en qué sentido la Ley es pedagogo que conduce hacia Cristo? Hay autores que se fijan en que una de las misiones del pedagogo era la enseñanza de las verdades elementales, para concluir que es en ese sentido como debe aplicarse dicha expresión a la Ley, en cuanto que Dios, a través de la Ley, fue instruyendo poco a poco al pueblo judío hasta llegar a la plena luz con la venida de Jesucristo. Desde luego, no negamos que eso sea verdad, sobre todo si tomamos el término Ley en sentido amplio, más o menos como equivalente de Antiguo Testamento; pero creemos, dado el contexto, que no es ese el sentido en que dice San Pablo de la Ley que es pedagogo para llevarnos a Cristo. Como se deduce de lo que acaba de decir de ella (cf, v.19.23), y que ahora (v.24) trataría de concretar y resumir bajo la imagen de pedagogo, lo que San Pablo quiere hacer resaltar en la Ley es la idea de tutela y severidad, como la de los inflexibles pedagogos, que no tutelan y castigan simplemente por castigar, sino en interés del protegido. Ese ha sido el oficio de la Ley con sus preceptos y amenazas, e incluso con aumentar el número de caídas, pues así, al mismo tiempo que señalaba al hombre su camino, le hacía reconocer su impotencia, contribuyendo al plan de Dios de buscar la salud por la fe y llevar hacia Jesucristo (cf. Rom_7:24-25).

Conclusión: la verdadera descendencia de Abraham,Rom_3:26-29.
26 Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. 27 Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo. 28 No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús. 29 Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa.

Estas pocas líneas de San Pablo son de una riqueza de contenido extraordinaria. La idea fundamental es la de nuestra incorporación a Cristo, formando con El un único organismo sobrenatural (v.26-28), lo que, supuesto el v.16, trae como consecuencia nuestro entronque con Abraham, herederos de la promesa, sin necesidad de pasar por la Ley (v.29). Ese sois (v.26), en segunda persona de plural, señala directamente a los destinatarios de la carta; pero es evidente que la tesis es general, con aplicación a todos los cristianos, judíos y gentiles.
La conexión con la narración precedente es clara. Acaba de decir San Pablo que, llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo (v.25). Pero ¿por qué? Es lo que ahora explica. Sencillamente, porque por nuestra unión a Cristo entramos a participar de sus prerrogativas, con categoría de hijos de Dios (v.26; cf. 4:5-7)5 emancipados de la Ley-pedagogo, en plena posesión ya de nuestra herencia y de nuestros derechos. Esta unión a Cristo es fruto de la fe (v.26) o también fruto del bautismo (v.27), dos afirmaciones que en modo alguno se oponen, como ya dijimos explicando el término fe, en la introducción a la carta a los Romanos.
Es de notar la expresión revestidos de Cristo (v.27), conque el Apóstol trata de explicar el efecto de nuestra unión a Cristo por el bautismo. La imagen es natural y espontánea, encontrándose tanto en los autores profanos como en el Antiguo Testamento (cf. Job_29:14; Isa_52:1), sin que haya motivo para suponer que San Pablo, que la usa repetidas veces (cf. 1Co_15:53; Efe_4:24; Efe_6:11; Col_3:10), la tomara de la práctica de los misterios paganos. Desde luego, no se trata, conforme han fantaseado algunos, de una especie de ubicuidad material de Cristo que nos envolviera a todos, a modo de vestidura, sino de una nueva manera de ser que adquirimos por nuestra unión a El, participando y quedando como empapados de su misma vida divina. Esta fusión, por así decirlo, de nuestra vida en la de Cristo la describe ampliamente San Pablo en Rom_6:3-11, y es tal que el Apóstol no tiene inconveniente en pronunciar la palabra unidad y decir que todos somos uno en Cristo (??? ?? ?????? , v.28), formando, por tanto, un único organismo sobrenatural, cuya unidad arranca de Cristo. Las consecuencias de esta doctrina son inmensas, y San Pablo las apunta suficientemente al decir que por nuestra unión a Cristo han desaparecido las viejas divisiones de raza (judíos-griegos), condición social (siervos-libres) y sexo (varones-hembras), con absoluta igualdad espiritual entre todos los hombres, por encima de cualquier clase de privilegios y particularismos (v.28; cf. Rom_10:12; 1Co_12:13; Col_3:11). Palabras estas inauditas para la mentalidad del mundo antiguo, pero que son pura consecuencia de la doctrina cristiana, aunque en su aplicación se necesitara y necesite a veces extremada prudencia, a fin de no agravar más el mal en vez de remediarlo, como hubiera sucedido en el caso de la esclavitud precipitadamente abolida.
En el v.29, último de la historia, San Pablo resume el tema central del capítulo, sacando la conclusión que se buscaba: Si vosotros estáis interna y vitalmente unidos a Cristo (v.27-28), y Cristo es por derecho propio el heredero de las promesas (v.16), luego también vosotros sois herederos de esas promesas, sin necesidad de someteros a la Ley, que, además, ya no tiene ninguna razón de ser.