LA CARTA A LOS GÁLATAS

Galacia era una región interior de Asia Menor que se corresponde con la planicie de la parte central de la actual Turquía. En tiempos de San Pablo la provincia romana que recibía ese nombre se extendía hacia el sur y abarcaba también los territorios de Licaonia, donde se encontraban cuatro ciudades muy conocidas por el libro de los Hechos de los Apóstoles: Derbe, Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia. En su primer viaje apostólico (años 45-49) Pablo había entrado en contacto con los habitantes de Galacia, al evangelizar el sur de la provincia. Pero fue sobre todo en su segundo viaje (años 50-53), cuando predicó directamente entre ellos (Ga 4,13; Hch 16,1-8), tal vez porque una enfermedad le obligó a detenerse allí algún tiempo. La acogida fue sumamente cordial y entrañable (Ga 4,14). El mismo Apóstol estuvo allí de nuevo el año 53 ó 54 (Hch 18,23).

Sin embargo, también llegaron allí algunos judeocristianos aferrados a sus tradiciones nacionales y religiosas, que querían poner el fundamento de la salvación del hombre en el cumplimiento de las obras de la Ley de Moisés. Es probable que algunos de esos «falsos hermanos» (Ga 2,4) quisieran corregir la doctrina de San Pablo en las comunidades cristianas fundadas por él en su segundo viaje apostólico (Hch 16,6), como ya habían hecho antes del Concilio de Jerusalén. No sabemos exactamente quiénes eran. Lo cierto es que constituían una amenaza constante y que presionaban a los mismos Apóstoles, pues en Antioquía habían inducido a la simulación al mismo Simón Pedro (Ga 2,11-14).

Al enterarse del peligro de los judaizantes, Pablo escribe a los gálatas esta carta que ha sido definida justamente como un grito de amor y de dolor. Fue escrita muy probablemente en Éfeso hacia el año 54/55, y resulta ser el mejor comentario a las conclusiones del Concilio de Jerusalén (cfr Hch 15,23-29), donde se había decidido que los cristianos procedentes de la gentilidad no estaban obligados a vivir las prescripciones judaicas.

El tema principal de la carta es la doctrina de la libertad de los cristianos respecto al cumplimiento de las complejas prescripciones de la Ley mosaica y de los complementos añadidos por la tradición de los escribas. Pablo proclama que sólo Cristo tiene poder para justificar y salvar, y que, por tanto, quien predique otro evangelio, transformando el Evangelio de Cristo, debe ser considerado anatema (cfr 1,4-5,8). Para los judaizantes la identidad cristiana, la pertenencia al verdadero Israel, requería la circuncisión (cfr 5,2). San Pablo reacciona con fuerza contra tal concepción, casi con vehemencia: el hombre -viene a decir- es justo para Dios sólo por la fe en Jesucristo. La identidad cristiana radica en ser hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús (3,26-29). La obra de la salvación ha consistido en que «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!» (4,4-6). Ahí radica la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios, pues «para esta libertad, Cristo nos ha liberado» (5,1). La vida cristiana se desarrolla en la libertad, sobre el fundamento de la filiación divina y la fe en Jesucristo muerto y resucitado (cfr 5,24). Los cristianos vivimos según el Espíritu, y actuamos también según el Espíritu (5,25), que produce en nosotros sus frutos (cfr 5,22-23).

Citas del Antiguo Testamento
2,16. Sal 143,2
3,6. Gn 15,6
3,8. Gn 12,3; 18,18
3,10. Dt 27,26
3,11. Ha 2,4
3,12. Lv 18,5
3,13. Dt 21,23
3,16. Gn 22,17
4,27. Is 54,1
4,30. Gn 21,10
5,14. Lv 19,18