Presentación del libro:



[L] LAS CARTAS DE S. PABLO Las primitivas comunidades cristianas sintieron desde el primer momento la necesidad de conservar todas las cartas que recibían de los apóstoles, pues veían en ellos a testigos de la fe elegidos por Dios. Sin embargo era más difícil que en nuestros días reunir estos documentos y preservar de la humedad un material tan frágil como los papiros. No tardó en aparecer una primera colección de las siete primeras cartas, ordenadas según su extensión: las cuatro cartas a los Romanos, Corintios y Gálatas, y las . Las otras se fueron añadiendo a ellas, ante todo las cartas a los Tesalonicenses, que son de hecho las más antiguas; y después las que se ampararon bajo el patronazgo de Pablo: las cartas a Timoteo y a Tito, escritas veinte o treinta años más tarde, y la carta a los Hebreos, escrita probablemente en la época de Pablo, cuyo autor es desconocido. Una frase de la , escrita no por él mismo, sino unos cincuenta años después de su muerte, nos muestra que desde esta época las cartas de Pablo fueron contadas entre las Escrituras inspiradas [2Pe_3,15]. Pablo se consideraba a sí mismo el , viendo en ello su vocación personal junto a Pedro, a quien Dios había confiado la tarea de evangelizar el mundo judío, no solamente en Palestina, sino también en todo el Imperio Romano, donde ellos se habían establecido. Pablo había recibido esta misión de Jesús mismo el día de su conversión [He_22,21]; [Gál_2,7], y había sido tan fundamental en el proyecto divino de la misión y de la extensión de la Iglesia, que no terminó en modo alguno con su muerte. El espíritu de Pablo, una de las grandes manifestaciones del espíritu de Jesús, sigue actuando entre nosotros a través de sus cartas. El Evangelio anunciado a los griegos Jesús se había presentado como el Salvador, y ante todo quería salvar al pueblo judío. Les habló del Reino, y ellos comprendían que Dios iba a reinar entre ellos en la medida que reinara en sus vidas. Él no ignoraba sus aspiraciones colectivas, pero las orientaba hacia una misión más universal: para ellos era realmente una . Pero después del fracaso de su misión en Israel, con la apertura de la misión a tierras romanas, convenía que el Evangelio fuera asimismo una buena nueva para los griegos del imperio romano que escuchaban la palabra de los apóstoles. Protegidos por sólidas estructuras sociales que nadie discutía, ellos permanecían ajenos al deseo de liberación de los judíos. El imperio romano, al absorberlos, había reducido prácticamente a nada el orgullo y las ambiciones de naciones pequeñas y grandes, dejando un vacío donde las preocupaciones religiosas iban a crecer. Estos hombres se interesaban por todo lo que afectaba a la persona y buscaban entre una balumba de doctrinas y de religiones un medio para escapar al destino. Había que hablarles por consiguiente de Cristo como de aquel que resuelve nuestras contradicciones y nos da la vida. En esta carta a los cristianos de Roma, capital del Imperio, Pablo quiere responder a las preocupaciones de los griegos sin descuidar empero a los judíos, porque ellos eran muy numerosos en la comunidad de Roma, como en todas las del imperio romano, y para ellos que habían creído a Cristo, lo difícil era resituarse ante Dios después de que la gran masa de su pueblo rechazara la fe cristiana. Hasta entonces ellos habían compartido las esperanzas de su pueblo, pensando que todo Israel reconocería la venida del Dios Salvador, y ahora no eran más que una minoría aparentemente al margen de la dilatada historia bíblica. La carta a los Romanos La carta a los Romanos es en gran parte una extensa exposición sobre la vocación cristiana. Nos parecerá sin duda difícil, y en efecto lo es. Encontraremos en ella discusiones y una utilización de los textos bíblicos que no desconcertará con frecuencia, porque Pablo argumenta como aprendiera a hacerlo en las escuelas de los rabinos de Jerusalén. Pero conviene recordar que Pablo no parte de un sistema doctrinal, de una teología: parte constantemente de su propia experiencia. El encuentro con Jesús resucitado, la conversión dramática que le pone al servicio del Evangelio, y posteriormente la amplia experiencia de su vida de apóstol y de los dones del Espíritu que actúa en él, la comunión constante con Jesús, el Señor, son las bases de su visión de la fe. Pablo va a hablar, pues, de salvación de Dios, olvidando casi el contexto explosivo de Palestina, donde el nacionalismo judío ha de vérselas con los romanos y donde todas las esperanzas religiosas están politizadas. La salvación de Dios es la salvación de la raza humana como un todo, pero se juega en el corazón de las personas. Todo dependerá de nuestra respuesta a la llamada de Dios. ¿Sabremos confiar en ella? Pablo, marcado por su propia historia, presenta la llegada a la fe como una conversión más o menos dramática. El hombre es esclavo del pecado (convendrá ver qué es lo que Pablo entiende con esto); nosotros quisiéramos liberarnos de él, pero nos falta la clave para comprendernos a nosotros mismos: hemos sido creados para compartir la vida de Dios, y mientras no lo consigamos, experimentaremos una rebelión consciente o inconsciente contra Dios. ¿Habrá que volverse hacia la religión? Con ello ganaríamos muy poco, dice Pablo con una insistencia que sorprenderá a muchos; pues mientras creamos superarnos por las prácticas religiosas, volveremos la espalda a la única fuerza que puede liberarnos: el amor misericordioso de Dios. Pero Dios nos tiende la mano y nos enseña a amar. Jesús viene a nuestro encuentro y nosotros lo crucificamos, y es entonces cuando Dios nos muestra cómo nos ama y perdona. Él no espera otra respuesta que nuestro acto de fe, una fe que nos libera de un solo golpe. Esta salvación es la que anunciaba toda la Biblia, pero desconcierta a todos los que, en la religión judía, se habían quedado con las prácticas. Estas pertenecen a una época de la historia humana a la que ha puesto fin la muerte de Jesús. Nuestro bautismo nos hace entrar en un mundo misterioso, que no es otro que el Cristo resucitado: ahora ya estamos y vivimos de su Espíritu. El don del Espíritu abre una nueva era donde aquellos que se han hecho hijos e hijas de Dios tendrán que inventarlo todo según las leyes del amor. Pablo insiste sobre el problema del pueblo judío: ¿qué pensar de toda la historia de Israel, al que Dios promete un salvador, y que al fin no lo reconoce? Pablo dirá que no hay que confundir dos cuestiones: el llamamiento del pueblo al que Dios confía un papel particular en la historia, y el llamamiento de las personas que pertenecen a este pueblo. Para cada uno la fe en Cristo será el resultado de un llamamiento gratuito de Dios. Pablo envía esta carta el año 57 ó 58, probablemente desde Corinto. Hasta entonces se había dirigido a comunidades que conocía y cuyas dificultades no ignoraba. Esta vez no; al final de su exposición hablará de manera muy general de la vida cristiana, y sobre todo de la manera de aceptarse unos a otros entre personas de orígenes muy diversos. En Roma, como en cualquier otra parte, no fue tan sencillo reunir en una misma comunidad a judíos y paganos convertidos. Pablo les recomienda lo que ni nosotros mismos logramos practicar: que acepten sus diferencias. La carta a los Romanos en la Iglesia Es casi imposible hablar de la carta a los Romanos sin decir al menos unas palabras sobre la importancia que ha tenido y sigue teniendo en las iglesias protestantes. Se sabe que Lutero maduró la Reforma empezando por esta epístola. No se equivocaba viendo en ella la condenación de una Iglesia instalada en el mundo, en la cual la fe se había degradado a menudo en prácticas ajenas a la fe que salva. La cristiandad de la Edad Media era un pueblo parecido al de Israel. Se era cristiano de nacimiento y tal se permanecía; se era creyente, pero, como en cualquier otra cultura, pensaban salvarse mediante los ritos religiosos y las prácticas de las buenas obras que nos merecen el cielo. Era, pues, importante recordar que la fe es el alma de toda conversión, y que esta conversión es la respuesta a una llamada gratuita de Dios. En esta carta no se trata de otra cosa que de Cristo Salvador, y esto era suficiente para devaluar todo el sistema religioso imperante, aplastado por sus tradiciones y devociones. Se habla de fe, cuando apenas se oía predicar otra cosa que la moral, o más bien las categorías de la moral. Se habla de la Palabra de Dios dirigida a todos los hombres, cuando se contentaban con confiar en los hombres de Iglesia. Era, pues, una crítica radical de la Iglesia que había acabado mirándose a sí misma en lugar de volverse a Dios, y cuyo sistema político, doctrinal o represivo ocultaba el horizonte. Sin embargo hemos dicho que esta carta se basa en la experiencia de Pablo como judío y como fariseo y después como apóstol llamado directamente por Cristo. A partir de aquí hablará de pecado y de justificación, de llamamiento y de salvación mediante la fe. Por su parte, Lutero y sus contemporáneos leían esta carta a partir de sus problemas; todo hay que decirlo: de sus angustias. Ellos eran los representantes de una cristiandad terminal, obsesionada por la perspectiva del pecado y de la condenación eterna, víctima de una filosofía (el nominalismo) en la cual las cosas no son buenas ni malas en sí, sino en cuanto Dios las declara tales. Por ello, todo lo que Pablo dice sobre la predestinación del pueblo judío lo ven como un problema de predestinación personal al cielo o al infierno. Pablo habla de Dios que nos justifica -una palabra que entonces tenía un sentido muy poco preciso- para decir que Dios restablece en nosotros un orden auténtico; comprenden que, si nosotros creemos, Dios nos considerará justos aunque nada cambie en nosotros. Las grandes perspectivas de una humanidad angustiada por el pecado y la gracia, incapaz de liberarse a sí misma, se van a reducir a un problema personal: ¿soy yo realmente libre o soy un simple juguete de la gracia? Tomando al pie de la letra el lenguaje imaginario de Pablo, se va a construir una doctrina del pecado original en la cual todos expiamos, y por la eternidad, el pecado de un primer antepasado. Muchas generaciones de protestantes y católicos van a verse marcados por estas controversias. Por más que se hable de salvación sólo mediante la fe, o por la fe y las obras, o por la fe, las obras y los sacramentos, el amor del Padre que salva y de Cristo Salvador pasará a un segundo plano, obsesionados por la salvación: ¿cómo puedo escapar de este rígido círculo donde Dios me encierra? El Dios justo, de sentencias inexorables, que condena con tanta facilidad al infierno, traumatizará a Occidente y desencadenará la rebelión del ateísmo militante. No está mal saberlo en nuestros días. Cuando se ha tratado mucho tiempo a Pablo, y sobre todo en la carta a los Romanos, se ve que para él el Padre de Jesús es realmente padre, y que es amado apasionadamente. Se descubren en él mil detalles que revelan su experiencia de una comunión continua y de una vida "en" el Dios Trino, una experiencia muy próxima a la de san Juan. Esto no nos impedirá encontrar en esta carta lo que ya Lutero, después de san Agustín, descubriera: una exposición genial del misterio de la humanidad salvada por Cristo. Tal vez un cierto olvido de esta carta y de esta doctrina ha hecho que, con demasiada frecuencia, los católicos se encerraran en sus prácticas y sacramentos, olvidando la misión.