II Crónicas  30, 15-27


La Pascua y los Ázimos.
Inmolaron la Pascua el día catorce del mes segundo. También los sacerdotes y los levitas, llenos de confusión, se santificaron y trajeron holocaustos al templo de Yahvé. Ocuparon sus puestos según su reglamento, conforme a la Ley de Moisés, hombre de Dios; y los sacerdotes rociaban con la sangre que recibían de mano de los levitas. Y como muchos de la asamblea no se habían santificado, los levitas fueron encargados de inmolar los corderos pascuales para todos los que no se hallaban puros, a fin de santificarlos para Yahvé. Pues una gran parte del pueblo, muchos de Efraín, de Manasés, de Isacar y de Zabulón, no se habían purificado y, con todo, comieron la Pascua sin observar lo escrito. Pero Ezequías oró por ellos diciendo: «¡Que Yahvé, que es bueno, perdone a todos aquellos cuyo corazón está dispuesto a buscar al Dios Yahvé, el Dios de sus padres, aunque no tengan la pureza requerida para las cosas sagradas!» Y oyó Yahvé a Ezequías y dejó salvo al pueblo.
Los israelitas que estaban en Jerusalén celebraron la fiesta de los Ázimos por siete días con gran alegría; mientras los levitas y los sacerdotes alababan a Yahvé todos los días con todas sus fuerzas. Ezequías habló al corazón de todos los levitas que tenían perfecto conocimiento de Yahvé. Comieron durante los siete días las víctimas de la solemnidad, sacrificando sacrificios de comunión y alabando a Yahvé, el Dios de sus padres. Toda la asamblea resolvió celebrar la solemnidad por otros siete días, y la celebraron con júbilo siete días más. Porque Ezequías, rey de Judá, había reservado para toda la asamblea mil novillos y siete mil ovejas. Los jefes, por su parte, habían reservado para la asamblea mil novillos y diez mil ovejas, pues ya se habían santificado muchos sacerdotes. Toda la asamblea de Judá, los sacerdotes y los levitas y también toda la asamblea que había venido de Israel y los forasteros venidos de la tierra de Israel, lo mismo que los que habitaban en Judá, se llenaron de alegría. Hubo gran gozo en Jerusalén; porque desde los días de Salomón, hijo de David, rey de Israel, no se había hecho cosa semejante en Jerusalén. Después se levantaron los sacerdotes y los levitas, y bendijeron al pueblo; y fue oída su voz, y su oración penetró en el cielo, su santa morada.
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