LA CARTA A LOS EFESIOS

Éfeso, situada en la desembocadura del río Lico, era en tiempos de San Pablo la población más importante de Asia Menor. Allí se detuvo el Apóstol a finales de su segundo viaje apostólico (años 50-53) y, más tarde, al comienzo de su tercer viaje (años 54-57). En esta segunda ocasión permaneció en Efeso más de dos años (cfr Hch 19,20), y fue tal la amplitud de su predicación que tanto judíos como griegos de toda la provincia pudieron conocer el Evangelio.

La Carta a los Efesios es en su forma algo distinta de las demás cartas paulinas. La falta de referencias personales y saludos, así como la ausencia de la palabra «Éfeso» en algunos de los más antiguos e importantes manuscritos, hacen pensar que quizá fuera una misiva circular dirigida a las iglesias de la zona de Frigia, en la que se encuentran Éfeso y otras ciudades como Laodicea, Colosas, etc. La Carta a los Efesios trata aproximadamente los mismos temas que la dirigida a los colosenses pero con mayor amplitud, profundidad y serenidad, por lo que cabe pensar que ambas fueron escritas hacia la misma época. Según se puede colegir del conjunto de datos bíblicos y extrabíblicos que poseemos, Pablo se enfrenta con ciertas doctrinas que afirman que el gobierno del universo está regido por poderes intermedios entre Dios y los hombres. Estos poderes, cada uno según su rango, intervendrían también en la historia humana, por lo que el hombre debía conocerlos y tenerlos a su favor mediante ciertos ritos y prácticas ascéticas. Frente a tales elucubraciones gnóstico-helenísticas, el Apóstol expone, de varias maneras y en diversos pasajes, que Cristo Jesús es la cabeza de todos los seres, tanto celestiales como terrestres; su señorío es absoluto y Él es el Salvador de todos; ninguna realidad existente puede sustraerse al señorío de Jesucristo, cuyo Cuerpo es la Iglesia.

Comienza la carta con un grandioso himno o cántico en el que se alaba el plan salvador de Dios, llevado a cabo por Cristo, en favor de los elegidos, de la Iglesia y de la humanidad (1,3-14). A causa del pecado, todos los seres creados habían quedado desorientados y desunidos entre sí y en relación a Dios, pero ahora, mediante la Redención operada por Cristo, son reconducidos a la unidad entre sí y con Dios, ya que Cristo, encarnado y glorificado, ha sido constituido Cabeza de todos ellos (1,3-2,22). De ahí Pablo pasa a la contemplación del ser profundo de la Iglesia. Ella es el instrumento universal de salvación que Cristo ha creado, haciéndola su cuerpo, su plenitud, su esposa inmaculada, para aplicar a la humanidad la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección (3,1-20).

Como es costumbre en el Apóstol, de la doctrina teológica extrae las conclusiones prácticas morales y ascéticas (4,1-6,24): todos los fieles deben vivir la unidad en la caridad, pues forman un solo cuerpo con Cristo, animado por el mismo Espíritu. De ahí desciende a las aplicaciones concretas: los deberes de los cónyuges, padres e hijos, señores y siervos, etc. Todos deben vivir con la misma exigencia, pues todos reciben el influjo vivificante de la Cabeza que es Cristo Jesús.

Citas del Antiguo Testamento
1,22. Sal 8,7
2,17. Is 57,19
4,8. Sal 68,19
4,25. Za 8,16
4,26. Sal 4,5
5,31. Gn 2,24
6,2-3. Ex 20,12; Dt 5,16
6,14. Is 11,5; 59,17
6,15. Is 52,7
6,17. Is 49,2