II Macabeos 9, 4-11

Arrebatado de furor, pensaba vengar en los judíos la afrenta de los que le habían puesto en fuga, y por eso ordenó al conductor que hiciera avanzar el carro sin parar hasta el término del viaje. Pero ya el juicio del Cielo se cernía sobre él, pues había hablado así con orgullo: «En cuanto llegue a Jerusalén, haré de la ciudad una fosa común de judíos.» Pero el Señor Dios de Israel, que todo lo ve, lo hirió con una llaga incurable e invisible: apenas pronunciada esta frase, se apoderó de sus entrañas un dolor irremediable, con agudos retortijones internos, cosa totalmente justa para quien había hecho sufrir las entrañas de otros con numerosas y desconocidas torturas. Pero él de ningún modo cesaba en su arrogancia; estaba lleno todavía de orgullo, respiraba el fuego de su furor contra los judíos y mandaba acelerar la marcha. Pero vino a caer de su carro, que corría velozmente, y, con la violenta caída, todos los miembros de su cuerpo se le descoyuntaron. El que poco antes pensaba dominar con su altivez de superhombre las olas del mar, y se imaginaba pesar en una balanza las cimas de las montañas, caído por tierra, era luego transportado en una litera, mostrando a todos de forma manifiesta el poder de Dios; hasta el punto que de los ojos del impío pululaban gusanos, caían a pedazos sus carnes, aun estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su infecto hedor apestaba todo el ejército. Al que poco antes creía tocar los astros del cielo, nadie podía ahora llevarlo por la insoportable repugnancia del hedor.
Así comenzó entonces, herido, a abatir su excesivo orgullo y a llegar al verdadero conocimiento bajo el azote divino, en tensión a cada instante por los dolores.
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