MIQUEAS

Miqueas y su época. Miqueas, que en hebreo significa «¿Quién como Dios?», nació en Moréset Gat, una aldea de Judá, donde las montañas centrales comienzan a descender hacia el mar, pueblo fronterizo a unos 45 kilómetros de Jerusalén.
La época de Miqueas en el tablero internacional contempla la subida y afirmación de Asiria, a la que Israel, como reino vasallo, comienza a pagar tributo hacia el año 743 a.C. Después vendrá la sublevación de Oseas (713-722 a.C.), último rey del norte, y la destrucción del reino. Nuestro profeta conoció la agonía de Samaría y la deportación en masa de habitantes a Nínive. Probablemente también conoció la invasión de Judá por Senaquerib (701 a.C.), que resuena en 1,8-16. Colaboraría seguramente, junto a Isaías, en la reforma esperanzadora que trajo el rey Ezequías (727-692 a.C.).
Los peligros de aquella época turbulenta no venían solamente del exterior. Dentro, la corrupción era rampante, sobre todo por la ambición de los gobernantes apoyados por los falsos profetas, la rapacidad de la clase sacerdotal, la avaricia de mercaderes y comerciantes. Los cultos idolátricos de los vecinos cananeos se habían infiltrado también en el pueblo.
Esta situación es la que recoge nuestro profeta en su obra, y también los otros escritores anónimos que intercalaron sus profecías en el libro bajo el nombre de Miqueas. Actualmente hay comentaristas que atribuyen el libro a dos o más autores, de épocas diversas.

Mensaje religioso.
Este profeta, venido de la aldea, encontró en la corte a otro profeta extraordinario, llamado Isaías, y al parecer recibió su influjo literario. Miqueas, no obstante, descuella por su estilo incisivo, a veces brutal, sus frases lapidarias y también por el modo como apura una imagen, en vez de solo apuntarla.
Aunque su actividad profética se mueve en la línea de Isaías, Oseas y Amós, Miqueas descuella por la valentía de una denuncia sin paliativos, que le valió el título de «profeta de mal agüero». Nadie mejor que un campesino pobre, sin conexiones con el templo o con la corte, para sentirse libre en desenmascarar y poner en evidencia los vicios de una ciudad como Jerusalén que vivía ajena al peligro que se asechaba contra ella, en una ilusoria sensación de seguridad.
Afirma que el culto y los sacrificios del templo, si no se traducen en justicia social, están vacíos de sentido. Arremete contra los políticos y sus sobornos; contra los falsos profetas que predican a sueldo y adivinan por dinero; contra la rapacidad de los administradores de justicia; contra la avaricia y la acumulación injusta de riqueza de los mercaderes, a base de robar con balanzas trucadas y bolsas de pesas falsas.
Miqueas emplaza a toda una ciudad pecadora y corrompida ante el juicio y el inminente castigo de Dios. Sin embargo, y también en la línea de los grandes profetas de su tiempo, ve en lontananza la esperanza de la restauración del pueblo, gracias al poder y la misericordia de Dios. El Señor será el rey de un nuevo pueblo, «no mantendrá siempre la ira, porque ama la misericordia; volverá a compadecerse, destruirá nuestras culpas, arrojará al fondo del mar todos nuestros pecados» (7,18s).