LOS PROFETAS


INTRODUCCIÓN


La Biblia judía presenta tradicionalmente una estructura tripartita: Torá (Ley), Nebiím (Profetas) y Ketubim (Escritos). Dentro de la segunda parte se incluyen no sólo los libros conocidos generalmente como “proféticos” (los llamados profetas escritores), sino también la denominada “Historia Deuteronomista” (Josué, Jueces, y 1-2 Samuel y 1-2 Reyes). Este último bloque de libros es conocido como “profetas anteriores”, al tiempo que se reserva el nombre de “profetas posteriores” a los profetas escritores.


LOS PROFETAS ANTERIORES


La Historia Deuteronomista — los profetas anteriores — es una obra larga y variopinta, un corpus literario integrado por distintas fuentes, que se superponen en sucesivas ediciones y que abarcan casi cuatrocientos años. Más en concreto la Historia Deuteronomista es la historia de la aplicación de una serie de leyes que deben ser obedecidas, y eventualmente establecidas a través de un santuario particular y de su culto, para poder conservar la tierra prometida.


1. Rasgos formales más característicos


Tanto los relatos de Jueces, por una parte, como los informes monárquicos en 1-2 Reyes, por otra, se caracterizan por el uso de determinados estribillos que recriminan al pueblo de Israel y/o a sus monarcas su infidelidad al contenido de la alianza o pacto con el Señor. En el libro de los Jueces es frecuente leer: “Los israelitas hicieron lo que desagrada al Señor..., que los dejó a merced de X” (Jue 3:7-8; Jue 3:12; Jue 4:1-2; Jue 6:1; Jue 10:6; Jue 13:1) u otras fórmulas análogas. La acusación se centraba básicamente en los cultos idolátricos prohibidos por la legislación del Deuteronomio. La exclusividad del culto yavista condicionaba la posesión de la tierra. En 1-2 Reyes resuena con frecuencia, y de forma estereotipada, la acusación de idolatría formulada contra Jeroboán (1Re 12:26-33; ver 1Re 13:33-34), aplicada a casi todos los monarcas de Israel y de Judá: “Ofendió al Señor...” (1Re 15:3; 1Re 15:26; 1Re 16:19; 1Re 16:25; 1Re 21:25-26; 1Re 22:52; 2Re 3:2; 2Re 8:18; 2Re 8:27; 2Re 10:29; 2Re 13:2; 2Re 13:11; 2Re 14:24; 2Re 15:9; 2Re 15:18; 2Re 15:24; 2Re 16:2; 2Re 17:2; 2Re 21:2; etc.) o fórmulas parecidas. Esta persistencia formal de los estribillos, que tienen como telón de fondo las prácticas idolátricas, llevó a los estudiosos a la conclusión de la existencia no sólo de intereses comunes en el conjunto Josué-Reyes, sino también de varias manos editoras que reflejan los intereses teológicos del Deuteronomio; de ahí el nombre de Historia Deuteronomista.


2. Marco temporal de la Historia Deuteronomista


La Historia Deuteronomística empieza propiamente con la entrega de la ley del Señor a los israelitas mediante Moisés. Cumpliendo la ley, Josué conquista Canaán, según había prometido el Señor. Pero, una vez muerto Josué, el pueblo deja de observar la ley fundamental del Deuteronomio, y los enemigos lo acosan y afligen. En tales circunstancias, el Señor les envía una serie de “jueces” que consiguen liberarlos temporalmente.


La ley de Moisés exigía la centralización del culto en un santuario único (Deu 12:1-14). Tras la conquista de Jerusalén por obra de David, su hijo Salomón construye allí un Templo, con aspiraciones de santuario único. Pero Salomón, insigne como político, como constructor y como organizador administrativo, toleró otros santuarios, motivo por el que el Señor, a su muerte, quita a la Casa (es decir, a la dinastía) de David la soberanía sobre una parte importante de la nación israelita y se la traspasa a Jeroboán, que funda el Reino del Norte. Al reactivar este rey el viejo culto de Betel, viola la norma básica establecida por Moisés, motivo por el que un profeta anónimo de Judá, a quien el autor de 1 Reyes llama “hombre de Dios”, proclama ante Jeroboán que un futuro rey de la Casa de David, de nombre Josías, destruiría el altar prohibido de Betel (1Re 13:1-2). Los sucesivos reyes de Israel, que persistieron en el pecado de Jeroboán, terminarán perdiendo el país a manos del imperio asirio. La infidelidad a la ley mosaica impide la posesión de la tierra prometida.


Tres generaciones después sube al trono de Judá el rey Josías. Durante la restauración del Templo, ordenada por el monarca, es redescubierta, a través de un libro singular, la ley de Moisés. Como había hecho Josué, Josías la acepta y decide ponerla en práctica. Así, se embarca en un triunfalismo frenético: destroza todos los santuarios de Judá quedando sólo en pie el Templo de Jerusalén; y otro tanto hace en lo que había sido el Reino de Israel. Aquí se ceba sobre todo con el templo de Betel, tal como había profetizado el hombre de Dios a Jeroboán. Ahora Israel puede ser reconducido a la soberanía directa de la Casa de David.


3. De Josué a Josías. De Josías a Josué


La Historia Deuteronomista narra cómo el pueblo israelita adquirió en un primer momento con Josué la tierra prometida que posteriormente pasó a ser controlada por la Casa de David. Rota la nación israelita tras la muerte de Salomón, Josías parece ahora dispuesto a recomponer la unidad. Resultan sorprendentes los paralelismos entre la vieja historia y la reciente. En efecto, la Historia Deuteronomista comienza con la proclamación de la ley de Moisés y la conquista del país. Pero esta conquista prefigura la ulterior reconquista bajo Josías. Como puede verse, Josué prefigura a Josías y, a su vez, es modelado a partir de la figura del rey judaíta. Esencialmente el libro de Josué es una representación (que incorpora fuentes de diverso tipo) del plan para la conquista de Israel por la Casa de David bajo Josías. Y de hecho el principal relato deuteronomista parece terminar con la figura de Josías. Bien es verdad que la destrucción de la Casa de David a manos del imperio neobabilónico necesitó actualizar la historia (final de 2 Reyes).


La reforma de Josías es la finalidad de la Historia Deuteronomista y el acontecimiento que proporciona el mejor marco al libro de Josué. La reforma del rey judaíta no es más que un ejemplo de una práctica extendida por todo el antiguo Oriente Próximo, cuando un gobernante restauraba un santuario nacional y, en nombre del dios o los dioses del Estado, promulgaba un código de leyes reformistas. El relato deuteronomista de la reforma de Josías (2Re 22:32Re 23:24) se basa en gran medida en elementos típicos de antiguas reformas reales que incluían, aparte de la restauración del Templo dinástico, la remisión de deudas, la centralización del culto y de la jurisprudencia, y la expansión territorial.


En el relato del escritor deuteronomista, la reforma empieza cuando Josías ordena al sacerdote Jelcías supervisar la restauración del Templo dinástico. Jelcías descubre la ley mosaica. Moisés había presentado la ley como algo esencial si los israelitas querían conservar el país que el Señor les iba a entregar. Al transgredir esta ley, la nación israelita — en concreto, el Reino del Norte o Reino de Israel — perdió su tierra con la caída de Samaría. La única forma de recuperar el territorio de Israel era recuperar la ley de Moisés. Y ahora tenemos en manos de Jelcías la posibilidad de relanzar la Casa de David reconquistando Israel.


Como el santuario que el Señor había elegido para establecer allí su nombre convertía en ilegítimos al resto de los santuarios, incluidos otros dedicados al Señor (ver Deu 12:2-12; Deu 12:29Deu 13:17), Josías emprendió una frenética destrucción de los santuarios ilegítimos (2Re 23:4-20). Pero, antes de acometer dicha tarea, hizo una alianza para observar la nueva ley en todos sus puntos, y la nación reunida en asamblea se unió a él mediante un acuerdo (2Re 23:1-3). Este pacto, que sirvió de detonante a la campaña de purificación del culto, rememora la asamblea de Siquén (Jos 24:1-33) y las palabras que dirigió el Señor a Josué: Pórtate, pués, con fortaleza y valentía... y [que] cumplas toda la ley que te dio mi siervo Moisés... así tendrás éxito en todo lo que emprendas (Jos 1:6-7). La culminación de la reforma de Josías en Judá llegó con la destrucción de los santuarios instalados por Salomón (2Re 23:13-14). Con tal destrucción, quedaba expedito el camino para la reconquista de Israel.


Una vez que Josías regresa a Jerusalén tras sus incursiones reformistas por el país, dos últimos actos ponen fin a la reforma. El primero fue la celebración de la Pascua “según está escrito en este Libro de la Alianza” (2Re 23:21-23). Fijando ahora la mirada en el conjunto de la Historia Deuteronomística, puede deducirse claramente que, conforme al propósito de sus redactores, la historia del pueblo israelita como nación davídica en el país de Canaán, empieza y termina con una Pascua. La primera tuvo lugar con Josué, tras el cruce del Jordán, nada más poner pie en el país (Jos 5:10). La segunda se celebró con Josías, al final de su reforma. El segundo de los actos finales fue la eliminación de “los brujos y adivinos, así como los dioses familiares, los ídolos y todas las aberraciones religiosas... en el territorio de Judá y en Jerusalén” (2Re 23:24). La importancia de este acto se deduce de Deu 18:15 : “El Señor tu Dios suscitará en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo; a él deberán escuchar”. Y el único modo de tener presente a Moisés era conservar y poner en práctica el documento que contenía sus palabras.


LOS PROFETAS POSTERIORES


Los llamados “profetas posteriores” en el canon judío se corresponden con los libros conocidos en parte de la tradición cristiana simplemente como “profetas”, es decir, los tres ‘mayores’ (Isaías, Jeremías y Ezequiel) y los doce ‘menores’ (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías).


1. Características generales estos libros


Hablar de la naturaleza de esta literatura, es decir, de los también llamados “profetas escritores”, implica tener en cuenta al menos dos cosas. Por una parte, un libro profético contiene un núcleo literario y temático original vinculado a un autor (o autores); en segundo lugar, dicho libro no fue necesariamente redactado de una vez para siempre, pues se vio sometido a un proceso de recopilación, ampliación y adaptación a lo largo de décadas. De ahí que debamos tener en cuenta tanto la autoría como el proceso de redacción de los libros proféticos.


Desde el punto de vista del autor, la literatura profética está naturalmente relacionada con los individuos que escribieron o pronunciaron el variopinto material que la caracteriza. Sin embargo, en el AT se detecta también la presencia de material literario sobre determinados profetas (Elías, Eliseo, Ajías, Miqueas hijo Jimlá, etc.), material que evidentemente no fue redactado por ellos.


Desde el punto de vista del carácter redaccional de un libro profético, los expertos se sienten obligados a postular la existencia de escuelas proféticas y colectivos teológicos que, basándose en el contenido de dicho libro, trataron de adaptarlo a nuevas circunstancias históricas mediante reformulaciones o añadidos. Tal adaptación acabó creando en ciertos libros tensiones doctrinales difíciles de solucionar, como es el caso de Jeremías. Así, en ese lento proceso de composición podemos descubrir la mano del propio profeta, la presencia de discípulos comprometidos en la transmisión del mensaje de su maestro, e incluso la aportación de autores y editores anónimos que trabajaron sobre un núcleo profético inicial.


2. La personalidad profética


Una extendida acepción popular relaciona el término “profeta” con el anuncio-predicción del futuro. Pero esta acepción responde sólo parcialmente a una de las facetas de la profecía bíblica. En efecto, el profeta del AT es fundamentalmente un analista socio-religioso de su presente histórico.


El término “profeta” es una adaptación genérica de distintos términos hebreos utilizados para describir diversas funciones observables en el ámbito de la profecía bíblica. En el AT se habla de vidente, adivino, hombre de Dios y profeta (en hebreo nabí). Toda esta variedad de atributos sugiere la presencia de distintos tipos de personas, en diversos lugares y épocas de la historia de Israel, cuya función podía responder a uno de esos atributos. Por tanto, podemos suponer que el profeta del AT desempeñó históricamente diversos roles. Podía “ver” algún suceso de la vida ordinaria recurriendo a la oración o a las suertes; podía también hacer partícipes a sus paisanos de sus propias convicciones mediante oráculos en los que ofrecía su “visión” personal del presente o del futuro. Pero había sin duda un elemento que todos esos personajes compartían: su convicción de actuar como intermediarios entre el ser humano y la divinidad. Conviene tener en cuenta que algunos profetas fueron sacerdotes y desempeñaron dicha función.


En la tradición bíblica nos encontramos con un hecho sorprendente: la estrecha relación entre la realeza israelita y la profecía. Puede haber más de una explicación a este hecho, pero es indudable que determinadas circunstancias históricas exigieron con mayor urgencia que otras la presencia de profetas. Entre el año 1000 y el 500 a. C. aproximadamente, las circunstancias socio-políticas y religiosas propiciaron el ejercicio de la profecía: la instauración de la monarquía, la gradual desaparición de Israel y de Judá, el destierro a Babilonia y el período de restauración nacional. Si los avatares históricos proporcionan una explicación del ejercicio del carisma profético, también se puede recurrir al ámbito social de dicho ejercicio.


La mayor parte de los profetas vivieron en ciudades o estuvieron relacionados con poblaciones específicas (p. ej. Amós de Tecoa, etc.), pero podían actuar en distintos ámbitos (p. ej. cerca del poder — reyes, sacerdotes, ancianos, sabios — o alternativamente formar parte de algún grupo autónomo). Pero el profeta bíblico parece estar más relacionado con los colectivos influyentes, aunque con una dura actitud crítica y no necesariamente absorbido por ellos.


A propósito de la cercanía de los profetas a los ámbitos decisorios del poder, conviene deshacer más de un equívoco respecto a su personalidad. El profeta no era un “hombre del pueblo”, en el sentido de que su extracción social, su preparación y su vida en general se enraizaban en las clases sociales menos favorecidas. El profeta cultivaba de forma magistral las tradiciones teológicas de Israel, dominaba los recursos de la retórica y, en no pocas ocasiones, era un magnífico poeta. Un hombre así tenía que pertenecer forzosamente a un medio social que le permitiera una educación de alto nivel. Esto explicaría también su facilidad para relacionarse con los círculos del poder. Otra cosa es que el profeta, fiel defensor del derecho divino, se alzase como defensor de las víctimas de los poderosos: las clases desfavorecidas.


3. Aspectos literarios de la profecía bíblica


Para poder entender la forma en que fueron compuestos los libros proféticos, los analistas suelen recurrir a un modelo de progresión: distintas unidades de discurso fueron conservadas en círculos afines al profeta y sometidas después a un proceso de recopilación, de eventuales ampliaciones y de edición. De este modo, se fueron combinando relatos o discursos. Pueden servir de ejemplo las leyendas sobre Elías (2Re 4:1-442Re 6:1-33), las visiones de Zacarías (Zac 1:1-21Zac 6:1-15) e incluso Jer 21:11Jer 23:8. Pero los expertos ofrecen una dinámica alternativa y complementaria a este proceso: los llamados “escribas” interpretaban los antiguos oráculos proféticos y a veces incluían dichas interpretaciones en el propio texto profético, probablemente porque los lectores de una determinada época eran incapaces de entender el contenido de algunos oráculos. En este caso, aparte de recopilación, hay que hablar de un segundo modelo, a saber el de interpretación exegética.


Un tercer modelo era la actualización. El contenido teológico de numerosos oráculos proféticos tenía tal potencial doctrinal, que en determinados momentos los escribas los actualizaban y reformulaban. Esa actividad dio como fruto una nueva literatura: la deuteroprofética, caracterizada por la orientación hacia el futuro de la mayor parte de la retórica profética. El caso es bastante evidente en el libro de Isaías y en el de Zacarías; menos claro en el de Jeremías. Sin embargo, la mayor parte de los libros proféticos no son meras recopilaciones azarosas, pues suelen ofrecer una presentación claramente estructurada de discursos e informes en prosa.


Llegados a este punto, conviene poner de relieve las formas literarias más usuales en la literatura profética del AT, distinguiendo entre prosa y poesía. Entre los relatos en prosa, nos encontramos al menos con siete modelos:


1) acción simbólica, p. ej. Jer 13:1-11 e Isa 20:1-6;


2) relato de vocación (Jer 1:4-10; Isa 6:1-13; Eze 1:1-28Eze 3:1-27);


3) informe de una visión (Amó 7:1; Amó 8:1; Nah 1:1; Abd 1:1; Hab 1:1; Zac 1:18);


4) leyenda: se trata de un informe sobre algo santo: un objeto (2Sa 6:6-7) o una persona (1Re 17:1-24 ss; 2Re 2:1-252Re 13:1-25);


5) historiografía, cuando algunos textos proféticos coinciden con material narrativo de otros libros: compárese p. ej. Isa 36:1-22Isa 39:1-8 con 2Re 18:132Re 19:37;


6) relato biográfico, que sirve de telón de fondo de algún tema doctrinal expuesto por el propio profeta (p. ej. Jer 37:1-21Jer 44:1-30);


7) Crónica adivinatoria, cuando un profeta desempeñaba ocasionalmente la función de adivino, ofreciendo una información inalcanzable para el conocimiento humano (ver 1Sa 9:1-27; Eze 20:1-49; Zac 7:1-14Zac 8:1-23).


En la literatura profética, sin embargo, predomina el discurso poético en verso. Entre sus formas básicas debemos distinguir entre oráculos divinos (el Señor habla en primera persona) y discursos proféticos (el profeta habla en tercera persona, desde el punto de vista del Señor). Entre estos últimos destacan ocho tipos:


1) el oráculo de juicio, dirigido contra el pueblo de Israel o contra las naciones extranjeras (Amó 1:1-15Amó 2:1-16; Isa 13:1-22Isa 23:1-18; Jer 5:10-17; Eze 25:1-17Eze 32:1-32);


2) los ayes (Isa 5:8-24);


3) la requisitoria (Miq 1:2-7);


4) la endecha (Jer 8:18Jer 9:4);


5) el himno (Hab 3:2-15);


6) la canción (Isa 5:1-2);


7) la alegoría (Eze 17:2-10);


8) el acróstico alfabético (es decir, poemas cuyos versos o estrofas comienzan sucesivamente por las distintas letras del alefato hebreo — Nah 1:2-8 — ). Algunas de estas formas son compartidas por la literatura sapiencial.


4. Teología


A pesar de la distancia temporal entre los distintos profetas, su mensaje sorprende por sus afinidades nucleares. Es cierto que el mensaje de un profeta responde a su temperamento particular y a las circunstancias históricas en que se desarrolló su existencia. Pero no es menos cierto que el núcleo de la predicación profética dependía de la pertenencia a un pueblo común, de las promesas divinas compartidas y del progresivo deterioro de la monarquía israelita.


Si los profetas se sentían intermediarios entre el Señor y su pueblo y trataban de evaluar la relación entre ambos, tenían que quedar reflejados en su mensaje todos los principios teológicos (ámbito de la revelación) que determinaban la naturaleza de Israel como pueblo del Señor y todas las vivencias socio-religiosas del propio pueblo (ámbito ético). Utilizamos conscientemente el plural, pues es difícil hablar de una teología profética o de una ética profética. Las diversas teologías (p. ej. del éxodo, de la alianza o de Sión) se explican en parte desde la geografía (no todas las tradiciones del Norte eran cultivadas en el Sur) y en parte desde la historia (en épocas de prosperidad, por ejemplo, brotaba la injusticia a gran escala; otras épocas se caracterizaban por la presencia de imperios amenazadores). En definitiva, la aparente disparidad de teologías respondía en realidad a determinados imponderables y eventualidades.


En consecuencia, algunos estudiosos han intentado dar con un núcleo común al mensaje profético. Se ha insistido sobre todo en la tradición de la alianza y en todo lo que implicaba: normas y mandamientos, maldiciones y bendiciones, litigios entre el Señor y su pueblo, etc. Los profetas fueron, sin duda, los portavoces de la alianza. Sin embargo, y como han señalado diversos expertos, tan importante como la alianza (y no del todo desligada de ella) es la perspectiva internacional que emana de la predicación profética. Por ejemplo, Isaías aparece como un heraldo enviado por el consejo divino y dotado de poder para realizar su misión (Isa 6:1-10; ver también Jer 1:5; Jer 1:10; Jer 23:18). El profeta acreditado para ejercer una misión entre las naciones encaja perfectamente con la imagen del Señor como soberano cósmico por encima de los imperios de la tierra. Desde este punto de vista, la visión profética tiene un horizonte más amplio que el de la teología de la alianza. No debemos olvidar el espacio que ocupan en ciertos libros proféticos los oráculos contra las naciones (Isa 13:1-22Isa 23:1-18; Jer 46:1-28Jer 51:1-64; Eze 25:1-17Eze 32:1-32; ver también Amó 1:1-15Amó 2:1-16). Si Israel y Judá firmaban tratados con potencias extranjeras, es normal que tal perspectiva internacional hubiese de tener en cuenta los planes del Señor como rey cósmico que era.


Es importante también poner de relieve los rasgos éticos del mensaje profético. Es cierto que los profetas compartían con otras culturas una determinada visión del ser humano en sociedad, pero no es menos cierto que la ética profética tenía una dimensión específica, inspirada en las propias tradiciones teológicas. También aquí habremos de recurrir a las perspectivas diseñadas líneas arriba: la internacional y la aliancística.


Desde la perspectiva aliancística podemos entender los oráculos de juicio de Amó 1:1-15Amó 2:1-16, donde diversos países son condenados por delitos censurables, los cometa quien los cometa: genocidio, masacres de civiles, degradaciones rituales, orgullo homicida, etc. Sin embargo, el discurso cambia cuando los profetas se dirigen a sus compatriotas: predominan entonces categorías éticas específicas, sobre todo el derecho y la justicia. Aquí son las clases dirigentes el blanco de las invectivas proféticas: reyes (poder político), sacerdotes (poder religioso), ancianos (poder judicial) y sabios (consejeros en general). Aunque los reyes, debido a su función, eran el objetivo “natural” de la crítica profética, las exigencias de la justicia llegaron a democratizarse: también la población fue considerada culpable por dejación de sus obligaciones como pueblo de la alianza.


La voz de los profetas atronaba especialmente cuando, en épocas de prosperidad o de expansión imperialista, aumentaban las injusticias económicas: concentración de la riqueza en pocas manos; impune desposesión de tierras; impuestos empobrecedores; esclavitud. Pero ciertos rasgos de la predicación profética podrían calificarse de específicamente israelitas: condena de la continua presencia de la idolatría y del sincretismo religioso, que se prolongó al menos hasta comienzos del siglo V. El telón de fondo lo constituye, una vez más, la teología de la alianza. Para los profetas, la injusticia social y la idolatría constituyeron un cáncer progresivo en la sociedad israelita, que acabó con el país.


A pesar de su diagnóstico negativo respecto del país, la predicación profética se caracteriza por un decidido impulso hacia el cultivo de la esperanza. Pero resulta difícil explicar de manera razonable esa tensión entre juicio condenatorio y esperanza. ¿Cómo es posible que un mismo profeta, tras condenar a muerte a Israel, proclame un mensaje de esperanza? (compárese p. ej. Amó 9:7-10 con Amó 9:11-15). ¿Cómo explicar las palabras de Miq 2:12-13, cuando en el libro predomina una condena de la nación sin paliativos? ¿Qué función tiene en el libro de Jeremías, tan negativo sobre la posibilidad de un futuro para Israel, la llamada a la esperanza de los cps. Jer 30:1-24Jer 33:1-26?


¿Cómo explicar semejantes tensiones? Un gran número de expertos opina que la llamada profética a la esperanza es redaccional, es decir, que surge después de haberse consumado los desastres anunciados por los profetas. Casi todos los oráculos de restauración serían entonces adiciones a los textos proféticos originales. Ahora bien, ¿por qué está tan generalizado en la literatura profética el lenguaje de la esperanza? La única explicación plausible es que las tradiciones de Sión y de la promesa de permanencia de la dinastía davídica habían cuajado de tal modo entre el pueblo en general, que resultaba prácticamente imposible no formular la teología de un resto, del que surgiría un nuevo pueblo fiel. De ahí que la tensión entre destrucción y restauración acabara cediendo a un firme llamamiento a la esperanza.


JOSUÉ


INTRODUCCIÓN


1. Lugar en la historia bíblica


El libro de Josué narra básicamente la conquista de Canaán — la tierra prometida — por parte de los clanes israelitas que habían salido de Egipto. Sin lo referido en él, la promesa de la tierra hecha a Abrahán y a sus descendientes habría sido vana, y la salida de Egipto una condena a la vida mísera del desierto. De ahí que el libro de Josué sea imprescindible para completar el relato del Pentateuco.


Por otro lado, la entrada de Israel en Canaán no es más que el prólogo necesario de la historia de Israel en su propia patria, que terminará cuando el destierro de Babilonia ponga fin, por el momento al menos, a la posesión de la tierra.


Así se comprende la división de opiniones a la hora de adjudicar este libro a algún conjunto literario mayor. Para unos, forma una unidad con el Pentateuco, hasta el punto de que habría que hablar más bien de un Hexateuco, pues serían seis los libros que integran este bloque bíblico. Otros, por el contrario, hablan de Tetrateuco, es decir, cuatro libros, por cuanto el relato que comienza en el Génesis concluiría en el libro de los Números. En este último supuesto, el Deuteronomio no sería el quinto libro del Pentateuco, sino el prólogo de la gran “historia deuteronomista”, que, comenzando en el libro de Josué, discurre por los libros de Jueces y Samuel hasta el segundo libro de los Reyes.


2. Proceso de composición del libro


Hoy podemos afirmar con bastante probabilidad lo siguiente: al principio no había más que tradiciones sueltas: cada tribu contaba sus hazañas en los centros culturales de aquellos tiempos, que eran ante todo los santuarios. Esas tradiciones fueron recopiladas y ensambladas por algún escritor que pudo vivir en la misma época que los recopiladores de las tradiciones antiguas del Pentateuco. En los años que siguieron inmediatamente a la caída de Jerusalén y a la deportación a Babilonia (587 a. C.), otro escritor, imbuido del espíritu y del lenguaje de la escuela deuteronomista, reeditó la vieja historia, respetando su sustancia, pero dándole nuevo sentido con sus introducciones, resúmenes, conclusiones y palabras de los personajes. No comprendió su obra como independiente, sino que la empalmó, por un lado, con la historia de Moisés (cp. Jos 1:1-18) y, por otro, con la de los Jueces (Jos 24:31). Dentro de la misma escuela deuteronomista parece que otro redactor, pocos años más tarde, retocó la obra, insistiendo en el cumplimiento de la Ley, como condición del éxito en la empresa de ocupación de la tierra (ver Jos 1:7-8). La mano de estos redactores deuteronomistas se deja notar en toda la narración de la conquista (cps. Jos 1:1-18Jos 12:1-24) y en los capítulos finales (Jos 22:1-34Jos 24:1-33). Le pertenecen por completo la introducción (cp. Jos 1:1-18), la despedida de las tribus de Transjordania (Jos 22:1-8) y el adiós de Josué antes de su muerte (cp. Jos 23:1-16). Alguien formado también en el deuteronomismo insertó poco después el cp. Jos 24:1-33, con la “asamblea de Siquén”.


Un escritor de la escuela sacerdotal completó el libro introduciendo en él lo referente al cumplimiento de lo prescrito en el libro de los Números sobre el reparto de la tierra, las ciudades de asilo y las ciudades levíticas: son suyos los cps. Jos 13:1-33Jos 21:1-45, salvo algunas narraciones primitivas que inserta (Jos 15:13-19; Jos 17:14-18). Fuera de esa sección geográfica se deja notar la mano sacerdotal sólo en el relato de la Pascua en Guilgal (Jos 5:10-12), en la muerte y sepultura de Eleazar (Jos 24:33), y en algún detalle sin mayor trascendencia.


3. La conquista de Canaán según el libro de Josué


El libro de Josué ofrece una visión muy simplificada de la ocupación de Canaán: todo el Israel de las doce tribus, perfectamente unido, bajo el caudillaje único de Josué, se apoderó por las armas de todo el territorio de Canaán, con la única excepción de la tetrápolis de Gabaón (cp. Jos 9:1-27) y de algunos enclaves que quedaron para la época de David.


Pero hoy se tiende a ver la ocupación de Canaán como un proceso más lento y complejo. Israel no se había formado aún como nación ni tenía una unidad política como para afrontar una guerra de tales dimensiones. Es más verosímil y primitiva la visión de la ocupación que sugiere Jue 1:1Jue 2:5, donde las tribus hacen sus conquistas por separado. Parece ser que los que acabaron formando el Israel de las doce tribus no entraron en Canaán todos a la vez ni por el mismo sitio. Hoy no se cree tampoco que todas las incursiones de los israelitas lo fueran en son de guerra. Tampoco hay que pensar que la penetración de los israelitas concluyera con el siglo XIII a. C. Lo mismo que había comenzado antes, debió de continuar después, a lo largo de los siglos XII y XI, para concluir con David. Especial dificultad ofreció el dominio de las llanuras, donde los cananeos hacían valer sus carros de guerra (Jos 17:16-18; Jue 1:19).


No obstante, no se puede poner en duda el supuesto básico de que la tierra de Canaán fue hasta cierto punto conquistada por Israel. Partiendo de ese supuesto, se comprende que en algunos casos se atribuyera a la guerra de conquista la ruina de alguna ciudad que no había sido destruida por los israelitas. Y que las conquistas logradas a lo largo de varios siglos se agruparan en torno a una sola incursión principal. Las excavaciones en Palestina no apoyan la historicidad del libro de Josué si lo tomamos a la letra, con toda la simplificación que supone. Pero puede encontrar refrendo en ellas una importante incursión israelita en el último tercio del siglo XIII, que fue precedida de otras oleadas, y seguida de una labor de consolidación y limpieza de enclaves, que continuó todavía dos siglos.


4. Estructura y contenido


El libro de Josué se divide en dos grandes partes: la conquista de la tierra de Canaán (Jos 1:1-18Jos 12:1-24), y su reparto entre las tribus (cps. Jos 13:1-33Jos 21:1-45), con varios epílogos (cps. Jos 22:1-34; Jos 23:1-16 y Jos 24:1-28) y un apéndice (Jos 24:29-33).


I. — La conquista (Jos 1:1-18Jos 12:1-24). Tras una sección introductoria (cp. Jos 1:1-18), Josué envía espías a Jericó; estos son hospedados y protegidos por Rajab (cp. Jos 2:1-24). Los israelitas pasan el Jordán y acampan en Guilgal (cps. Jos 3:1-17Jos 4:1-24), donde son circuncidados los varones y se celebra la primera Pascua en tierra de Canaán (cp. Jos 5:1-15). Comienza la conquista por Jericó (cp. Jos 6:1-27). Sigue la de Ay, pero después de un primer intento fallido por culpa del pecado de Acán (cps. Jos 7:1-26Jos 8:1-35). Josué hace un pacto con los gabaonitas (cp. Jos 9:1-27), lo que origina una coalición de reyes, que es vencida en la batalla de Gabaón (cp. Jos 10:1-43). Josué vence también a otra coalición en Galilea, que culmina en la conquista de Jasor (cp. Jos 11:1-23). El capítulo Jos 12:1-24 hace un resumen de las ciudades conquistadas.


II. — El reparto entre las doce tribus (cps. Jos 13:1-33Jos 19:1-51). Esta sección se completa con la enumeración de las ciudades de asilo (cp. Jos 20:1-9) y las ciudades levíticas (cp. Jos 21:1-45).


III. — Tres epílogos: despide a las tribus transjordánicas que han participado en la conquista. Con una complicación inesperada: la construcción por esas tribus de un altar de dudosa interpretación (cp. Jos 22:1-34). Josué hace testamento (cp. Jos 23:1-16). Josué hace que Israel se comprometa con el Señor (Jos 24:1-28).


IV. — Apéndice. Escueta referencia a la muerte y sepultura de Josué, al entierro de los huesos de José y a la muerte y sepultura de Eleazar (Jos 24:29-33).


5. Claves teológicas de lectura


La idea central del libro actual de Josué proviene de los redactores deuteronomistas. Para un israelita, la posesión de la tierra prometida a los antepasados era el compendio de todos los bienes. Israel no acabó de enterarse de todo su valor hasta que la perdió por la deportación. Ese valor de la tierra se relaciona con un valor superior: la adhesión incondicional al Señor, Dios de Israel. La tierra prometida a los padres es un don del Señor, que se da con una condición: la fidelidad. Si Israel se aparta del Señor, el mismo Dios que les entregó la tierra, los expulsará de ella. Para evitarlo, hay que guardarse de toda contaminación de los cananeos. Así queda explicado el destierro: Israel se dejó contaminar con los cananeos, y el Señor lo expulsó de la tierra. Si Israel sueña de nuevo con volver a ella, ha de mantenerse fiel al Señor, no contaminándose con la idolatría entre la que por fuerza tiene que vivir.


La ocupación de aquella tierra maravillosa, ocupada por multitud de pueblos poderosos, era una empresa superior a Israel. Pero el Señor se la había prometido a los antepasados del pueblo y Dios siempre cumple. No hay ninguna dificultad, ni en el paso del Jordán, ni en la resistencia de Jericó, ni en las coaliciones de reyes del Sur o del Norte. Los israelitas no tenían nada que temer, mientras que los enemigos eran presas del pánico antes de luchar. Estaba claro que era el Señor el que combatía a su favor.


Un contratiempo dejó patente la relación entre la posesión de la tierra y la lealtad al Señor. A la primera prevaricación sucedió la derrota ante la ciudad de Ay (cp. Jos 7:1-26). Castigado el culpable, todo volvió a su cauce: el pueblo fue fiel al Señor y el Señor estuvo con Israel.


Otro valor importantísimo es el de la unidad del pueblo. Los redactores deuteronomistas hacen que el gran Israel actúe siempre unido. Si se mencionan las tribus de Transjordania, es para subrayar su participación en la conquista al lado de sus “hermanos”. Es una lucha desesperada por salvar el sentimiento de unidad nacional de un pueblo destrozado y disperso, en peligro de disolución.


El redactor sacerdotal que completa el relato insiste a su modo en la misma idea. Las descripciones antiguas de límites, y las listas de ciudades, le permiten reavivar el recuerdo de la heredad, real o teórica, de cada una de las tribus, la mayoría de las cuales habían ya desaparecido como tales del horizonte. La nostalgia del trozo de tierra que fue heredad de los mayores debía mantener vivo el espíritu de los restos de las tribus, en espera de tiempos mejores.


Un tema especialmente característico del libro de Josué es el del “jerem” o “anatema”, es decir, la consagración de algo o alguien al Señor por medio del exterminio (ver segunda nota a Jos 2:10). En virtud de ese “jerem”, cada victoria en la guerra santa culmina en la destrucción total de la ciudad conquistada con toda su población, incluidos niños y mujeres. Según nuestro libro, el “anatema” fue aplicado sistemáticamente a las poblaciones conquistadas. ¿Cómo puede decirse en un libro sagrado que esas matanzas se realizaron por orden del Señor? Es de advertir que el “anatema” era patrimonio común de todo el mundo semítico antiguo: en la guerra santa todo el botín (y en primer lugar los seres vivos) era del dios al que se atribuía la victoria. Siendo una costumbre comúnmente aceptada con fuerza de ley, los israelitas la tenían como una obligación y se la atribuían al Señor. Tenían el cumplimiento del “anatema” como un acto supremo de religión: los soldados sedientos de botín tenían que consagrarlo todo entero al Señor (Jue 5:30; 1Sa 15:1-35). Sin duda que en la conquista de Canaán no se aplicó el “anatema” con la universalidad y radicalidad que cuenta el libro de Josué. En eso también hay una gran simplificación. Las matanzas serían las habituales en tales casos, necesarias por otra parte para que Israel pudiera hacerse con una tierra propia, en que desarrollar su peculiar destino. Fue el narrador el que las generalizó, no para que el Israel de su tiempo las repitiera, que estaba muy lejos de poder siquiera intentarlo, sino para que entendiera que el gran peligro estaba en la convivencia con los idólatras y el posible contagio de idolatría. La tierra es percibida por Israel como el don que realiza el cumplimiento de las promesas; pero es, al mismo tiempo, conquista, esfuerzo que el pueblo debe realizar. Una especie de paradoja que se va a hacer permanentemente presente a lo largo de toda la revelación bíblica: el amor de Dios que se compromete en una relación de alianza suscita una respuesta (“responsabilidad”) del ser humano en línea de amor y fidelidad.


Finalmente, el lector cristiano no puede menos de considerar que el Josué protagonista del libro lleva un nombre que significa “el Señor salva”, nombre que en la época del Nuevo Testamento es transcrito por los judíos de lengua griega como “Jesús” (ver Heb 4:8). No debe extrañar, por tanto, que los primeros cristianos, dada la igualdad en el nombre y la analogía en la obra, relacionaran la actividad del Salvador Jesús con la de aquel otro Jesús (Josué), el que dio al pueblo de Dios el descanso en la tierra prometida.