II Macabeos 4, 30-38


Asesinato de Onías.
Mientras tanto, sucedió que los habitantes de Tarso y de Malos se sublevaron por haber sido cedidas sus ciudades como regalo a Antioquida, la concubina del rey. Fue, pues, el rey a toda prisa, para poner orden en la situación, dejando como sustituto a Andrónico, uno de los dignatarios. Menelao pensó aprovecharse de aquella buena oportunidad; arrebató algunos objetos de oro del templo y se los regaló a Andrónico; también logró vender otros en Tiro y en las ciudades de alrededor. Cuando Onías llegó a saberlo con certeza, se lo reprochó, no sin haberse retirado antes a un lugar de refugio, a Dafne, cerca de Antioquía. Por eso, Menelao, a solas con Andrónico, le incitaba a matar a Onías. Andrónico se llegó adonde Onías, y, confiando en la astucia, estrechándole la mano y dándole la diestra con juramento, persuadió a Onías, aunque a éste no le faltaban sospechas, a salir de su refugio, e inmediatamente le dio muerte, sin respeto alguno a la justicia. Por este motivo, no sólo los judíos, sino también muchos de las demás naciones, se indignaron y se irritaron por el injusto asesinato de aquel hombre. Cuando el rey volvió de las regiones de Cilicia, los judíos de la ciudad, junto con los griegos, que también odiaban el mal, fueron a su encuentro a quejarse de la injustificada muerte de Onías. Antíoco, hondamente entristecido y movido a compasión, lloró recordando la prudencia y la gran moderación del difunto. Encendido en ira, despojó inmediatamente a Andrónico de la púrpura y desgarró sus vestidos. Lo hizo conducir por toda la ciudad hasta el mismo lugar donde tan impíamente había tratado a Onías; allí hizo desaparecer de este mundo al criminal, a quien el Señor daba el merecido castigo.
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