Times New Roman ;;; Riched20 5.40.11.2210;
Epístola a los Gálatas.
Introducción.
Los gálatas.
San Pablo dirige su carta a las iglesias de Galacia (1:2; cf. 3:1); pero ¿qué Galacia es ésa? Puede decirse que hasta principios del siglo XIX a nadie se le ocurrió dudar. Se tomaba el término Galacia como equivalente de la conocida región de Galacia, de que nos hablan historiadores griegos y romanos, situada en el centro del Asia Menor, lindante al norte con Bitinia, al este con Capadocia, al oeste con Frigia y al sur con Licaonia, y cuyas ciudades principales fueron Ancira, Tanio y Pesinonte. Fue J. P. Mynster, en 1825, el primero que lanzó la hipótesis de que la Galacia aludida por San Pablo era, no simplemente la región de Galacia, sino la provincia romana de Galacia, que, aparte de esa región, incluía otros muchos territorios de las regiones vecinas, particularmente de Paflagonia y Ponto, al norte, y de Pisidia y Licaonia, al sur 213. En consecuencia, dentro de la expresión iglesias de Galacia quedaban también incluidas las cristiandades de Antioquía de Pisidia, Iconio, Lystra y Derbe, fundadas por Pablo y Bernabé en su primer viaje apostólico (cf. Act 13:11-14:22) y visitadas de nuevo en el segundo (cf. Act 16:1-5). Los notables estudios histórico-arqueológicos de W. Ramsay, a fines del pasado siglo y principios del presente, sobre el Asia Menor 214 dieron carta de ciudadanía a esta opinión, que se hizo bastante común, tanto entre autores acatólicos (Th. Zahn, C. Ciernen) como entre católicos (R. Cornely, F. Amiot, J. Holzner), aunque ligeramente modificada. Según estos autores, la Galacia aludida por San Pablo no sería toda la provincia romana de ese nombre, como suponía Mynster, sino sólo la parte meridional, es a saber, la evangelizada por él y Bernabé en el primer viaje apostólico y visitada luego en el segundo. La parte norte de la provincia, donde se hallaba la Galacia propiamente dicha, parece que no había sido nunca, según ellos, evangelizada por San Pablo; al menos, dicen, de ello no hay constancia en los Hechos, silencio por parte de Lucas que sería difícil de explicar.
No obstante esas razones, la mayoría de los autores tanto acatólicos (J. B. Lightfoot, H. Lietzmann) como católicos (M. J. Lagrange, D. Buzy, A. Wikenhauser), sigue defendiendo la opinión tradicional. Desde luego, resulta difícil creer que San Pablo llamase gálatas a los habitantes de Pisidia y Licaonia no obstante su incorporación administrativa a la provincia de Galacia, pues, como aparece en las inscripciones, el uso corriente seguía designándolos como písidos y licaonios. Además, el mismo San Pablo dice que evangelizó a los gálatas con ocasión de una enfermedad (Gal 4:13), cosa que no parece pueda aplicarse a la evangelización de las ciudades meridionales de la provincia de Galacia, a las que acudió muy de propósito y con un plan preconcebido (cf. Act 13:13-14). Y aún podemos añadir otra razón. Si San Pablo estuviese refiriéndose a los fieles de esas ciudades meridionales de la provincia de Galacia, difícilmente hubiera escrito, al menos sin dar alguna explicación, que los apóstoles de Jerusalén nada impusieron sobre lo que él predicaba (Gal 2:6); pues, aunque sustancialmente aprobaron su actuación, no fue sin añadir, por razones disciplinares, lo de abstenerse de idolotitos, sangre y ahogado (Act 15:29), y expresamente se hace notar que Pablo transmitió a esas iglesias las decisiones de los apóstoles (Act 16:4). Por el contrario, la dificultad desaparece si los destinatarios de la carta son los habitantes de la región de Galacia, mucho más al norte, los cuales no tenían por qué estar enterados del decreto de los apóstoles, pudiendo Pablo hablarles con mucha más libertad, tomando del decreto apostólico sólo lo que era verdaderamente sustancial, sin aludir a esas añadiduras disciplinares que en esa región, donde los judíos eran mucho menos numerosos, no pensaba aplicar.
Ni se diga que no nos consta de que San Pablo visitara la región de Galacia. Ya explicamos en el comentario a los Hechos que la frase atravesaron. el país de Galacia (Act 16:6) debe aplicarse a la Galacia propiamente dicha. Parece que la intención de San Pablo, una vez visitadas las comunidades cristianas fundadas en su primer viaje apostólico, era la de dirigirse a Bitinia, atravesando simplemente las regiones de Frigia y Galacia, pero una enfermedad le habría obligado a detenerse, siendo ello ocasión de la evangelización de los gálatas. Estos gálatas, como también explicamos en el comentario a los Hechos, descendían de una tribu celta, procedente de las Galias, y se habían establecido ahí a fines del siglo ni antes de Jesucristo. San Jerónimo afirma que, en su tiempo, los gálatas conservaban todavía el mismo dialecto que él había escuchado a orillas del Rhin, en Tréveris 215. Del carácter voluble y ligero de los galos, que, consiguientemente, muchos aplican también a los gálatas, habla repetidas veces Julio César en su obra De bello gallico 216.
Ocasión de la carta.
En líneas generales se deduce con bastante claridad de la simple lectura del texto. Antes de la carta San Pablo había visitado ya dos veces las iglesias de Galacia (cf. 1:2; 4:13). Sabemos que, en su primera visita a los gálatas, llenos de afecto para con él, le habían recibido como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús. y, si hubiera sido menester, hasta los ojos se hubieran arrancado para dárselos (4:14-15). De la segunda visita no tenemos datos. Dada la sorpresa que el Apóstol muestra ahora en su carta ante el cambio ocurrido (cf. 1:6), parecería deducirse que cuando pasó por allí la segunda vez no había disminuido aún ese antiguo afecto y veneración; sin embargo, otros textos de la carta, declarando que insiste de nuevo en lo que les había dicho anteriormente (cf. 1:9; 5:3), dan pie para suponer que el peligro, que ahora denuncia, había sido denunciado ya oralmente en su segunda visita.
Sea de eso lo que fuere, el hecho es que en Galacia, un poco más pronto o un poco más tarde, se habían infiltrado entre los fieles ciertos agitadores judaizantes que atacaban duramente el evangelio predicado por Pablo. Se trataba de cristianos que admitían la doctrina y persona de Jesucristo; pero, junto con la fe en Jesucristo, exigían la observancia de la circuncisión y de las prescripciones mosaicas, cosa que iba directamente contra lo que enseñaba Pablo (cf. Gal 2:16; 5:2). No sabemos si estos nuevos predicadores, a lo que parece llegados de fuera (cf. 1:7-9), habían conseguido ya seducir a muchos. El principio de la carta, tan alarmante y enérgico (1:6-9), parecería dar a entender que sí; sin embargo, el tono más bien genérico de los restantes capítulos da la impresión de que los seducidos eran aún poco numerosos, aunque con grave peligro de que la defección se hiciese pronto general. Tampoco es fácil saber con qué grado de obligación exigían la observancia de la Ley mosaica esos predicadores judaizantes de Galacia. La cuestión ha sido muy discutida. La opinión tradicional, y que siguen defendiendo muchos (Lagrange, Buzy, Jacono), es la de que predicaban la observancia de la Ley particularmente en lo que atañe a la circuncisión, como algo necesario para salvarse, coincidiendo en todo con lo que ya otros anteriormente habían tratado de imponer a Pablo y Bernabé en Antioquía y Jerusalén (cf. Act 15:1-5). Hay, sin embargo, algunos autores (Cornely, Brassac, Toussaint) que no llegan tan lejos en la interpretación de esa necesidad, afirmando que los judaizantes de Galacia eran menos virulentos e intransigentes que los que habían motivado el concilio de Jerusalén, exigiendo a los gentiles convertidos la observancia de la Ley mosaica solamente como algo de mayor perfección, no como algo esencial para conseguir la salud. Sería una nueva etapa en el error de los judaizantes. Condenados en el concilio de Jerusalén (cf. Act 15:28; Gal 2:3-9), no se mostrarían ya tan exigentes como entonces (cf. Act 15:1), sino más mitigados, contentándose con presentar la Ley como norma que debían seguir observando los judíos convertidos (cf. Act 21:20; Gal 2:12) y como ideal al que debían aspirar los gentiles si querían participar plenamente de los beneficios mesiánicos. Desde luego, con esta interpretación parece que todo procede más lógicamente; pero no olvidemos que, en el campo de la historia, más que atender a lo que a priori nos parece más probable o lógico, hay que atender a lo que dicen los documentos. Pues bien, el texto de la carta, único documento de que disponemos en este caso, favorece la opinión tradicional. Lo que Pablo trata de rechazar con todas sus fuerzas es que la observancia de la Ley sea necesaria para conseguir la salud (cf. 2:16.21; 5:4), dando con ello a entender que ése era el error que enseñaban los judaizantes. Además, la misma energía con que ataca a los adversarios (1:6-8) y propugna la identidad de su evangelio con el de los demás apóstoles (2:1-10), claramente da a entender que no eran matices más o menos de superficie los que le separaban de esos nuevos predicadores, sino algo sustancial.
Cuando Pablo tuvo noticia del peligro que corrían sus amados gálatas, a los que se intentaba separar de la pureza del evangelio que él les había predicado, escribe de una sentada esta carta, que es toda ella un grito de amor y de dolor. Ninguna otra de sus cartas está tan dominada como ésta por el fuego de la pasión (cf. 1:6-9; 3:1-5; 4:19-20; 5:4-12). Y es que el problema era muy serio, tocando en lo más vivo la medula misma del cristianismo, cuyas consecuencias Pablo intuyó desde el primer momento con toda claridad. El mismo Pedro no había visto el problema en todas sus dimensiones y consecuencias (cf. 2:11-14). En el fondo, lo que se ventilaba era la suficiencia o insuficiencia redentora de la muerte de Cristo; afirmar que el hombre necesitaba de las obras de la Ley para conseguir la salud era hacer una injuria a la cruz de Cristo, y eso a Pablo le hería en lo más vivo de su fe (cf. 2:21). De ahí su reacción súbita y apasionada. En lo que esta carta tiene de acento polémico contra los judaizantes, se asemeja bastante a la segunda a los Corintios. De lenguaje vivo y directo, manifiesta perfectamente la personalidad de su autor.
No está claro en qué fecha exactamente escribió San Pablo esta carta. El dato quizás más significativo a este respecto es el de que, antes de la carta, había visitado ya a los gálatas dos veces (cf. 4:13). En efecto, dado que se trate de la Galacia propiamente dicha, conforme tratamos de probar más arriba, parece claro, en armonía con la narración de los Hechos, que la primera visita, que es la de la evangelización, había tenido lugar hacia el año 50, durante el segundo viaje apostólico (Act 16:6), y la segunda hacia el año 53, durante el tercero (Act 18:23); en consecuencia, la carta no puede estar escrita hasta después de esas fechas 217. Determinar en qué de año concretamente resulta difícil. Hay muchos autores (Lagrange, Ruffini, Wikenhauser) que suponen escrita la carta hacia el año 54, en los primeros tiempos de la estancia de Pablo en Efeso (cf. Act 19:1); pues, a juzgar por Gal 1:6, parece que hacía aún muy poco tiempo que había pasado por Galacia. Otros (Prat, Buzy, Ricciotti), sin embargo, retrasan la fecha de la carta hasta el 57-58, y habría sido escrita desde Macedonia o quizás desde Corinto (cf. Hch_20:1-2 ). Es la opinión que juzgamos más probable. La razón fundamental es su estrecho parentesco con la carta a los Romanos, que sabemos fue escrita desde Corinto hacia el año 58. Son tales las afinidades entre ambas cartas, en el fondo y en la forma, que sería muy difícil explicarlas, de no suponer que una y otra carta fueron escritas por Pablo con muy poca diferencia de tiempo 218. La carta a los Gálatas, más polémica e improvisada, serviría a Pablo como de esbozo para la carta a los Romanos, tratado doctrinal maduro y completo.
Estructura o plan general.
Es una carta, conforme acabamos de señalar, de contenido muy semejante al de la carta a los Romanos. Trátase en ambas del mismo tema central: justificación por la fe en Jesucristo, sin necesidad de las obras de la Ley.
En el desarrollo de esa tesis necesita el Apóstol tener presente, como es obvio, el camino seguido por sus adversarios judaizantes, a quienes trata de combatir. Ello hace que, después de la obligada presentación o prólogo (1:1-10), insista en defender su condición de verdadero apóstol (1:11-2:21), al parecer fuertemente atacada por éstos, quienes le presentaban ante los gálatas como de poca o ninguna autoridad (cf. 1:10), y, desde luego, inferior a la de los Doce, pues ni siquiera había visto al Señor. Puesta a salvo su autoridad apostólica, entra directamente en la exposición y prueba de la tesis (3:1-4:31), para concluir exhortando a los gálatas a mantenerse firmes en la libertad que tienen en Cristo.
Aparte su valor doctrinal, tiene esta carta un valor histórico incalculable para conocer los orígenes de la Iglesia en lo que se refiere a su vinculación con el judaísmo. En este sentido es un precioso complemento del relato de los Hechos. Quizás en ningún otro escrito aparezcan tan al vivo como en esta carta las graves dificultades con que hubo de luchar el cristianismo para separarse del judaísmo, y la parte extraordinaria que cupo a San Pablo en este asunto. Con esta carta, el Apóstol sacudió definitivamente para la Iglesia el yugo de la Ley de Moisés; de ahí que con toda razón haya sido llamada la Carta magna de la libertad cristiana.
Damos a continuación el esquema de la carta:
Introducción (1:1-10).
Saludo epistolar (1:1-5) y entrada ex abrupto en materia (1:6-10).
I. Autoridad apostólica de Pablo (1:11-2:21).
Su evangelio no tiene origen humano, sino divino (1:11-24); fue aprobado por los apóstoles de Jerusalén (2:1-10), y públicamente lo defendió en una ocasión memorable, cuando el incidente de Antioquía (2:11-21).
II. Solidez de la doctrina de justificación por la fe y no por) las obras de la
Ley (3:1-4:31).
Así lo prueban las manifestaciones carismáticas que siguieron a la conversión de los Galatas (3:1-5), y así lo enseña la Escritura que atribuye la justificación a la fe y la maldición a la Ley (3:6-14). Insiste luego San Pablo en que la promesa hecha a Abraham en gracia a su fe es como un testamento, que la Ley, venida posteriormente, no puede anular (3:15-18); ésta fue simplemente un pedagogo que debía conducir hasta Cristo, con cuya venida cesaba su tutela (3:19-29), dejando paso a la plena filiación o herencia (4:1-11). A continuación, el Apóstol, haciendo resaltar su gran ansiedad por la suerte de los gálatas (4:12-20), presenta la historia de Agar y Sara como ilustración escrituraria de la libertad de los cristianos respecto de la Ley (4:21-31).
III. Consecuencias morales (5:1-6:10).
Exhortación a no dejarse arrebatar la libertad que nos trajo Cristo, volviendo a la servidumbre de la Ley (5:1-12). Pero hay que evitar otra servidumbre: la de la carne, de la que nos libraremos caminando en espíritu y en caridad (5:13-26). Consejos varios para quienes traten de caminar en espíritu yencaridad(6:1-10).
Epílogo (6:11-18), Pablo escribe de propia mano las últimas líneas de la carta, contraponiendo su predicación desinteresada a la de los judaizantes (6:11-17), Para terminar con el saludo acostumbrado (6:18).
Perspectivas doctrinales.
Ya dijimos antes que con esta carta Pablo trata de prevenir el peligro que amenazaba a las comunidades cristianas de Galacia ante las ideas propaladas por ciertos predicadores judaizantes, que parece habían organizado una especie de contramisión en Galacia atacando el evangelio de Pablo, es decir, su manera de concebir el mensaje cristiano, no suficientemente vinculado, según ellos, a la Ley y demás privilegios concedidos por Dios a Israel. Este transfondo histórico nos da la pauta para seguir más fácilmente la exposición y razonamientos de Pablo.
Concretando: Pablo va a tratar de hacer ver a los gálatas que no hay más que un evangelio, y él es predicador de ese único evangelio, cuya idea base es la de que el hombre es justificado por la fe en Jesucristo, y no por las obras de la Ley (1:6-9; 2:16). En los dos primeros capítulos, especie de introducción a la prueba de su tesis, Pablo trata de dejar bien en claro cuál es su posición en el colegio apostólico: ha sido llamado directamente al apostolado por Dios (1:1.12-17), pero su solidaridad con los apóstoles de Jerusalén es manifiesta (1:18; 2:1-10), demostrada incluso bien palpablemente en una memorable disputa con Pedro (2:11-14). No tiene base, pues, atacar su evangelio cual si fuese cosa personal, en oposición a lo que pensaban los apóstoles de Jerusalén, tal como parece presentaban el problema esos predicadores judaizantes de la contramisión en Galacia.
Puesta por delante esta aclaración, Pablo entra de lleno en la tesis doctrinal. Comienza, dando así más viveza a la exposición, con una especie de ex abrupto en que recuerda a los gálatas que, cuando se convirtieron, no fueron las obras de la Ley, que seguramente ni conocían, sino la fe en Jesucristo, la que produjo en ellos el paso a la nueva vida en el Espíritu, con abundancia de dones espirituales (3:1-5). A continuación, apoyado en textos de la Escritura que le son familiares (3:6-14) y dando luego un sesgo jurídico a la argumentación (3:1555), habla de que las promesas de Dios a Abraham fueron por testamento, y la Ley, venida cuatrocientos treinta años después, no puede anular ese testamento; el papel de la Ley no será vivificar, sino simplemente conducir hasta Cristo, manteniendo a los hombres en estado de alerta y de espera de los bienes celestiales prometidos por Dios en el testamento (3:21-24). Trataremos de desarrollar con más detalle estas ideas.
Las promesas a Abraham o testamento de Dios: Desde luego, es muy característica la argumentación de San Pablo. Con razón se ha dicho que Pablo en estos pasajes (3:1-4:31) a las finezas de la exégesis rabínica añade un notable conocimiento del derecho helenístico y que el argumento que desarrolla es el más original, el más claro y mejor construido que jamás salió de su pluma. 219
Hay una idea de fondo que debemos tener muy en cuenta, es a saber, la constante preocupación de Pablo, reflejada en todos sus escritos, por hacer resaltar que la base de la vida cristiana es la fe. Pues bien, a esa fe del lado nuestro, Pablo hace corresponder del lado de Dios las promesas a Abraham (3:8.16). Si para un judío las Escrituras eran, ante todo, una ley que nos manifestaba la voluntad de Dios y que había que observar a toda costa, para Pablo las Escrituras son, ante todo y sobre todo, el libro de las promesas; la misma existencia de Israel tiene su razón de ser en las promesas a Abraham. De esas promesas, continuadas luego a lo largo de la historia del pueblo judío, los israelitas han sido depositarios (cf. Rom 3:2; 9:4), pero los herederos son los cristianos (3:29).
Dentro de esta perspectiva, con palabras tomadas de la terminología del derecho helenístico (.êåêõñùìÝíçí .áèåôåß.Ýôðäéá-ôÜóóåôïá), Pablo nos dirá que las promesas a Abraham son como un testamento de Dios a favor de la humanidad (3:15-17), pues en esas promesas no hay más que una voluntad generosa de Dios, que promete por sí mismo, sin imponer condiciones. También Filón habla de testamento refiriéndose a esas promesas a Abraham: Entonces hizo Dios su testamento en favor de Abraham diciendo: a tu descendencia daré esta tierra. 220 La diferencia está en que Pablo va mucho más lejos que Filón. Ciertamente es Abraham quien recibe la promesa divina y se convierte en poseedor del testamento, pero el verdadero heredero no son los israelitas, como cree Filón y los judíos, sino Cristo y los cristianos (3:19.29). Es aquí donde la argumentación de Pablo se hace más sutil. Para Pablo, el genuino y auténtico heredero es Cristo (3:19), y únicamente por su incorporación a Cristo, formando unidad con Él, es como los cristianos se convierten también en herederos (3:27-29), incluso hará notar, con exégesis en que podemos ver vestigios de su formación rabínica, que la Escritura habla de descendencia y no de descendencias, para darnos a entender que el heredero es uno, es a saber, Cristo (3:16).
De este modo, Pablo ha revelado al mundo el misterio de ese testamento otorgado por Dios a Abraham. No se trata de una herencia que los hombres van a adquirir sin más, llegado un determinado tiempo, sino que quien recibe la herencia es Cristo, Hijo de Dios, único digno de poseer los bienes divinos; si también a los hombres llega esa herencia, es únicamente por su cualidad de hijos, privilegio que Cristo con su redención les ha conseguido (4:4-7; 3:26-29). Podemos, pues, decir que con Abraham, más que el judaismo, nace el cristianismo, pues es mirando a Cristo y a los cristianos como Dios le hace las promesas (cf. Rom 3:23-24; 1 Cor 10:11). ¿A qué vino, pues, el judaismo? La respuesta la da Pablo al explicar el papel de la Ley.
El paréntesis duro de la Ley: Es obvio suponer, después de lo que llevamos dicho, que la tesis de Pablo sobre el papel de la Ley mosaica ha de ser muy distinta de la que, en general, sostenían los judíos. Para éstos, lo realmente esencial y sustantivo en las relaciones con Dios era la Ley, que había venido a completar las promesas a Abraham, y con cuyo cumplimiento adquiríamos la justicia. Esa Ley debía continuar vigente en la época mesiánica y los gentiles habrían de someterse a ella si querían participar en las promesas a Abraham. De hecho, pues, la Ley se había convertido para los judíos en una especie de pantalla que ocultaba a Dios exaltando a los hombres, en cuanto había de ser a base del propio esfuerzo, cumpliendo rigurosamente la Ley como éstos debían obtener la justicia. Nada más opuesto a la tesis de Pablo. Para Pablo, la justicia es un don de Dios, y afirmar que la podemos adquirir con nuestro esfuerzo, aunque fuera a base del cumplimiento de una Ley dada por Dios, equivalía a negar la gratuidad de la salud y quitar la gloria a Dios (2:16.21; 3:2; Rom 4:2-5; 10:3; 1 Cor 1:30-31). Expresamente dirá que la Ley no fue dada para vivificar (3:21); en este caso, si Dios la hubiese dado con esa finalidad, habría contradicción con la promesa, pues ésta tiene carácter de favor gratuito e incondicional, mientras que una justificación por la Ley, a base de nuestro esfuerzo, anularía ese carácter (3:17-18; Rom 4:13-17)·
¿Cuál fue, pues, el papel que Dios asignó a la Ley? La respuesta de Pablo es bastante compleja y conviene no tomar aisladamente cada una de sus afirmaciones, pues con frecuencia recarga la tinta sobre un aspecto de la Ley, omitiendo otros no menos importantes aludidos en otros lugares. Desde luego, hay algo de carácter general que se deja traslucir claramente en todos sus razonamientos, es a saber, que en el plan salvífico de Dios la Ley fue algo provisional y transitorio, con vigencia sólo hasta Cristo (3:24-25; Rom 7:4-6; 10:4; 2 Cor 3:11). Podemos además añadir que, según Pablo, su papel era el de preparar los caminos en orden a la realización de la promesa, que es lo realmente sustancial, permanente y definitivo en el plan salvífico de Dios (3:15-17). Pero, ¿cómo preparaba esos caminos? Es aquí donde aparece la complejidad de la respuesta de Pablo. Hay textos en que Pablo hace resaltar lo que podríamos decir aspecto positivo de la Ley, afirmando que la Ley es santa y buena (Rom 7:12; 9:4) y que fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo (3:24); pero hay otros mucho más abundantes, en que se fija más bien en el aspecto negativo, diciendo que fue causa de transgresiones e instrumento de pecado (3:19; Rom 3:20; 4:15; 5:20; 7:5; 1 Cor 15:56) y que ha hecho a los hombres objeto de maldición, de la que sólo Cristo podía librarnos (3:10-13). En este sentido, no tiene inconveniente, cosa que había de resultar escandalosa para una mentalidad judía, en poner a la Ley al lado del mundo malo, incluida bajo la expresión elementos del mundo, que reducían al hombre a servidumbre (4:3-5).
No es que haya contradicción entre las dos series de textos, como afirman algunos críticos. Ciertamente que la Ley es santa y buena, especie de poste indicador de la voluntad de Dios para regular la vida del pueblo de Israel; pero dada la tendencia al mal de nuestra carne (cf. 5:17; Rom 7:18; 8:7), se convirtió de hecho en causa de transgresiones e instrumento de pecado, pues en relación con los gentiles, que disponían sólo de la ley natural (cf. Rom, 2:14), aumentaba grandemente el campo de los preceptos y el de su conocimiento (cf. Rom 3:20; 7:5.7-8). Aunque Dios había previsto todo esto, a pesar de ello, da la Ley, la cual viene a ser, siguiendo la imagen de San Pablo, como un carcelero que mantiene encerrado al judaísmo en la dura prisión de los preceptos (3:22-23) Y se convierte en verdadero yugo (5:1; cf. Act 15:10). Sin embargo y aquí está precisamente la idea fundamental que armoniza ambas series de textos , por duro que sea este guardián, promulgando penas contra los pecadores e incluso provocando el pecado, también así lleva a Cristo, pues, de una parte, la persona adquiere mayor conocimiento del pecado y, de otra, se ve obligado a reconocer su impotencia, lo que le impulsa a poner la confianza en Dios buscando la salud por la fe, tal como pedía la promesa (cf. 3:6-8. 22-23; Rom 7:23-25; 11:32).
Tiene, pues, la Ley carácter transitorio, con vigencia sólo hasta Cristo; es como un paréntesis, con dureza de carcelero, que se intercala entre la promesa y su realización. Cambiando de imagen, Pablo hablará también de pedagogo (3:24), ese educador severo del mundo greco-romano de entonces, que hacía sentir al niño su minoría de edad, nueva expresión con que es designada la etapa de la humanidad bajo la Ley (4:1-5).
La libertad cristiana.
Varias veces repite San Pablo que, merced a la obra de Cristo, hemos sido liberados, no sólo del pecado y de la muerte (3:13; Rom 6:1-11; 8:2-4; 2 Cor 5:21), sino también de la Ley (3:23-25; 5:1-4; Rom 7:4-6; Ef 2:14-15). Es un término, el de libres, que con frecuencia se aplica a los cristianos, no ya sólo por Pablo (cf. Gal 2:4; 4:31; 5:1.13; Rom 6:18; 1 Cor 7:22; 2 Cor 3:17), sino también por los otros autores neotestamentarios (cf. Jn 8:32-36; 1 Pe 2:16; San 1:25).
Pero, ¿cómo hay que entender esa libertad? ¿Es que el cristianismo carece de normas morales obligatorias? Creemos que nada sería más opuesto al pensamiento de Pablo y a la Sagrada Escritura en general que una libertad que diese al hombre la autonomía personal (cf. Gal 5:13), pretensión orgullosa del pecador ya desde la escena del paraíso. Pablo mismo habla de ley de Cristo (6:2; 1 Cor 9:21) y dice que los cristianos somos siervos de Cristo (1:10; Rom 16:18; 1 Cor 7:22; Ef 6:6; Col 4:12; Fil 1:1) y de Dios (1 Tes 1:9; Rom 6:22) y de unos con otros (5:13; Rom 13:8). Conocida es también su costumbre de añadir una parte parenética a las exposiciones doctrinales de sus cartas, con normas precisas sobre la regulación de la vida moral (5:19-21; Rom 12:9-13:10; 1 Tes 4:2-12; 1 Cor 5:9-11; 6:8-10; 2 Cor 13:10; Col 3:18-25; Ef 4:25-32; Flp_3:17-19 ). La libertad de que habla Pablo es, siguiendo su misma terminología, liberación frente al pecado y a todo lo que le sirve de instrumento, incluida la Ley; por eso, hablará de muerte-pecado-carne-ley-elementos del mundo., como de falsos dueños que se habían apoderado del hombre (cf. 3:22-23; 4:8-9; 5:1-3; Rom 3:9; 6:14-20; 7:6.23; 1 Cor 6:13; 15:56; Col 2:8) y de cuya servidumbre nos liberó Cristo (cf. 3:4; 3:13; 5:1; Rom 6:18; 7:24-25; 8:2; Col 2:20), pasándonos a la condición de hijos (cf. 4:5-7; Rom 8:14-16). En el fondo, libertad cristiana y filiación divina son sinónimos para Pablo.
Tratemos de concretar más 221. Es sabido que para el mundo griego y romano de entonces el término libertad designaba sobre todo una realidad social, es, a saber: la libertad de los hombres que podían disponer de sí mismos, en contraposición a los esclavos. Pues bien, Pablo no se refiere a esa libertad, sino a una realidad teológica que trasciende las estructuras sociales humanas, siendo accesible incluso para los que se encontraban en la dura condición de esclavos (cf. 1 Cor 7:20-22), a los cuales seguirá recomendando que obedezcan a sus amos, pero que lo hagan en cristiano, es decir, no sirviendo al ojo, como buscando agradar al ser humano, sino como siervos de Cristo, que cumplen de corazón la voluntad de Dios (Ef 6:5-8; Col 3:22-24; 1 Tim 6:1-2; Tit 2:9-10). Todo da la impresión de que la ética social, a la que hoy damos tanta importancia, no entraba de modo directo en los planes y preocupaciones de Pablo. La libertad a que se refiere Pablo, es una libertad liberadora de la libertad que habíamos perdido, esclavos de aquel pecado que llamamos original. y pertenece estrictamente al orden de la gracia. 222
Mediante la consecución de esta libertad, que nos ha traído Cristo, el hombre se ve libre de esos falsos dueños, que le sujetaban: pecado, carne, elementos del mundo. Pero, ¿qué decir de la Ley mosaica, dada por Dios? También de la Ley, repetirá San Pablo, hemos sido liberados por Cristo (3:23-25; 5:1-4). Evidentemente Pablo en estos pasajes, y en otros similares, está aludiendo directamente a la Ley mosaica; pero, al hacer notar las deficiencias de esa Ley, lo hace en cuanto que ésta realiza el concepto de Ley, y no en cuanto que es mosaica. 223 Es precisamente este aspecto el que llega más al fondo de lo que es la libertad cristiana.
En efecto, todas las leyes, incluida la mosaica, presionan al hombre desde fuera, ordenándole lo que debe hacer o no debe hacer, sin que puedan llegar interiormente a su dinamismo y poder actuante: tienen carácter de poste indicador e incluso de termómetro, pero no de remedio. Esta era la deficiencia radical, que Pablo ve en la Ley mosaica; no estaba el mal en sus preceptos ni en su carácter obligatorio, preceptos contenidos fundamentalmente en el Decálogo, y que continúan en el cristianismo, sino en que no podía hacer otra cosa que ordenar, sin dar la fuerza para cumplir el precepto, es decir, no podía vivificar, llevando hasta el hombre la vida santa que prescribía (cf. 2:16; 3:21; Rom 3:20). Si también entonces hubo justos, esa justicia no les venía de la Ley, sino de su profundo sentido de fe en Dios y en sus promesas. Muy otra es la situación en que nos pone nuestra condición de hijos de Dios, que nos consiguió Cristo. También aquí hay exigencias morales, e incluso podemos hablar de ley de Cristo (6:2; 1 Cor 9:21) o ley de la fe (Rom 3:27) o ley del espíritu (Rom 8:2), pero son exigencias que no vienen de fuera, a base de una ley, sino que arrancan del interior mismo del hombre renovado, brotando espontáneamente de la vinculación pneumática del cristiano con Cristo. Podemos decir que son una como exigencia que se inserta en el interior del hombre, al ser éste transformado en su ser y constituido en nueva creatura por la infusión del Espíritu y la incorporación a Cristo (cf. 2:19-20; 4:6; 6:15; Rom 6:3-5; 8:9-17; 2 Cor 5:17; Ef 2:15-16; 4:23-24; Col 3:9-10; Tit 3:5); de ahí que, hablando con propiedad, deberíamos decir que el cristiano está en la ley, pero no bajo la ley, pues él mismo es ley, en su ser de cristiano (cf. Rom 6:14). Además, son exigencias que, por nuestra vinculación a Cristo y la presencia en nosotros del Espíritu, llevan en sí mismas la fuerza de actuación moral o capacidad de realización (cf. Rom 8:1-17).
Resulta, pues, que ley mosaica y ley de Cristo, aun teniendo común el nombre de ley, son de condición o naturaleza muy distinta. Por eso, hablando de las exigencias cristianas, o ley de Cristo, Pablo dirá que pueden reducirse a la ley del amor, expresión perfecta y definitiva de la voluntad de Dios, en la que queda resumida toda la Ley y todas las leyes en lo que tienen de recto y positivo (cf. 5:14; Rom 13:8-10). Es así, y no al modo que pensaban los judíos, como las leyes del Antiguo Testamento deben permanecer en el Nuevo (cf. Mt 5:17), relativizadas en cierto modo, en cuanto que deberán ser actualizadas a base del criterio del amor, el mandamiento nuevo de que habla Jesucristo (cf. Jn 13:34-35), y del que El mismo hace aplicación en el caso concreto de la ley del sábado (Mt 12:9-14).
Esta reducción de las exigencias cristianas o ley de Cristo a la ley del amor, es ya indicio muy significativo; pues el amor, más que ley, es fuerza y dinamismo. Las exigencias cristianas no vienen presionando desde fuera, como a los siervos, sino que surgen de dentro, espontáneamente, por amor, como las de los hijos. Es un amor operativo infundido en el cristiano por el Espíritu (Rom 5:5), reflejo del amor de Dios y de Cristo hacia nosotros (2:20:5:6; Rom 8:31-39; 2 Cor 5:14-15; Ef 5:2; Fil 2:2-8), y que Pablo describe maravillosamente en su himno a la caridad (1 Cor 13:1-8). Esto hace que, respecto de los cristianos, podamos hablar de libertad, pues en la ley de Cristo se trata de exigencias que brotan espontáneamente del mismo ser cristiano, queriendo éstos la misma cosa que quiere Dios, a quien se ama, es decir, todo lo contrario de lo que es la servidumbre bajo la obligación de una ley 224.
¿Significa esto que el cristianismo no admite leyes exteriores? A este respecto conviene hacer algunas precisiones. Cuando Pablo habla de que los cristianos no están bajo la ley ni propiamente necesitan de ley, pues su vida está inspirada y dirigida desde dentro por el Espíritu en el amor, está suponiendo un estado o condición en que el cristiano vive realmente conforme a su ser de cristiano, actuando siempre bajo el impulso del Espíritu. Es la situación que los cristianos esperamos alcanzar cuando tenga lugar el reino celeste y definitivo del Espíritu, donde no regirá más que el amor (cf. 1 Cor 13:8-13). Pero la experiencia enseña, y se lo enseñaba también a Pablo, que, aunque teológicamente es cierto que el Espíritu, fuerza de Dios, domina a la carne, simple flaqueza humana; de hecho, la efectividad de ese dominio del Espíritu está ligada a la voluntad de cada uno, que puede abandonar al Espíritu para adherirse de nuevo a la carne (cf. 6:7-8; 1 Cor 6:8-11). Es decir, que, mientras el cuerpo no sea totalmente espiritualizado (cf. 1Co_15:44-49 ) y alcancemos la plena manifestación de los hijos de Dios (Rom 8:19-23; Fil 3:20-21), también el hombre cristiano corre el peligro de dejarse dominar por las tendencias de la carne; de ahí, ante el peligro de una conciencia ofuscada por las pasiones, esas frecuentes amonestaciones de Pablo, urgiendo determinadas normas de conducta, cuya violación excluye del reino de Dios (cf. 5:19-21; 1 Cor 6:9-10; Ef 5:5; 1 Tim 1:9-10), y de ahí también las normas o leyes de uso tradicional en la Iglesia.
En realidad, estas leyes exteriores, presentadas como normas objetivas de conducta moral, no hacen sino aplicar a las diversas circunstancias de la vida cotidiana esa ley interior del Espíritu que brota de nuestro mismo ser de cristianos.
Gálatas 5,1-26
III. Consecuencias Morales, 5:1-6:10.
Es necesario elegir: o judíos o cristianos, 5:1-12.
1 Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres; manteneos, pues, firmes y no os sujetéis de nuevo al yugo de la servidumbre. 2 Ved que es Pablo quien os lo dice: Si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará de nada. 3 De nuevo declaro a cuantos se circuncidan que se obligan a cumplir toda la Ley. 4 Os desligáis de Cristo los que buscáis la justicia en la Ley; os separáis de la gracia. 5 Mientras que nosotros con seguridad esperamos de la fe, por el Espíritu, los bienes de la justicia. 6 Pues en Cristo Jesús ni vale la circuncisión ni vale el prepucio, sino la fe que actúa por la caridad. 7 Corríais bien: ¿quién os ha impedido obedecer a la verdad? 8 Esa sugestión no procede de quien os llamó. 9 Un poco de levadura hace fermentar toda la masa. 10 Yo confío de vosotros en el Señor que no sentiréis de otro modo. El que os perturba llevará su castigo, quienquiera que sea. 11 Pero yo, hermanos, si aún predicara la circuncisión, ¿por qué soy aún perseguido? ¡Luego se acabó el escándalo de la cruz! 12 ¡Ojalá se castraran del todo los que os perturban!
Comienza aquí la parte parenética de la carta. Demostrada la tesis, siguen ahora las exhortaciones y consejos. En esta primera perícopa, con una serie de frases cortas y tajantes, San Pablo advierte a los gálatas que es necesario elegir entre Cristo y circuncisión, pues ambas cosas son incompatibles.
Primeramente, la afirmación rotunda, consecuencia de cuanto ha venido diciendo, de que Cristo nos ha hecho libres (v.1). Esta idea de liberación, con referencia a la obra de Jesucristo, es muy cara a San Pablo y está inspirada en la manumisión o rescate de los esclavos (cf. 3:13; Rom_3:24; Col_1:13-14). Que los gálatas, pues, concluye el Apóstol, permanezcan firmes y no se sujeten de nuevo al yugo de la servidumbre (v.1). Es curioso ese de nuevo, conque San Pablo, por lo que se refiere a esclavitud o servidumbre, asimila en cierto sentido paganismo a judaísmo. Lo mismo había hecho ya anteriormente en 4:9. Con la sujeción a la Ley, los gálatas vuelven a la situación de tutela, anterior a la liberación por Cristo (cf. 4:3-5).
Y que no se hagan ilusiones, como si la circuncisión fuese algo que pudiese separarse del resto de la Ley y compatible con la fe en Cristo. Esto parece que insinuaban en su predicación los agitadores judaizantes, dada la energía con que se expresa San Pablo (v.2-4). Y no, eso no. Es Pablo mismo (v.2), con toda su autoridad de apóstol (cf. 1:11-12) y de celoso en otro tiempo observador de la Ley (cf. 1:13-14), quien se lo dice: Si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará de nada (v.2)., os obligáis a cumplir toda la Ley (v.3)., os desligáis de Cristo y os separáis de la gracia (v.4). Son dos las afirmaciones fundamentales que aquí hace el Apóstol: la de que aceptar la circuncisión es obligarse a cumplir toda la Ley (v.3), y la de que quedan desligados de Cristo (v.2.4). En cuanto a quedar obligados a cumplir toda la Ley con sus innumerables prescripciones de descanso, abluciones, alimentos., San Pablo no cree necesario insistir; da por supuesto que quien acepta la circuncisión hace profesión pública de sumisión a la Ley mosaica y, consiguientemente, se obliga a cumplirla. Es el caso del bautismo para el cristiano. Claro es que esto supone que se va a la circuncisión no como a cosa indiferente, que podía a veces ser conveniente por razones prácticas (cf. Hec_16:3), sino como a principio necesario de salud, cual si no bastase la eficacia redentora de la obra de Cristo. Y esto es lo que de ninguna manera podía admitir San Pablo (cf. 2, 3-5). Sostener lo contrario, como sin duda daban a entender en su predicación los judaizantes, era desconocer la verdadera naturaleza de la redención y la unidad absoluta del Redentor; era una injuria para Cristo (cf. 2:21). Por eso dirá a los gálatas que, si se circuncidan, Cristo no les aprovechará de nada y que quedan desligados de Cristo. Era renunciar a un dogma fundamental: el de que la salud ha de buscarse en Cristo y sólo en Cristo. De otra manera: era renunciar al régimen o obra de la gracia, para buscar la justicia, no como don de Dios, sino como salario de nuestras obras (cf. 2:16; 3:18; Rom_4:2-5); lo que equivalía a quedar separados de Cristo y del régimen de la gracia, pues Cristo niega sus dones a quien busca la salud fuera de El.
En contraste con ese camino equivocado que enseñaban los judaizantes, San Pablo muestra luego cuál es el verdadero camino para conseguir la salud, de modo que Cristo nos aproveche y no quedemos desligados de El: es el camino de la fe, que actúa mediante la caridad, bajo la acción del Espíritu (v.5-6). Sobre el papel de la fe en la obra de la salud, San Pablo ha hablado suficientemente en los capítulos anteriores (cf. 2:16; 3:7-29), y todavía con más detalle en la carta a los Romanos (cf. 1:16-17; 3:21-26; 4:1-25). También ha hablado de la acción del Espíritu en los creyentes (cf. 4:6; Rom_8:1-27). Aquí, con la vista puesta en el caso concreto de los gálatas, recalca que ni circuncisión ni incircuncisión valen para nada en el régimen o economía cristiana; lo único que vale es la fe que actúa por medio de la caridad (?????? ? ' ?????? ??????????? ). Notemos este último inciso, que aclara de modo definitivo cuál sea la naturaleza de esa fe justificante, de que tantas veces habla en sus cartas. No se trata de una fe muerta, inactiva, sino de una fe que, al igual que la exigida por el apóstol Santiago (cf. Stg_2:21-24), ha de ir acompañada de obras, realizadas a impulsos de la caridad 243. La frase que hemos traducido por bienes de la justicia (v.5) corresponde en el texto original a esperanza de la justicia (. ?? ??????? ?????? ??????????? ?????????? 3? ); y traducimos así, pues parece claro, dado el contexto, que el término esperanza no tiene sentido subjetivo, sino objetivo de cosa esperada y esa cosa esperada es la justicia mesiánica (genitivo epexegético) en su estadio inicial, de progreso y de premio.
San Pablo habla a continuación (v.7-12) del severo castigo que aguarda a los que perturban la fe de los gálatas. Con imagen tomada de los juegos del estadio, cosa que es frecuente en él (cf. 1Co_9:24-26; Flp_2:16; Flp_3:12-14; 2Ti_4:7; Heb_12:1), dice que corrían bien por la senda de la verdad cristiana, pero alguien les ha puesto un obstáculo en el camino, como a veces sucedía a los corredores (v.7). Ese obstáculo no lo ha puesto el Padre, que es quien les llamó a la fe (v.8; cf. 1:6), sino otro que trata de perturbarles y que tendrá su castigo, quienquiera que sea (v.10). Aunque el Apóstol habla en singular, parece claro que sus expresiones no tienen sentido individual, sino general, con alusión a los agitadores judaizantes, como insinúa el v.12. Decir, conforme hacen algunos críticos acatólicos, que está refiriéndose a Pedro o a Santiago, que se habrían puesto a la cabeza de la corriente judaizante, es una afirmación gratuita y que se opone al modo de hablar y comportarse de Pablo respecto de esos dos apóstoles (cf. 1:18-19; 2:9), no obstante algunas diferencias con ellos de carácter práctico (cf. 2, 12-14; Hec_21:18-25). También alude a los judaizantes con el proverbio-imagen de la levadura que hace fermentar toda la masa (v.9; cf. 1Co_5:6); o quizás, más que a los judaizantes, a los gálatas ya seducidos, como tratando de advertir a aquellas comunidades que no cierren los ojos bajo el pretexto de que el error estaba todavía poco extendido.
Parece que esos agitadores judaizantes, apoyándose quizás en el caso de Timoteo (cf. Hec_16:3), insinuaban maliciosamente en su predicación a los gálatas que también Pablo exigía la circuncisión. Por eso el Apóstol se revuelve airado contra ellos, y dice: si así es, ¿por qué soy aún perseguido? Ya no hay motivo para ello, pues se ha acabado el escándalo de la cruz (v.11). En efecto, la animosidad de los judíos contra Pablo era cosa manifiesta (cf. Hec_20:3; Hec_21:28); y esa animosidad se basaba en que Pablo ponía la pasión y muerte de Cristo como fuente única de salud para el mundo, con total independencia de las prácticas mosaicas. Ese era para los judíos el gran escándalo de la cruz (cf. 1Co_1:23). Es posible que no hubieran tenido gran inconveniente en reconocer a Jesucristo resucitado como Mesías, pero a condición de echar un velo sobre sus sufrimientos y de seguir dando valor a las prácticas de la Ley. Mas eso era precisamente lo que no podía admitir Pablo. Cansado, pues, ya de tanto oír hablar de circuncisión y recordando quizás las costumbres de los sacerdotes de Cibeles, que en las fiestas orgiásticas en honor de la diosa, arrebatados de frenesí, se castraban para imitar a Attis, el amante de Cibeles, termina con ese desahogo irónico, muy propio del estilo de Pablo: ¡que lleven las cosas hasta el final y se castren del todo! (v.12).
El precepto de la caridad, plenitud de la Ley,1Co_5:13-15.
13 Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servios unos a otros por la caridad. 14 Porque toda la Ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 15 Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad que acabaréis por consumiros unos a otros.
Es probable que los gálatas, al menos algunos de ellos, se sintiesen inclinados a dar crédito a los predicadores judaizantes y aceptar la Ley mosaica, movidos de una recta aspiración: la de tener una norma para obrar, reguladora de lo que se ha de hacer y de lo que se ha de evitar. Esa libertad que predicaba Pablo, ¿no sería un peligro de libertinaje, dejando rienda suelta a los instintos pecaminosos de nuestra carne? De hecho, en las llamadas religiones de los misterios, tan de moda en aquella época, se profesaba abiertamente la liviandad moral, y parece que a Pablo se habían hecho acusaciones en ese sentido (cf. Rom_3:8; Rom_6:1). Hay indicios de que, al menos en Corinto, había claro peligro de una desviación del cristianismo en esa dirección licenciosa (cf. 1Co_6:12-13). Sabemos que también posteriormente, a lo largo de la historia de la Iglesia, han surgido no pocas sectas heréticas (montanistas, gnósticos, quietistas) que, aun sin llegar tan lejos, sostuvieron que la libertad espiritual del cristiano llevaba consigo una plena indiferencia en materia de pasiones de la carne. Por eso el Apóstol, en lo que resta de este capítulo, va a tratar de poner las cosas en su punto.
Primeramente, la clara voz de alerta: cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne (v.13). Luego, la tesis positiva: servios unos a otros por la caridad (v.13), tesis que en seguida declara más, diciendo que en ese solo precepto de la caridad se resume toda la Ley (ó iras ????? ???????????? ). Que no teman, pues, los gálatas de que van a quedar sin ley; también los cristianos tenemos ley o regla de vida, y esa ley es la de la caridad (cf. 6:2), que basta por sí sola a suplir toda la Ley mosaica. En qué sentido el precepto de amor al prójimo, extensión y consecuencia moral del amor a Dios, resuma y sea como la consumación y plenitud de la Ley mosaica, ya lo explicamos al comentar Rom_13:8, pasaje paralelo a éste de la carta a los Gálatas. Aquí nos contentamos con remitir a lo entonces dicho.
A una vida perfecta de caridad, cual la pide la ley de Cristo, contrapone San Pablo una vida de discordias y odios, con imagen tomada de las bestias salvajes que se muerden y devoran mutuamente (v.15). No es infundado suponer, dada la manera de hablar del Apóstol, que la predicación de los judaizantes había provocado discordias en la comunidad cristiana de Galacia, dando lugar a bandos o facciones que se atacaban mutuamente.
Carne y espíritu,Rom_5:16-26.
16 Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. 17 Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis. 18 Pero si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley. 19 Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, 20 idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, ambiciones, disensiones, facciones, 21 envidias, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen no herederán el reino de Dios. 22 Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, 23 mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay Ley. 24 Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias. 25 Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu. 26 No seamos codiciosos de la gloria vana provocándonos y envidiándonos unos a otros.
La presente narracion no es sino una ulterior declaración de la anterior. Había dicho el Apóstol que para el cristiano el precepto de la caridad suple la Ley mosaica y es freno suficiente contra las concupiscencias de la carne (v.13-14); ahora va a explicar más esa vida de caridad, cuyo desarrollo se hace posible gracias a la acción del Espíritu, que es quien nos da fuerzas para vencer a la carne (v. 16-26).
Bajo el término carne (???? ), varias veces repetido (v. 16.17. 19.24), designa aquí el Apóstol al hombre todo entero, también con sus facultades superiores, en cuanto dominado por la concupiscencia e inclinado al mal a causa del pecado de origen. De hecho, varios de los pecados atribuidos a la carne, como, v.gr., la idolatría y el odio (v.20), no son de tipo carnal, sino de orden más bien intelectual. Si el Apóstol habla de carne, es debido probablemente a que es en la carne o parte material del compuesto humano donde radica principalmente el desorden, como ya explicamos al comentar Rom_8:7. En cuanto al término espíritu (?????? ), usado también repetidas veces (v.16.17.18.22.25), es más difícil precisar su significado. Hay casos en que San Pablo parece aludir claramente al Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, presente en el alma del justo (v.gr., v.18; cf. Rom_8:14); pero, en cambio, hay otros en que, dado el contraste con la carne, parece más bien aludir al espíritu humano, parte más sana y elevada del hombre, que ve las ventajas del bien (cf. v.17). Los exegetas no están de acuerdo en la interpretación, poniendo quien más quien menos mayúsculas, habiendo incluso quienes en toda la historia traducen siempre espíritu con minúscula (Lagrange, Buzy, Ricciotti). Es el mismo problema que en Rom_8:2-11. En el fondo la cosa no tiene gran importancia, pues por el modo de hablar de San Pablo, aun tratándose del espíritu humano, no sería el espíritu humano a secas, sino el espíritu humano en cuanto se mueve y actúa bajo la acción del Espíritu Santo. En esto todos están de acuerdo.
Comienza el Apóstol haciendo resaltar las opuestas tendencias de la carne y del espíritu, exhortando a los gálatas a que sigan las del espíritu (v. 16-17). Esas tendencias son tan irreductibles, que nunca podremos obrar con pleno consentimiento de todo nuestro ser; pues si queremos hacer el bien protesta la carne, y si queremos hacer el mal protesta el espíritu. Tal parece ser el sentido de ese de manera que no hagáis lo que queréis (. ??? ?? ? ??? s????? ????? ?????? ), con cuya traducción damos a la partícula ??? sentido consecutivo, y no final, aunque sea éste el suyo más ordinario y que también aquí le aplican bastantes exegetas. Podemos ver en este versículo una base bíblica clara de la teoría cristiana de la abnegación propia, que no podremos evitar mientras nos dure la vida.
Supone San Pablo que, en esta lucha entre carne y espíritu, los cristianos, cual corresponde a su condición, se dejarán guiar por el Espíritu (la idea no cambia, aunque traduzcamos espíritu con minúscula), lo que equivale a decir que no están bajo la Ley (v.18). Parece que el Apóstol no hace aquí sino aplicar al orden moral lo dicho antes en 3:23-24 y 4:5-7, es a saber, que puesto que, dada nuestra condición de hijos, poseemos el Espíritu, sigúese que ya no estamos bajo el pedagogo, que es la Ley, destinada a refrenar las concupiscencias de la carne por el temor de la sanción. Nos hallamos bajo la acción de un principio directivo superior, que es el Espíritu, y, por consiguiente, nos sobra el pedagogo. La misma idea se vuelve a repetir al final del v.22.
A continuación, San Pablo, en expresivo díptico de contraste, presenta un catálogo de obras de la carne (v. 19-21) y de frutos del Espíritu (v.22-23), como tratando de recalcar que el cristiano que se deja guiar por el Espíritu no necesita de la Ley para conocer cuáles son las obras de la carne a las que debe oponerse, pues éstas son manifiestas (v.19). Evidentemente no intenta el Apóstol darnos una lista completa de las obras de la carne, como lo prueba ese y otras como éstas, que añade al final (v.21). En otros pasajes de sus cartas encontramos también semejantes catálogos de pecados, no siempre los mismos ni en el mismo orden (cf. Rom_1:29-31; Rom_13:13; 1Co_5:10-11; 1Co_6:9-10; 2Co_12:20-21; Efe_4:31; Efe_5:3-5; Col_3:5-9; 1Ti_1:9-10; 2Ti_3:2-5). Ese no heredarán el reino de Dios (v.21) es una grave advertencia a los gálatas, que, como ahí dice, ya les había hecho antes de palabra cuando estaba entre ellos, con la que les previene de falsas ilusiones respecto al negocio de la salud (cf. v.13). Cierto que el cristiano, mediante la fe en Cristo, es hijo de Dios y heredero según la promesa (cf. 3:26-29; 4:5-7); pero esa fe ha de ser una fe viva, que debe ir acompañada de obras realizadas a impulsos de la caridad (cf. v.6). En cuanto a los frutos del Espíritu, San Pablo enumera nueve (v.22), aunque es evídente que, lo mismo que respecto de las obras de la carne, tampoco ahora tiene intención de hacer una enumeración completa 244. Se ha hecho notar cómo, en vez del término obras que usó respecto de la carne, usa ahora el término frutos, o más exactamente, fruto en singular (ó ?? ?????? ??? ????????? ). Quizá pretenda insinuar que no se trata sino de una fructificación única, la caridad, que se manifiesta en distintas floraciones (cf. 1Co_13:4-7), a las que designa con el término fruto por el sabor y deleite que traen al alma, preludio de la eterna bienaventuranza. En frase más concentrada dirá en Rom_8:6 : las tendencias de la carne son muerte, pero las tendencias del espíritu son vída y paz.
Hechas estas aclaraciones, San Pablo resume así su exhortación a los gálatas respecto de la carne y el espíritu: Los que son de Cristo crucificaron la carne.; si vívímos del Espíritu, andemos también según el Espíritu (v.24-25). Ese crucificaron (?????????? ), en pasado, alude al acto del Calvario, al que los cristianos son incorporados mediante el bautismo, muriendo al hombre viejo esclavo del pecado (cf. Rom_6:2-6). Tal muerte, sin embargo, de la que se resurge a nueva vida por el Espíritu (cf. Rom_8:2-4), no anula totalmente en el cristiano la concupiscencia, habiendo de seguir luchando contra las tendencias de la carne, razón por la que el Apóstol intima a los gálatas: si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu (v.25; cf. Rom_8:13), es decir, que sea también ese Espíritu el que nos impulse a obrar. Y como conclusión general, insistiendo en la misma idea del ? .16, les recomienda la humildad y caridad (v.26). Algunos autores consideran este versículo como formando ya parte del capítulo siguiente. La cuestión no tiene importancia.