II Reyes  4, 9-37

Ella dijo a su marido: «Estoy segura de que es un santo hombre de Dios, que pasa siempre junto a nosotros. Construyamos en la terraza una pequeña habitación y pondremos allí para él una cama, una mesa, una silla y una lámpara, para que, cuando venga junto a nosotros, pueda retirarse allí arriba.» Llegó el día en el que Eliseo se acercó por allí y se retiró a la habitación de arriba, donde se acostó. Él dijo a Guejazí, su criado: «Llama a esta sunamita.» Éste la llamó y ella se quedó de pie ante él. Eliseo dijo a su criado: «Dile: “Te has tomado todas estas molestias por nosotros, ¿qué podemos hacer por ti?, ¿hemos de hablar en tu favor al rey o al jefe del ejército?”» Ella respondió: «Yo vivo tranquila entre las gentes de mi pueblo.» Él dijo: «¿Qué podemos hacer entonces por ella?» Guejazí respondió: «Por desgracia ella no tiene hijos y su marido es ya anciano.» Dijo él: «Llámala.» La llamó y ella se detuvo a la entrada. Él dijo: «El año próximo, por esta época, tú estarás abrazando un hijo.» Ella respondió: «No, mi señor, no engañes a tu sierva.» La mujer concibió y dio a luz un niño por la época que le había dicho Eliseo.
El niño creció y un día fue donde estaba su padre con los segadores, y dijo a su padre: «¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!» El padre dijo a un criado: «Llévalo a su madre.» Lo cogió y lo llevó a su madre. Estuvo sentado en las rodillas de la madre hasta el mediodía y luego murió. Entonces ella lo subió y lo acostó sobre el lecho del hombre de Dios. Lo dejo cerrado y salió. Llamó a su marido y le dijo: «Envíame uno de los criados y una de las burras. Voy corriendo junto al hombre de Dios y vuelvo.» Él dijo: «¿Por qué vas donde él? Hoy no es novilunio ni sábado.» Pero ella se despidió: «Paz.» Hizo aparejar la burra y dijo a su criado: «Conduce. En marcha y no me frenes el trote a no ser que te lo diga.» Hizo camino hasta llegar donde el hombre de Dios en el monte Carmelo. Cuando el hombre de Dios la vio a lo lejos, dijo a su criado Guejazí: «Ahí viene aquella mujer sunamita. Corre a su encuentro y pregúntale: ¿Estás bien? ¿Está bien tu marido? ¿Está bien el niño?» Ella respondió: «Bien.» Pero cuando llegó junto al hombre de Dios, a lo alto del monte, se abrazó a sus pies. Guejazí se acercó para apartarla, pero el hombre de Dios dijo: «Déjala, porque está pasando una amargura y Yahvé me lo ha ocultado, no me lo ha manifestado.» Ella dijo: «¿Pedí yo acaso a mi señor un hijo? ¿No te dije: “No me engañes”?»
Él dijo a Guejazí: «Ciñe tu cintura y toma mi bastón en tu mano. Si encuentras a alguien no le saludes, y si alguien te saluda no le respondas. Ve y coloca mi bastón sobre la cara del niño.» Pero la madre del niño dijo: «Por el Dios vivo y por tu vida que no te dejaré.» Entonces él se alzó y marchó tras ella. Guejazí había pasado antes que ellos y había colocado el bastón sobre la cara del niño, pero no se escuchó voz ni respuesta alguna. Se volvió al encuentro de Eliseo y le comunicó: «El niño no ha despertado.» Eliseo entró en la casa; allí estaba el niño, muerto, acostado en su lecho. Entró, cerró la puerta con ellos dos dentro, y oró a Yahvé. Se subió (a la cama) y se tumbó sobre el niño, boca con boca, ojos con ojos, manos con manos. Se mantuvo recostado sobre él y la carne del niño iba entrando en calor. Se bajó y se puso a caminar por la casa de acá para allá. Se subió y se recostó insuflando sobre él hasta siete veces. El niño estornudó y abrió sus ojos. Llamó a Guejazí y le dijo: «Llama a la sunamita.» Y la llamó. Cuando llegó, él le dijo: «Toma tu hijo.» Ella entró y se echó a sus pies postrada en tierra. Luego tomó a su hijo y salió.
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