II Reyes  18, 17-37


Misión del copero mayor.
El rey de Asiria despachó al copero mayor desde Laquis a Jerusalén, donde el rey Ezequías, con un fuerte destacamento. Avanzó sobre Jerusalén y, nada más llegar, tomó una posición próxima al canal de la Alberca Superior, junto al camino del Campo del Batanero. Llamaron al rey y salieron hacia ellos el mayordomo de palacio, Eliaquín, hijo de Jilquías, el secretario Sebná y el heraldo Joaj, hijo de Asaf. El copero mayor les dijo: «Decid a Ezequías: Así habla el gran rey, el rey de Asiria: ¿Qué seguridad es ésa en la que has puesto tu confianza? Has pensado para ti: «La palabra de los labios es consejo y valor para la guerra». Pero, ¿en quién confías para haberte rebelado contra mí? Te has confiado al apoyo de esa caña rota que es Egipto, que penetra y traspasa la mano de quien se apoya en ella. Eso es el faraón, rey de Egipto, para todos los que en él confían. Pero si me replicáis: “Nosotros confiamos en Yahvé, nuestro Dios”, entonces, ¿no es ése el dios cuyos santuarios y altares retiró Ezequías, ordenando a Judá y Jerusalén: “Daréis culto sólo en Jerusalén, ante este altar”? Haced, pues, una apuesta con mi señor, el rey de Asiria: Te daré dos mil caballos si eres capaz de agenciarte jinetes para ellos. ¿Te crees capaz de ofender aunque sea a uno solo de los siervos más insignificantes de mi señor? ¡Te fías de Egipto para disponer de carros y caballería! ¿Crees que he venido a destruir este lugar sin contar antes con Yahvé? Yahvé es quien me ha dicho: Marcha contra esa tierra y destrúyela.»
Eliaquín, Sebná y Joaj dijeron al copero mayor: «Por favor, háblanos a nosotros, tus siervos, en arameo, que lo entendemos; no nos hables en el hebreo de Judá y a oídos del pueblo que está en la muralla.» El copero mayor respondió: «¿Crees que es a tu señor o a ti a quienes me envía mi señor a decir estas cosas? Es precisamente a los hombres que se asoman en la muralla, quienes como vosotros habrán de comerse sus excrementos y beberse su orina.»
El copero mayor se puso en pie y gritó a toda voz en el hebreo de Judá: «Escuchad la palabra del Gran Rey, rey de Asiria. Así habla el rey: No os engañe Ezequías, que no podrá libraros de mi mano. Que Ezequías no os haga confiar en Yahvé diciendo: “Yahvé nos librará; esta ciudad no caerá jamás en manos del rey de Asiria.” No hagáis caso a Ezequías, porque así habla el rey de Asiria: Haced las paces conmigo y salid hacia aquí. Así cada uno de vosotros podrá comer de su viña y de su higuera y beber del agua de su cisterna, hasta que llegue yo y os conduzca a una tierra como la vuestra, tierra de trigo y mosto, de pan y de vino, de aceite y de miel, para que viváis y no muráis. Pero no hagáis caso a Ezequías, que os engaña diciendo: “Yahvé nos librará.” ¿Es que los dioses de las demás naciones han podido librar sus territorios del poder del rey de Asiria? ¿Dónde están los dioses de Jamat y de Arpad? ¿Dónde están los dioses de Sefarváin, de Hená y de Avá? ¿Han podido (los dioses de Samaría) librar a Samaría de mi mano? ¿Qué dioses, de entre todos los dioses de las naciones, han librado sus territorios de mi poder, como para que Yahvé pueda librar a Jerusalén de mi mano?»
El pueblo callaba, sin responder palabra, pues el rey había ordenado: «No le respondáis.» Eliaquín, hijo de Jilquías, mayordomo de palacio, y el secretario Sebná y el heraldo Joaj, hijo de Asaf, se presentaron ante Ezequías, con las vestiduras rasgadas, y le comunicaron lo dicho por el copero mayor.
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